La lectura de libros tiene en mi memoria un efecto dominó, pero en sentido retrospectivo: no son fichas que van cayendo, sino escenas emergentes de mi pasado; como un troquelado o un teatro de sombras chinas. La más reciente novela de Jorge Fernández Díaz, El secreto de Marcial, ganadora del Premio Nadal 2025, desató en mi magín reflexiones y escenas. Mitos y recuerdos. Recuerdos inventados. ¿Por qué, como en su novela, nuestro padre siempre es un secreto? Algunas respuestas al paso: es el secreto de la creación, de nuestra propia aparición en el mundo. Por mucho que los científicos descifren el misterio del inicio de la existencia humana, el Big Bang y el ADN no me terminan de revelar ese enigma que, según Maugham, comparte con el universo el mérito de no tener respuesta. Nuestro padre es nuestro origen. También hay un elemento de incompletud: nunca me sentí preparado para ser un adulto, ni siquiera hoy. Boris creo que sí estaba preparado. La observación de nuestro padre es una constante, más un examen que un manual de instrucciones. La libertad es zigzaguear esa mirada. Ni oponerse deliberadamente ni obedecer: zigzaguear entre la intuición y la voluntad.
A mi amigo Adam la madre le había dicho que su padre había sido abducido por un ovni. Literalmente. No era, como reseña Fernández Díaz en su novela, una alienígena que venía a seducir a un humano para conquistar el planeta; ni un extraterrestre perdido asilado por un niño como el de Spielberg. El padre de Adam, ausente desde su nacimiento, había sido centrifugado por un plato volador. Hasta allí sabía la madre, Adela.
Luego, deducía Adela, y con el tiempo también Adam, lo habían trasladado a su planeta, le habían permitido cierta circulación, un oficio, un ocio creativo. Sé que en alguna conferencia de alguna autoridad en el ramo, no sé si Zerpa o quién, Adam, a los 14 años, preguntó cuál era el destino de los abducidos en algún lugar de la galaxia. El ufólogo, quizás un ibérico ahora que lo pienso, replicó que los habitantes de los planetas de los que la NASA guardaba noticia no mataban ni pedían perdón. Esos humanos podrían regresar alguna vez, incluso mejorados, como ocurría en Encuentros Cercanos del Tercer tipo —película que me había resultado aburrida e incomprensible en partes iguales—.
Yo descreía de la explicación de Adela, de la del ufólogo que me había transmitido Adam y de la esperanza de Adam. Terminamos el secundario sin que mi compañero abandonara la expectativa de que alguna vez su padre regresara. Se llamaba Roger.
En la novela de Fernández Díaz, el padre es también otro continente. El hijo argentino mira a su padre entre las brumas del mar, como miramos el África imposible del otro lado, donde se supone que nos aguarda, desde nuestra orilla marplatense. La inmigración española a la Argentina ha encontrado en El secreto de Marcial, paradójicamente, una voz que la expande en su aspecto legendario, como pocas veces se transmitió anteriormente: historia emocional.
Pero el padre de Adam se había marchado a otro planeta. No era una inmigración sino una posible invasión, lo que podría regresarlo alguna vez. Cuando algún documental, ficción o farsante sugerían que por el motivo que fuera la Tierra pudiera ser invadida por marcianos, venusino o plutónicos, yo veía en la mirada de Adam un reflejo de anhelo, de apetito del alma. Uno de nuestros pocos consuelos era visitar la librería del señor Tomás.
Tomás, un hombre ya mayor, con hijos y nietos, vendía no solo útiles, sino libros selectos, de ciencia ficción, e historietas inusuales. Siempre me resultó deprimente que se llame librería a un local de venta de papel afiche, compases y transportadores.
Pero Tomás mitigaba esta acrimonia con sus materiales de lectura. Ese librero tirando a gordo, con el pelo en retirada, los rasgos flácidos y la risa débil, era nuestro Fausto. En un semi sótano de su fondo de comercio le vendíamos nuestro espíritu a la ficción. Tomás se apiadaba del huérfano de padre. Y del huérfano de sentido que era yo. Una vez por mes nos regalaba una revista El Péndulo o un fascículo imposible de Bilal.
Mientras repasaba estas semanas El secreto de Marcial, me parecía que los personajes de Fernández Díaz se autoconvocaban en el semi sótano de la calle Pasco para deliberar en asamblea qué medida tomar respecto a tantas cosas en común.
Detrás de todo verdadero enigma está el amor. De los tres enigmas irresolubles —el amor, el tiempo y la muerte—, al fin de nuestra experiencia como especie quizás lleguemos a resolver el del tiempo y el de la muerte. En la última página de El secreto de Marcial, está el amor: no es el fin del secreto, solo de la novela.
El atardecer en el que Adela, en su propio lecho de muerte, le confesó a su hijo cuarentón que su padre biológico era Tomás, mi compañero de primaria y secundaria le respondió con una mirada escéptica. No llegó a decirle, porque ella expiró antes, que no hacía falta que lo indemnizara con esa mentira. El desenlace del último suspiro de la madre no lo supe por Adam sino por un productor de cortos comerciales, al que por algún motivo le llegó la historia, que yo reconstruí más allá de toda duda razonable. Muchas veces me sentí tentado de visitar a Adam en su local de antigüedades en un apacible país vecino. Pero probablemente me disuadió el mismo miedo que a él: el pánico a que la realidad nos dejara con una conclusión irrefutable. Nunca estuve tan cerca de subirme al barco como cuando terminé de leer El secreto de Marcial.
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