En el origen resplandecen las claves y los símbolos. Los querandíes vencieron valientemente a los primeros españoles, los cercaron y los forzaron a la antropofagia. Pero luego la Guerra de la Independencia no fue conducida por los pueblos originarios sino por los españoles de las colonias: militares y abogados que habían sido instruidos en la tradición hispánica y que se levantaron contra ella.
José de San Martín luchó en la vanguardia del ejército de Andalucía bajo una bandera, y cuatro años después combatió contra ese mismo estandarte y despedazó a sus antiguos camaradas. La revolución estuvo basada en esa traición gloriosa. Traicionar se transformó desde entonces en una virtud política. Un cierto movimiento adicto a ella —el peronismo— celebra cada año el Día de la Lealtad.
Pero el padre de la Patria —San Martín— le imprimió carácter a todo nuestro genoma: sus hazañas bélicas se estudiaban en los colegios militares del mundo, mientras que él era sospechado y repudiado en su tierra, y moría en la modestia, la ingratitud y el ostracismo. Triunfó en la espectacularidad de la épica, pero no brilló en la tediosa gestión pública y fracasó de hecho en el peligroso pantano de la política. Someter por la espada era más fácil que negociar con el deseo y la mezquindad de los hombres, la guerra era más sencilla que la paz, y morir en el exilio se convirtió así en una costumbre de los héroes vernáculos y, por lo tanto, en una fatal y extraña cualidad argentina.
Nace el glamour del fracaso: somos demasiado buenos para una nación tan mala. Y, por lo tanto, quien fracasa tiene de alguna manera la razón y exhibe en consecuencia la suprema autoridad moral: perdimos porque fuimos los mejores. Soriano decía que para tener éxito en la literatura nacional había que describir las peripecias de los fracasados.
Podríamos conjeturar también que en esa época fundacional comenzó a gestarse en el inconsciente colectivo la aversión por la gris constancia, el amor por los golpes dramáticos y también el miedo a triunfar, nuestro eterno romance con la derrota. Y que fuimos sustituyendo paso a paso la realización concreta del progreso colectivo por acciones individuales y, sobre todo, por su mera enunciación verbal. «¡Argentinos, a las cosas!», se desesperó Ortega y Gasset al conocernos de cerca y registrar nuestros complejos.
La herencia ibérica fue amplia y profunda. Su cainismo (Caín matando eternamente a Abel), su lúcida mala leche y su propensión a la realidad binaria se consagraron en las guerras intestinas del siglo XIX. Nacionalistas y liberales fundaron entonces una controversia que fue superada, pero que en tiempos de neopopulismo resucita a cada rato de manera caricaturesca.
Sarmiento intentó escribir la novela verídica de un caudillo al que buscaba destrozar y al que terminó exaltando. En esa involuntaria pero genial vuelta de tuerca del “Facundo” está cifrado el cruce contradictorio y fascinante de la civilización y la barbarie. Y el encuentro mortal y amoroso de los enemigos, que imaginariamente muchos años después depusieron las armas y consintieron proyectos que amalgamaran el puerto y el interior, la ciudad y el campo, el tradicionalismo y el cosmopolitismo, lo abierto y lo cerrado.
Fueron los periodistas, que en ese momento eran a la vez escritores y políticos, quienes dieron sustento a la Generación del 80. Pero uno ellos, José Hernández, defendió la causa federal y fue contra la corriente, y escribió la obra canónica: Martín Fierro, una elegía del renegado. Borges, que admiraba esos versos, aseguraba que si los argentinos hubieran elegido en cambio el “Facundo” como libro central, nuestro destino habría sido otro. Suponía, en su hipérbole libresca, que habríamos optado por las reglas, el orden y la racionalidad, y defenestrado a sus objetores primitivos, demagógicos y violentos.
Tomás Eloy Martínez aprendió a leer con la enorme enciclopedia de su abuelo. Allí se pronosticaba: «Por sus recursos naturales, por su posición geográfica, por la educación de sus habitantes, la Argentina está llamada a ser, en el año 2000, la única potencia capaz de competir con los Estados Unidos».
Al escritor francés Georges Clemenceau, que nos visitó en 1910, se le adjudica la frase: «La Argentina es tan rica que progresa de noche, cuando el gobierno duerme». Apuntó en sus crónicas que el gran esfuerzo argentino se encontraba en tomar de «cada nación de Europa lo que tiene mejor» para construir aquí fuertes cimientos de una sociedad colosal: Buenos Aires le parecía la capital de un imperio en ciernes. Éramos, en ese momento, la octava economía del mundo.
Ya en 1947 a Curzio Malaparte todas estas profecías grandiosas sobre la Argentina le sonaban directamente ridículas. Nuestro país se había vuelto experto en dejar las cosas por la mitad, en despilfarrar las condiciones naturales y en dilapidar su cultura. Teníamos el talento y la ocasión, y la pelota frente al arco: la tiramos a la tribuna y quedamos afuera. Y volvimos a hacerlo una y otra vez. Seguimos en eso, cristalizados en la desgracia.
Existen múltiples respuestas para este enigma nacional, pero lo cierto es que se convirtió en un trauma. Y en una herida que nunca cierra ni cicatriza. Mientras otros países menos bendecidos por la naturaleza y la calidad poblacional avanzaron, nosotros nos fuimos quedando.
El filósofo Tomás Abraham indaga en la idea de un caos identitario producido por la superposición de las distintas inmigraciones. Llegaron tantos y de tantos sitios, trayendo miradas y culturas tan diferentes, que la propia identidad nacional de base tambaleó. Para ser rápidamente argentinos, muchos de los hijos y nietos de inmigrantes abrazaron formas del nacionalismo.
Perón se benefició de esa debilidad congénita, pero no fue el único. Un cacareo nacionalista, un sentimiento regresivo, inútil y supersticioso penetró las clases medias y permanece aún en ellas, más allá de banderías políticas. No se trata de un nacionalismo sano, como el francés, sino de una manifestación enfermiza y banal, que nos aleja de un capitalismo serio y nos encapsula en una decadencia perpetua.
Como sea, aquella inmigración nos inyectó lo mejor y lo peor de Europa: su cultura del esfuerzo y también su transgresión, su sentido democrático y también su intolerancia; su optimismo y, por supuesto, su melancolía. Que el tango transformó en obra de arte y lamento universal. De todas esas importaciones, tal vez la más crucial haya sido el fuego sagrado, la convicción del laburo, la irrenunciable utopía del progreso. Los nacionalistas, por lo general, han despreciado ese empuje, y han preferido medrar con el facilismo y con nuestras debilidades, algo que provocó subterráneamente un choque entre pobres de distintos orígenes.
Nuestro juego preferido de mesa es el truco, que consiste en mentir y en hacerlo en voz alta. La picardía criolla, hecha la ley hecha la trampa, la cultura del atajo, vivir por encima de nuestras posibilidades, atarlo todo con alambre y confiar en que Dios es argentino.
Uno por uno, somos magníficos, sostenía Borges: todos juntos somos un desastre. Algo de razón lo asistía. Pero era también Borges quien rescataba la amistad como el gran culto argentino. A ella debería agregarse la pasión por la familia: cualquier encuesta la coloca por encima del trabajo, el estudio, la religión e incluso la propia pareja.
Un sondeo revelaba no hace mucho que la solidaridad era el valor máximo del argentino promedio, algo que se comprueba en momentos excepcionales, pero que se diluye en el diario ejercicio de la rutina ciudadana. Lo curioso es que el respeto, la creatividad y la responsabilidad aparecían en los rangos menos valorados.
Asevera el filósofo Santiago Kovadloff que la Argentina es una sociedad donde la experiencia no logra transformarse en enseñanza. Y Mario Bunge, que nuestro karma consiste en destruir y empezar todo de nuevo. Repetimos y refundamos nuestros errores, en una espiral que baja. Nos deslizamos por el embudo de la historia. Dicho todo esto, tampoco somos los peores de la clase; estamos por el medio de la tabla, peleando cada tanto el descenso.
Un verso de Discépolo, un texto de Borges, un cuento de Manucho, una canción de Atahualpa, una gambeta de Messi, un tango de Gardel, una melodía de Piazzola, un atardecer en la pampa, un glaciar y un confín helado de la Tierra, una lluvia tropical en la selva misionera, un bayo y un cordero, un hombre de campo que sonríe, una mujer trabajadora de los conurbanos, un niño con la cara sucia, un barco de Quinquela, un cafetín de Buenos Aires, un malbec de Mendoza, una familia que celebra, un asado con amigos, quince minutos de Darín, una salita del under, un do de pecho en el Colón, un malvón, un jacarandá en flor, una pizza en Güerrin, las obras completas de Bioy y de Silvina, la Docta, Salta la linda, la Colección Robin Hood, Mafalda y Manolito, las aguafuertes de Arlt, Rosaura a las diez, el piano de Martha, un poema de Pizarnik y otro de Calveyra, los científicos, los médicos, los héroes de Malvinas, «Casa tomada», una volea de Del Potro, unos mates en una mañana fría, el sable morisco del Gran Capitán, la muerte solitaria y digna de Belgrano, los granaderos, los bomberos, un blues del Carpo, calamaros y garcías, la mesa de los galanes, un beso robado en el Rosedal. Tantas cosas nos justifican.
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*Publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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