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El país escondido, de Martín Abrisketa

El país escondido, de Martín Abrisketa

El país escondido cuenta la historia de Maggie, una niña muy tímida que vive en su mundo, protegida por una fantasía desbordante que entre otras cosas le hace creer que todo lo que dibuja se hace realidad. Zenda ofrece un adelanto del libro de Martín Abrisketa.

 

CAPÍTULO 1

EL CHINCHORRO

Maggie vivía en la luna, y por eso durante mucho tiempo no se enteró de lo que estaba sucediendo. Hasta aquella mañana.

Corrían los años ochenta y aquella mañana el abuelo la había llevado de excursión en barquita para enseñarle a navegar. Antes de jubilarse era pirata, o mejor dicho, pluriempleado, como todos los de su generación. Trabajaba de marinero por las mañanas y de pirata por las tardes. Su gran barba y sus cejas pobladas daban fe de los años que pasó como corsario saqueando barcos.

Maggie, muy a su pesar, no había heredado su barba. Era una niña de cara despejada, cabellos rojos y mirada violeta. Navegaban por una ría escondida bajo la bruma con la sonrisa desplegada al viento y el corazón encogido. Encogido, porque de cuando en cuando emergía de entre la niebla un enorme buque haciendo sonar su bocina y se les helaba hasta el aliento. Menos mal que el abuelo, que se las sabía todas, maniobraba rápidamente con la caña del timón y, en el último instante, se salvaban de morir abordados o hundidos por las olas que provocaban aquellos buques a su paso. Era un auténtico lobo de mar.

Sin embargo, los pescadores de la orilla, siempre dispuestos a lanzar una crítica al aire, no dejaban de gruñir:

¡Viejo, viejo loco, adónde va!

A la niña le daban miedo aquellas voces. Permanecía abrazada a su abuelo, llevaba semanas abrazada a él, años quizá. No se separaba del pirata ni para ir a la escuela. Faltaba mucho a clase, es verdad, pero no porque fuera enfermiza, sino porque poseía poderes sobrenaturales. Entre otros, tenía la facultad de hacer que el mercurio de los termómetros actuara a su antojo. Era todo un espectáculo verla: se sentaba en el sofá con el termómetro en el sobaco, se concentraba apretando los párpados hasta que se le llenaban de chiribitas y, en cinco minutos, el mercurio alcanzaba los cuarenta grados como mínimo.

El abuelo, el pobre, no pegaba ojo a cuenta de aquella calentura pertinaz que padecía su nieta y la llevaba de médico en médico sin que ninguno diera con el remedio. Sí, parecía que el asunto se le estaba escapando de las manos…

Pero Maggie poseía poderes sobrenaturales incluso más prodigiosos que el que ejercía sobre los termómetros. El mayor de todos era que dibujaba milagros. Resultaba increíble, pero, empleando unos simples rotuladores y un papel, lograba que sus deseos se hicieran realidad con solo pintarlos a todo color.

El abuelo rellenó con un bidón el depósito de gasolina de la barquita, que apenas tenía autonomía para una milla, y reanudaron la marcha. La niña se quedó observándolo y sacó el estuche de las pinturas mágicas para eliminarle las arrugas de la frente con la goma de borrar. El pirata ni se enteró, estaba ocupado achicando agua, que se filtraba al interior del bote por la falta de estopa y brea en su casco de madera. Al terminar con las arrugas, le coloreó los mofletes. Le pintaba y repintaba continuamente para impedir que envejeciera y subiera al cielo algún día. Y sin duda lo había conseguido, pues, con su maquillaje, el abuelo no solo se veía más joven, sino que se comportaba como un chaval para el que no existiera el mañana. Aquel era un milagro mayúsculo, desde luego: Maggie había detenido el tiempo, el tiempo de su abuelo y el de ella misma. Por eso era tan pequeñita. No crecía. La marca que señalaba su altura en la puerta de la cocina no se había elevado ni un milímetro desde cuando tenía nueve años, y justamente aquel día cumplía doce.

El abuelo se llevó las dos manos a la cabeza al recordarlo:

¡Ahí va!, exclamó. ¡Se me ha olvidado traer tu regalo!

Ella le restó importancia al despiste con una retahíla de besos y luego le preguntó qué le había regalado.

No sé, respondió. ¡Qué cabeza la mía, tampoco me acuerdo de lo que era!

A Maggie se le ocurrió que tal vez fuera aquel paseo en barca, pero el pirata negó con la cabeza y juró por todos los bucaneros del mundo que su regalo era mucho mejor que un paseo en un chinchorro de juguete como aquel. Era un regalo importantísimo, el más importantísimo que le había hecho nunca.

Te va a encantar, aseguró. En cuanto me acuerde de qué es y dónde lo he metido, te va a encantar.

La niña le repasó las patas de gallo con una pintura blanca y le pidió que le hablara de su madre. Pero él contó lo de siempre:

Tu madre está en el mar, como esa foca.

Bueno, lo de la foca no acostumbraba a decirlo, pero es que realmente había una foca nadando junto al bote. Le arrojaron lo que les quedaba de almuerzo y Maggie quiso acariciarla, pero desapareció bajo el agua.

Percibían ya la cercanía del mar en el aroma del viento, que arreciaba conforme avanzaban, y al llegar a la altura de unas formidables estructuras de hierro, que el pirata aseguró que eran la base de un puente colgante oculto entre la niebla, dieron media vuelta. Se hacía tarde.

Entonces la bruma se retiró, dando paso a un sol tímido de otoño, y de pronto se hallaron rodeados de fábricas inmensas y oxidadas que teñían con su resplandor de fuego el humo que despedían. Llovía ceniza y olía a algo pesado. Maggie reparó en la ría. No era verde, verde esmeralda como las de los cuentos, sino marrón, opaca, grasienta. Daba pena mirarla. Flotaban peces muertos.

El motorcito carraspeó, o tal vez fue el abuelo. Esparcidas entre las fábricas, aquí y allá, había casas que hablaban. Hablaban por sus fachadas, llenas de pintadas escritas con rabia, mucho dolor. También hablaban sus vecinos. Prácticamente se podía seguir sus conversaciones desde el chinchorro, pues las paredes de aquellas casas debían ser de papel. Algunos gritaban:

¡Cabrones!

Les faltaba poco para llegar a su hogar, surcaban ya las aguas de la ciudad, y al volverse a estribor, descubrieron la verdadera procedencia de los gritos: la guerra. Aquello era una auténtica batalla campal. Se disputaba entre grúas y dársenas, en lo que parecía un astillero, aunque no se veían barcos en construcción. Los obreros se enfrentaban con tirachinas a centenares de policías apostados en lo alto de un puente, mientras los peatones trataban de cruzarlo entre gases lacrimógenos, pelotas de goma y tornillos que volaban. Se oyó una explosión y el pirata, por algún motivo, se mostró indignado:

¡Ya no se hacen bombas como las de antes!, protestó.

Maggie apretujó a su abuelo, su país, y la guerra fue quedando atrás. Enseguida el cauce se estrechó, las casas se arrejuntaron y la niña observó que las escaleras que descendían a la ría, hasta entonces salpicadas de pescadores, se hallaban repletas de gente relajada tomando el sol. Un chico, de tan relajado como estaba, se había quedado dormido sentado sobre una caja de fruta. Tenía un brazo desnudo apoyado en las rodillas. Visto desde abajo, desde el chinchorro, parecía una estatua griega majestuosa.

¿Quiénes son esos señores de las escaleras?, se interesó.

¿Esos?

Mucho cuidado con esos, advirtió el pirata.

¡Son yanquis, hija, yanquis!

¿Yanquis?

Sí, drogadictos.

El abuelo llamaba «yanquis» a los yonquis. Quizá creía que aquel atajo de maleantes, como solía definirlos, eran oriundos de América del Norte. Llegaron a la altura de la lonja donde guardaban el chinchorro y, para asombro de la niña y del propio pirata, un yanqui muy amable les ayudó a izarlo a tierra tirando del cabo de proa. De no ser por él, no lo habrían logrado nunca. Maggie olvidó por un momento su timidez y le dio un besito de agradecimiento, y el yanqui se tocó la mejilla con sorpresa.

Una vez colocaron todo en su sitio, el chinchorro, el motorcito y el bidón de gasolina, el abuelo echó la persiana de la lonja. Se disponían a marchar ya cuando el hombre se volvió hacia su nieta con los ojos encendidos y, esbozando una sonrisa de satisfacción, abrió la persiana de nuevo y dijo:

¡Se me acaba de ocurrir una idea, Maggie! ¡Nos vamos, ahora mismo nos vamos de excursión con nuestra barquita! ¿Qué te parece?

¡Pero si acabamos de guardarla, abuelo!

¡No me digas!

Ilustraciones de Isabel Holgureas

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Autor: Martín Abrisketa. Título: El país escondido. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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