Pocos personajes del cine de finales del siglo XX han despertado tanta ternura el público como el suyo. Con solo pronunciar su nombre a todos se nos pone una sonrisa bobalicona, primero, y un mohín de tristeza, después. Totó es en sí mismo una magdalena de Proust, quizás sería más correcto decir un panettone de Proust, más grande que el Coliseo, un viaje al momento más importante de nuestras vidas —feliz o no—, la infancia. Amerigo, el protagonista de El tren de los niños (Seix Barral), no es Totó, pero es igual de inolvidable.
¿Cómo ha logrado Ardone llegar a tanta gente con su relato? Con una escritura precisa, ágil y generosa en frases redondas y certeras, pero también con un poco de trampa, con una pequeña dosis de engaño: utilizar la voz de un niño para contarnos la historia, para transformar una dura realidad —la de la Nápoles de la postguerra; hambre, piojos y miseria— en una realidad mágica, al más puro estilo de Roberto Benigni, el cómico que enterneció a medio mundo, al terminar el milenio, con su película La vida es bella.
El tren de los niños nos muestra a Italia después de la II Guerra Mundial, una de las naciones perdedoras del conflicto, vencida por los aliados, devorada por el nazismo y desangrada por la lucha entre fascistas y partisanos. Si en el país las cosas eran duras, en el sur todo era peor, mucho peor. Nápoles fue la zona cero de la postguerra. Allí vive nuestro protagonista, el travieso, ingenioso y locuaz Amerigo. Su existencia transcurre entre pillerías y mil inventos para lograr sobrevivir. El destino del pequeño parece abocado a la delincuencia o a una miseria labrada con trabajo duro y esfuerzo constante. Un hecho cambiará el rumbo diseñado para él. El Partido Comunista organiza un tren al norte, un convoy de niños pobres que serán alojados en familias con bastantes más posibilidades de las que pueden ofrecerles en sus humildes hogares. Las reticencias y temores iniciales darán paso a la felicidad por encontrar su sitio. Unos se quedarán allí para siempre y otros volverán, pero todos descubrirán que existe otro mundo lleno de amor y, lo más importante, de salami y de pizza frita.
Al igual que ocurre con Cinema Paradiso, aquí tenemos dos planos temporales. Primero disfrutamos con la infancia del protagonista, y luego comprobamos en qué se ha convertido en la madurez. En ambos casos, Amerigo y Totó llegan a ser artistas —un violinista y un director de cine—, y en las dos historias sus protagonistas se ven incapaces de escapar a sus recuerdos. Esta es una historia que va de lo individual a lo colectivo. De hecho, su autora arranca la escritura de su libro cuando recibe una foto de un anciano que formó parte de esa caravana de niños que viajaron hasta el ansiado Norte, y avanza por la memoria y la historia de su país, hasta llegar a un relato común en el que la miseria se transforma en solidaridad.
Ardone demuestra en esta novela una portentosa capacidad narrativa, una maestría notable a la hora de tratar las voces del personaje, tanto de niño como de adulto —sobresaliente esta última—, y un conocimiento amplio de las herramientas para “engañar” a los consumidores de historias tan sentimentales como esta. El tren de los niños es un ejercicio de nostalgia, un atracón de añoranza, un empacho de melancolía. Desmiguen este panettone de Proust y prepárense para reír y llorar con Totó, perdón, con Amerigo.
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Autor: Viola Ardone. Título: El tren de los niños. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros y Amazon
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