El hombre caminaba penosamente por el desierto. Le quedaba poca agua y no sabía si llegaría a la famosa ciudad, rica y próspera, que le habían dicho que existía más allá del desierto. Le habían dado una orientación y la seguía religiosamente. Apenas descansaba por la noche, el tiempo justo, bien abrigado en la manta que le había regalado aquel amigo.
Llevaba días y días caminando y había momentos en que pensaba que la ciudad no existía, y que merecía la pena dejarse morir al sol, servir de pasto a los buitres y dejar que sus huesos se deshicieran en el calor y fueran cubiertos por la fina arena del desierto.
Entonces, un día, se encontró una sombra blanca. Una mujer muy hermosa, morena, suave y esbelta, envuelta en una luz blanquecina que emanaba de ella, le dijo:
—No te desanimes, sigue caminando. El desierto está en tu mente, al igual que la ciudad. Si imaginas que ya estás en la rica y próspera ciudad de la que tanto te han hablado, donde circula el oro y las plantas son frondosas y seductoras ante la vista, donde encontrarás tu mejor amor y te establecerás como un poderoso comerciante… si imaginas que estás allí ya estarás allí. Si sigues pensando que estás en medio del desierto inhóspito, seco y odioso, seguirás en el desierto. Tanto la ciudad como el desierto están en tu mente. Yo estoy en tu mente. He venido desde dentro de ti para decirte esto, para animarte y para decirte que tú eres el desierto y puedes abandonarlo en cuanto quieras. La ciudad de tus sueños también está en ti mismo, y yo te estoy esperando en ella.
Entonces la figura femenina desapareció y dejó en la arena un fino pañuelo de seda añil. Él no se planteó ninguna pregunta, sólo avivó el paso, decidido a encontrar la legendaria ciudad antes de que se pusiera el sol.
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