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El Papa que se lavó las manos

El Papa que se lavó las manos

Los historiadores saben que para comprender un acontecimiento, un personaje o un conflicto del pasado hay que hacer un esfuerzo intelectual para sumergirse en las coordenadas en que tuvo lugar. Para abreviar y decirlo en un solo término, hay que atender al contexto. No se puede mirar hacia atrás con los ojos —valores, circunstancias— de hoy en día. Pero no es fácil ese ejercicio de sumergirse en el «país extraño» que es siempre el pasado. A veces, no es solo la dificultad en sí sino que tanto los artífices de la investigación histórica como sus destinatarios, el público en general, prefieren otras vías, como instrumentar el tiempo pretérito en un sentido determinado. No se trata en estas ocasiones tanto de comprender como de usar la historia para otros propósitos, no siempre condenables como, por ejemplo, fines ejemplarizadores. Además, hay casos delicados en que es inevitable considerar implicaciones éticas. El que nos va a ocupar es uno de ellos.

Nuestra historia comienza en marzo de 1939, cuando se reúne el cónclave cardenalicio para elegir nuevo papa, tras la muerte de Pío XI. La situación internacional no podía ser más delicada. La Guerra Civil Española había entrado en su tercer año, el régimen fascista mantenía una asfixiante represión en Italia y, por encima de todo, el Tercer Reich no ocultaba su decidida voluntad expansionista, amenazando a sus vecinos europeos y desatando todas las alarmas, en particular en las vacilantes democracias de Francia y Reino Unido. Sonaban tambores de guerra por todas partes, una guerra que se temía apocalíptica después de la insólita devastación de la anterior. Cada vez se difuminaba más aquella determinación de dos décadas atrás, en 1918, cuando se dijo «nunca más».

"Hombre retraído y conservador, Pacelli era también un hábil diplomático que imprimiría a su pontificado una sólida e irrenunciable determinación: defender a capa y espada los intereses de la Iglesia"

El cónclave no deparó sorpresas. Fue elegido el favorito, que ya era hombre fuerte, como secretario de Estado, durante el pontificado anterior: se trataba del cardenal Eugenio Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. Al igual que su antecesor, Pacelli no albergaba en su fuero interno simpatía alguna por los nazis e incluso estaba muy preocupado por la situación de los católicos en la Alemania de Hitler. Pero para el nuevo papa, como para el anterior, Mussolini era otra cosa. No es que ambos suscribieran o aplaudieran su política al cien por cien, pero primaba la voluntad de mantener las formas en beneficio mutuo, tanto del régimen como de la Iglesia. Al fin y al cabo, el papado veía en el comunismo la auténtica amenaza. Todo lo que supusiera un dique a su expansión iba a gozar de cierta benevolencia.

Esta tendencia ideológica y esta actitud contemporizadora se intensificaron desde el comienzo del mandato de Pío XII. Hombre retraído y conservador, Pacelli era también un hábil diplomático que imprimiría a su pontificado una sólida e irrenunciable determinación: defender a capa y espada los intereses de la Iglesia como institución y también, pero en segundo término, amparar a los católicos allá donde estuviesen, en especial si el culto, las iglesias nacionales o los propios fieles se encontraban en dificultades o directamente acosados. Pero entiéndase bien la afirmación anterior: defender a los católicos no implicaba, ni mucho menos, interceder por los perseguidos de otras confesiones, empezando por los siempre sospechosos judíos. Incluso la defensa de los fieles católicos se supeditaba a los intereses de la Iglesia como institución o hasta del Vaticano como Estado (una genuina realpolitik).

"Ese mirar para otro lado cuando ante sus propias narices, no ya en la lejana Alemania, sino en la propia Roma, había redadas de judíos para trasladarlos a Auschwitz o tenía lugar la matanza de las Fosas Ardeatinas"

A las alturas de hoy sabemos las consecuencias inevitables de esta disposición. Pero es importante retener las claves expuestas en su dimensión exacta para calibrar las calificaciones. Nadie acusa a Pío XII de colaborar directa y activamente con las dictaduras en general —y con Mussolini y Hitler en particular— en el exterminio de poblaciones enteras, y en especial en lo relativo al Holocausto. Por supuesto que no, ¡faltaría más! Es incluso muy posible que, como dicen sus defensores, hiciera todas las gestiones discretas que pudo para librar a miles de personas de una muerte cierta. Sobre todo si eran católicos. Pero el punto esencial es la discreción. O una cierta pasividad. En unos momentos excepcionales, Pío XII no consideró oportuno emplear otras armas que la convencional mediación diplomática, con todas sus servidumbres: paciencia, secretismo, moderación, pacto. ¿Era eso lo que exigían las circunstancias? ¿Se podía asistir —desde una ética cristiana— con aparente impasibilidad a matanzas desaforadas?

Estas son las coordenadas en las que debe situarse tanto el pontificado de Pío XII como su actuación concreta, en tanto que ser humano individual. Es probable que esta vertiente —su talante, su ideología— no hubiera llamado la atención en ninguna otra circunstancia. Podría haber sido un pontífice como muchos otros, cauteloso y reservado. Pero le tocó vivir un tiempo siniestro que precisaba de un liderazgo fuerte y, más aún, un faro espiritual, una referencia moral, un consuelo ante una catástrofe descomunal. No se discute tanto lo que hizo como lo que no fue capaz de hacer. En algún caso se ha utilizado una expresión aún más dura: indiferencia moral. Ese mirar para otro lado cuando ante sus propias narices, no ya en la lejana Alemania, sino en la propia Roma, había redadas de judíos para trasladarlos a Auschwitz o tenía lugar la matanza de las Fosas Ardeatinas.

"Kertzer no carga las tintas de modo subjetivo o apriorístico: se remite a los datos, un impresionante acopio de material escrito, todo tipo de informes y documentos, muchos de ellos secretos"

Todo esto era de sobra conocido en sus líneas esenciales. Pero los archivos del Vaticano, con todos los documentos relativos a la actividad papal durante la guerra, se sellaron en 1958, tras la muerte de Pío XII. Francisco, el papa actual, autorizó su apertura y desde 2020 los investigadores pueden acceder a todos los documentos de aquel pontificado. David I. Kertzer, un especialista que ya había escrito un importante libro sobre el papa anterior, Pío XI (con el que consiguió un Pulitzer), ha consultado dicha documentación —y mucha otra complementaria en diversos archivos de distintos países— para trazar un cuadro detalladísimo de las relaciones del Vaticano con Mussolini y Hitler. Las suposiciones, inferencias o sospechas han sido, pues, sustituidas por pruebas irrebatibles.

El diagnóstico final no mejora la imagen, ya de por sí ampliamente cuestionada, de Pío XII. Kertzer no carga las tintas de modo subjetivo o apriorístico: se remite a los datos, un impresionante acopio de material escrito, todo tipo de informes y documentos, muchos de ellos secretos (el volumen contiene 140 páginas de notas en letra pequeña). Su investigación no posibilita hablar de una transformación radical de lo que ya se sabía, pero sí ofrece múltiples testimonios y detalles significativos que deterioran la tradicional línea de defensa del papa. La actitud de Pío XII no estaba tan mediatizada por la prudencia y la eficacia como por su deseo de defender en exclusiva los intereses de la institución eclesiástica, en una línea de actuación en la que no tenían cabida la caridad, la compasión ni ninguna de las virtudes cristianas.

"Cuando llevan a Jesús ante Poncio Pilato, no solo no ejerce la justicia a la que su responsabilidad le obliga, sino que se declara neutral ante la injusticia"

Hay que reconocer que desde aquí y ahora es fácil criticar. En su momento, hasta finales de 1942, Pío XII estaba convencido, como casi todo el mundo, de que el avance del Eje era imparable. Pensaba que tenía que gestionar la presencia de la Iglesia en un mundo dominado por Hitler. Lo curioso y menos justificable es que su actitud no se modificara apenas cuando cambió el curso de la guerra. Quizá porque entonces pensó que la URSS era peor que el Tercer Reich. En última instancia, puede haber múltiples razones para comprender «el silencio del papa»: razones políticas, diplomáticas, ideológicas, personales y coyunturales. Pero ninguna de ellas le absuelve de la responsabilidad moral.

En las Sagradas Escrituras hay un pasaje que todos los cristianos conocen. Cuando llevan a Jesús ante Poncio Pilato, no solo no ejerce la justicia a la que su responsabilidad le obliga, sino que se declara neutral ante la injusticia. En un acto de cobardía suprema, sabiendo que se va a condenar y ejecutar a un inocente, Pilato se lava las manos, declinando toda responsabilidad por el crimen que no se atreve a evitar, declarándose inocente de la sangre que se va a derramar. En el caso de Pilato era solo un inocente, uno solo. En el caso de Pío XII fueron millones de inocentes. Y le suplicaron a él para que hiciera algo. Pero no quiso oír el clamor de los que iban a una muerte atroz. El papa hizo como Pilato: también se lavó las manos.

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Autor: David I. Kertzer. Título: El papa en guerra: La historia secreta de Pío XII, Mussolini y Hitler. Traducción: Joan Eloi Roca. Editorial: Ático de los libros. Venta: Todostuslibros.

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