Suelo ir todas las semanas al barrio en el que me he criado. El otro día, cuando venía andando desde donde he aparcado el coche a la casa familiar, tuve que cruzar el antiguo parque en el que jugaba de pequeño con mis amigos.
Paseando por allí, he tenido un choque tremendo con el paso del tiempo y la realidad. Pero mi cabeza ha usado el modo física cuántica para que los recuerdos se mostraran nítidos en mi memoria, como secuencias de una película que estuviera viendo y viviendo. Estamos en enero, pero mi nariz detectaba olores veraniegos. He cerrado los ojos y al abrirlos estaba en una tarde de vacaciones estivales, correteando con mis amigos por la tierra del parque. Del parque nuevo, no del viejo. Por allí aparecían Mariano, Antonio, Raúl. Muchos otros acudían en sus bicicletas, algunas heredadas de sus hermanas o hermanos mayores. Otros y otras amigos corrían para llegar antes que los demás a los columpios y a una barra a la que llamábamos algo así como “el barco”. Resultaba una especie de barra central suspendida entre dos estructuras a modo de escuadras, que a su vez estaba anclada a las mismas por otros hierros que, mediante un sistema de rótulas permitían que quienes nos poníamos a los lados diéramos impulso a la barra, balanceándola de un lado a otro. Siempre había alguien valiente que decidía subirse al centro de la barra. Incluso al mismo tiempo que otros se balanceaban. Definitivamente, ésa era la mayor atracción del parque nuevo.
Allí, entre árboles que intentábamos escalar, el kiosco de la señora mayor y los columpios pasábamos el verano quienes no teníamos casa en la playa. Nos llenábamos de tierra de las formas más sencillas: tirándonos de los columpios en marcha, volcándonos cual último defensa a por el balón para evitar un gol o por el polvo que soltaban las bicicletas al derrapar. También más de uno seguía a su rueda hacia el suelo, llenándose las piernas de tierra, arena y heridas que mostrar a modo de héroe de los aqueos en la quema y destrucción de Troya. Nuestras torres eran de cemento, el caballo tenía ruedas de caucho y nuestras abuelas o madres hacían las veces de Laocoonte cada vez que alguien decía que algo, como jugar al fútbol en mitad de la calle, era una buena idea.
Pensaba en todo eso, que se aparecía en mi mente como si fuera ayer por la tarde, cuando de repente me cercioré de una cosa: justo donde estaban nuestras atracciones favoritas han crecido flores y hierbas. Parece que nuestros recuerdos han enraizado en el parque, creando una conexión a lo largo del tiempo, a modo de unos leves brotes verdes que señalan la gran equis del sitio donde una vez fuimos felices. En cierto modo, nuestras huellas han marcado la tierra de ese viejo parque, donde los señores mayores siguen sentándose en los bancos que lo rodean, contando historias de cuando ellos hacían lo mismo. Al final, la Historia en parte es contar nuestros recuerdos de la manera que mejor podamos.
El corto pero intenso paseo por el otrora llamado parque nuevo, que peina ya canas terrosas, me ha hecho pensar en cuando hacemos una excavación arqueológica. Lo que sacamos o vemos es tan solo ese recuerdo, a modo de resto material, que otras personas dejaron antes que nosotros en un mismo sitio. Cuando excavamos unos restos de épocas pasadas, le estamos dando voz a quien hizo lo que estamos excavando.
Imaginando que esto fuere una novela, podríamos situar la acción en un solar cualquiera del centro de alguna ciudad grande y con historia. Nosotros somos la arqueóloga que dirige la excavación de ese solar. Sabemos que lo que en otros tiempos fue un edificio modernista ahora es una fachada vacía por dentro, apenas un esqueleto de piedra, cemento y formas neoclásicas al exterior. Piensas que podría haberse no tirado el edificio. Total, se han perdido un montón de materiales que luego aparecerán en otro sitio que no es el suyo y, además, sabes que las casas que van a hacer no son para la gente de la ciudad, sino para futuros apartamentos turísticos de esos que quedan monos en los anuncios de las plataformas y con muebles de Ikea. Quieren que te sientas como en la ciudad, pero sin gente de la ciudad.
Llevas unos tres meses allí con tu cuadrilla excavando en un agujero de unos pocos metros cuadrados. Cuanto más bajáis, más cosas aparecen, como la presión del dueño y los promotores. Esa gente que dice gustarle el patrimonio histórico, menos si aparece en su solar. Tú solo sabes que miras para arriba y cada vez te ves más pequeña, en un agujero que te hunde en las memorias ajenas de quien vivió allí hace cientos de años. Te preguntas por qué estás allí, qué haces en ese solar. Pero hay una cosa que te devuelve la fe en tu trabajo. Todos los días a la hora de comer, después de tomar el tercer café del día, te vas tú sola al agujero de la excavación y te sientas siempre en el mismo sitio. Empiezas a mirar alrededor de ti todo lo que estáis sacando. Siempre estás en la misma piedra, miras las habitaciones excavadas, y justo en ese preciso momento esbozas una sonrisa apenas perceptible bajo el sombrero de excavación y las gafas de sol. Es exactamente en ese momento cuando, mirando esos muros baldíos, ves a quien los disfrutó. Niños y niñas jugando, señoras y señores paseando, riendo y, en fin, siendo seres humanos. Y vuelves a creer en tu profesión lo mismo que yo creo en los brotes verdes del parque nuevo.
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