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El parquímetro del bolso negro

El parquímetro del bolso negro

Un pequeño bolso negro colgaba en el hombro de Daniela, llamaba la atención porque sobresalía un desodorante en spray. Nos presentaron en la inauguración de una galería de arte. Daniela sostenía en una mano el catálogo de la exposición y en la otra, una libreta en la que tomaba notas. Al saludarnos me plantó dos besos, de esos que se imprimen en la cara. Estábamos en un corrillo con hombres trajeados y mujeres con vestido, en estos eventos la ropa elegante avala las opiniones. Éramos los más jóvenes y eso nos convertía en receptores de monólogos. Los hombres reducían el círculo alrededor de Daniela, sujetaban su copa de vino por la base, olfateaban y daban tragos moderados, parecían orquestados. Daniela había dejado su carmín impreso en el filo y sus uñas de gel golpeaban el cristal. Cada vez que pasaba el camarero éramos los únicos que cogíamos una copa y dejábamos otra. Ambos bebíamos con sed o quizá fuera ansiedad. Los hombres trajeados hablaban sin parar, las mujeres intentaban decir algo y Daniela asentía educadamente, de vez en cuando me miraba y yo corregía mi postura y mi gesto. Nuestras intervenciones fueron cruzadas, comentábamos algo sobre los cuadros, pero siempre nos interrumpían. Estábamos con los listos de la clase.

En la galería se exponía una colección de arte abstracto, algunos eran artistas reconocidos, pero la mayoría eran emergentes. Es una vieja estrategia, la comparación entre los precios hace que los novatos se vendan mejor. Según nos dijeron, llevaban más de la mitad vendidos, esos cuadros decoran sin esfuerzo las casas, no imponen su presencia y entretienen a los invitados ofreciendo interpretaciones sobre el significado de los manchones. Alguien dijo de una de las pinturas, que parecía un laberinto, pero se insinuaba la forma de un frutero con una pera, un plátano y un kiwi. Daniela dijo que veía una de esas máquinas para pagar el aparcamiento, quien lo ha pintado ha tenido que pagar multas por estacionar demasiado tiempo en el mismo lugar. Alguien preguntó si era un parquímetro y miró el cuadro asintiendo. Ese comentario, o quizá sus ojos azules de niña obligada a ser adulta, desenlutó mi deseo y me acerqué a ella.

"El director de la galería pronunció un discurso sobre la colección. Yo buscaba a Daniela alrededor. El arte abstracto ha cambiado la concepción de nuestra subjetividad"

Ignoramos a los hombres trajeados. Me contó que llevaba poco tiempo en Madrid y que buscaba trabajo como periodista cultural, la habían invitado a la exposición para escribir una reseña en una revista digital que no le pagaba. Por las mañanas trabajaba en la recepción de un hotel. Uno de los camareros, de esos que tienen el rostro cansado pero sonríen adiestrados, nos ofreció unos canapés, cogí uno y Daniela acarició mi mano con sus uñas. Se lo ofrecí, pensando que queríamos el mismo, aunque todos eran de salmón sobre queso untado. Lo rechazó, no cogió ninguno. Daniela estaba viviendo de prestado en camas y sofás de amigos. Llevaba semanas buscando piso, pero solo había encontrado cuchitriles oscuros, caros y pagando dos meses de fianza por adelantado. No me lo contó desde el victimismo, había algo combativo y alegre en su forma de hablar. La gente siguió comentando los cuadros con fingido entusiasmo, utilizando adjetivos como “delicioso” o “exquisito”, en un primer momento pensé que se referían a los canapés. Llegaron nuevas personas, el grupo se dividió y Daniela desapareció.

El director de la galería pronunció un discurso sobre la colección. Yo buscaba a Daniela alrededor. El arte abstracto ha cambiado la concepción de nuestra subjetividad. Así terminó el discurso y todo el mundo aplaudió. Pensé que el arte es una mentira, pero no hay que subestimar el poder de las mentiras que nos contamos para sobrevivir o para vender.

Cuando nos echaron, volví a verla en la puerta junto a un hombre trajeado que le entregaba una tarjeta y le hablaba con la grosera suficiencia de quien tiene mucho dinero. Su desodorante ahora estaba al revés. Nos quedamos solos, me preguntó si había visto el parquímetro. Negué con la cabeza, ella dijo que tampoco. No se ha vendido, dijo. Afloró una tímida risa que inauguró una complicidad adolescente. Puso el catálogo y la libreta bajo su axila, sacó su teléfono del bolso y empezó a toquetearlo. Levantó la mirada y me sonrió, ofreció llevarme a casa, había pedido un taxi. Dije que vivía al lado, no era necesario. Me pidió el teléfono, cuando lo anotaba me preguntó por mi nombre, si no se lo decía me apuntaría como el chico que no habla. Cuando puse la alarma antes de acostarme vi un mensaje de Daniela.

"Me avisó de que llegaría tarde, mi ex siempre era puntual. Al final se retrasó casi una hora, cuando llegó intenté enjuagar mi enfado con un trago"

Tardé dos semanas en responder, me da vergüenza confesar el motivo de mi demora. No tardó mucho en contestar con un Hola. Todo bien que no invitaba al diálogo. Tiré del hilo con preguntas sobre el trabajo (le habían puesto horario nocturno) y cómo llevaba la búsqueda de uno nuevo (me dijo que si no conoces a nadie, no eres nadie). Le propuse quedar para tomar algo. Mi pregunta embarró durante horas. Me contestó con un sin apetito.

Horas antes del encuentro, me temblaba el pulso. Dudé entre varias camisetas y pantalones. Toda mi ropa interior había perdido el color vibrante de los estrenos. Salí de casa para comprar unos calzoncillos, la dependienta, ante mis dudas, taladró con una pistola de etiquetado la goma del calzoncillo para que quedase cerrado, como prueba de no habérmelo puesto en casa y pudiera devolverlo. Cuando me quité la ropa frente al espejo vi que mi zona púbica necesitaba un arreglo. Hacía tiempo que no me enfrentaba a mi desnudez. Me senté en el bidé armado con una cuchilla y la maquinilla de afeitar sin saber muy bien por dónde empezar. Al rasurar entre la ingle y un testículo brotó un hilo de sangre. Un chorro de agua enfureció la herida. Esperé aireando la zona, pero una lombriz roja recorría mi muslo derecho. Empecé colocando pequeños pedacitos de papel higiénico, pero pronto tuve que doblar fragmentos más grandes que se teñían al instante. Miré el corte, era más profundo de lo que esperaba. Puse una tirita y papel higiénico para que no se manchara el calzoncillo que inauguraba.

"Dejó el móvil bocabajo en la barra. Tras apretar sus labios se quedó mirándome fijamente, me dijo que le gustaba interpretar la mirada, es como un cuadro abstracto"

Me avisó de que llegaría tarde, mi ex siempre era puntual. Al final se retrasó casi una hora, cuando llegó intenté enjuagar mi enfado con un trago. La vi entrar, hice un gesto con la copa de vino en mi mano, me pidió perdón y dos besos estampados, le ofrecí vino, le gustó y pedí otra. De su bolso sobresalía un frasco de perfume, la cremallera de nuevo abierta parecía una sonrisa que se burlaba de mí. Había elegido un bar bullicioso cerca de mi casa, el ruido me hace menos tímido. Desde hace algún tiempo me costaba salir del barrio, como si una cuerda invisible me mantuviese atado a la proximidad de lo conocido. Hablé de la denominación del vino simulando saber algo, nos trajeron una tapa de queso. Mientras Daniela lo mordisqueaba con gesto de ratón travieso, comiéndose incluso las cortezas, me contó que había quedado con el hombre trajeado que le había dado su tarjeta, buscaba trabajo, pero solo había mostrado interés por acostarse con ella. Pensaba que tú no me contestarías, me dijo en tono de reproche embadurnado de dulzura.

Colgó el bolso del respaldo de su asiento, intenté cerrárselo. Me dijo que no me molestara, no cerraba. Me excusé diciendo que le podían robar o perder algo. Bebimos otra vez con sed, pedí otra, trajeron chorizo, también se comió las hebras. Sacó un pintalabios y el móvil, que utilizó como espejo mientras se retocaba. Dejó el móvil bocabajo en la barra. Tras apretar sus labios se quedó mirándome fijamente, me dijo que le gustaba interpretar la mirada, es como un cuadro abstracto. Oye, no te pregunté qué hacías en la exposición. Pinté el parquímetro, contesté. Rompió en una carcajada. Una ronda más, trajeron cuatro croquetas frías que parecían salidas de un naufragio. Los camareros comenzaron a dar la vuelta a las sillas sobre las mesas. Daniela bebió de un trago la mitad de su copa, la imité. Le propuse ir a mi casa; era la primera vez que invitaba a alguien desde que mi ex se fue.

"Volví al sofá, el bolso seguía abierto, el frasco de perfume volvía a sobresalir y la caja había desaparecido. Tuvo que verme asustado, porque me preguntó si estaba bien. Dije que sí, me excusé porque tenía que madrugar al día siguiente"

Nuestra distancia se estrechó en el ascensor, la puerta no cerraba porque golpeaba mi espalda, tuve que acercarme a ella. El olor de su champú se mezcló con el olor a basura, alguien la habría sacado hace poco. Miraba el suelo, sus zapatos se pusieron de puntillas y al levantar la vista me tropecé con un beso. Al abrirse las puertas del ascensor salí marcha atrás, se me cayeron las llaves que sonaron como un grito en la noche del descansillo. Ofrecí vino y sofá, aceptó lo primero, pero eligió ojear los libros de la estantería del salón. Le entregué una copa y me senté, ella dijo que podía hacerse una idea de mi personalidad por las cosas que leía. ¿Y cómo soy?, tuve que preguntar. Tienes un enano en la cabeza que no deja de fabricar ideas. Me sonrió, tomé un libro de arte abstracto, me senté y pasé las páginas sin que diese tiempo a detenernos en nada, puso su pierna sobre la mía. Recorrimos el libro en silencio, al terminarlo, volví a la página inicial, tomó mi cara entre sus uñas de gel y reanudó el beso donde lo dejó. Recibí su humedad pasivamente, no sé cuánto duró.

Abrí los ojos y vi su perfume y una caja de medicamentos que se habían escapado del bolso. Sertralina 50 mg. Volví a cerrar los ojos, deslicé mis manos por debajo de su falda para tantear su otra humedad. Me levanté con la excusa de ir al baño. Cuando cerré la puerta saqué mi móvil y busqué Sertralina: es un antidepresivo perteneciente al grupo de los inhibidores selectivos de la recaudación de serotonina. Era la dosis más alta, recomendada para los casos más severos de depresión con brotes psicóticos y tendencias suicidas. Volví al sofá, el bolso seguía abierto, el frasco de perfume volvía a sobresalir y la caja había desaparecido. Tuvo que verme asustado, porque me preguntó si estaba bien. Dije que sí, me excusé porque tenía que madrugar al día siguiente. Daniela me inspeccionaba desde el sofá, no me senté, dijo que entonces se marchaba, pero no se levantaba, cogí el libro y lo devolví a su lugar. Me miraba, evité sus ojos azules y al niño que hace años sabía jugar. Recogí las copas de vino a medio beber y las llevé hasta la cocina. Cuando regresé ya estaba levantada con su bolso colgando del hombro, le acompañé hasta la puerta. Fui a darle un beso, pero lo detuvo posando su dedo índice sobre mis labios. Quiero besarte a ti, no a todos tus fantasmas, susurró. Escuché el ascensor bajar, y mi pensamiento bajó con ella a otra vida, otros bolsos donde todo cabía y el mundo parecía un lugar cerrado. También vino la voz de mi madre, diciéndome que me casara, que tuviese hijos, un trabajo estable, los pañales no se pagan con pinturas, que evitara quedarme solo a partir de los 30, porque solo quedan las sobras, lo que nadie quiere. Volví al baño, quité el papel y despegué la tirita, la herida ya no sangraba. Bajé al trastero, removí unas cajas y la bicicleta, recogí el caballete, algunos lienzos y las pinturas. Esa noche volví a pintar, al principio el pincel se movía con torpeza, corregía una y otra vez, pero poco a poco las manchas dieron forma a un parquímetro que sobresalía de un bolso negro.

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