Han pasado cuatro años desde que llegó a las librerías la primera novela de Laura Castañón (Revallines, 1961), una autora que pese a haberse mantenido inédita hasta entonces no era ni mucho menos debutante en el ecosistema cultural. A sus trabajos organizando eventos y desempeñando tareas diversas en el campo de la comunicación, sumaba una larga trayectoria impartiendo talleres literarios que cristalizó definitivamente en aquel título inaugural, Dejar las cosas en sus días. En él construía una epopeya familiar en torno a una estirpe cuya peripecia a lo largo de las décadas se iba desgranando mediante narraciones paralelas que avanzaban en dos tiempos, pasado y presente, transitando por episodios históricos y personajes que iban dejando constancia de los secretos y las medias verdades desplegadas alrededor de varias vidas que abarcaban todo un siglo.
Ahora que se acaba de publicar la segunda novela de la escritora asturiana, La noche que no paró de llover (Destino), creo que es pertinente destacar algo que no he visto reflejado en los artículos que sobre ella se han escrito —o al menos en los que han caído ante mis ojos— y que considero relevante para calibrar con exactitud la envergadura del reto literario al que ha querido enfrentarse Castañón, así como de los buenos resultados que está obteniendo su propósito. Y es que La noche que no paró de llover plantea un argumento totalmente alejado de la obra que le sirvió de debut y es, en ese aspecto, un libro independiente, pero a la vez se mantiene en las coordenadas de aquella primera novela, cuyo universo se recupera y ensancha en una sutil maniobra que parece presagiar nuevas exploraciones. Si en Dejar las cosas en sus días se desarrollaba una narración omnisciente que saltaba de una época a otra, en este nuevo título se indaga en el pasado siempre desde el presente, aunque son dos las voces que se ocupan de glosar esa labor casi detectivesca; sin embargo, se retoman personajes que hace cuatro años fueron nucleares, y que ahora ocupan un brumoso segundo plano, y se mantiene y fortalece uno de los dos escenarios de entonces: el Gijón contemporáneo desde el que Aida Montañés intentaba arrojar luz sobre las viejas historias de su linaje, cuando éste aún tenía su cuartel general en el poblado minero de Bustiello, en el límite entre los municipios de Mieres y Aller.
La noche que no paró de llover arranca con la mudanza a Gijón de Laia Vallverdú y Emma, una pareja que decide iniciar una vida en común a orillas del Cantábrico, y con la apertura por parte de la primera de un gabinete de psicología al que pronto acude una peculiar anciana, Valeria Santaclara, con el fin de pedir ayuda: necesita reunir fuerza de ánimo para abrir un sobre que su hermana le dejó en prenda tras su muerte y cuyo contenido parece albergar alguna suerte de confesión, relacionada con una noche antigua de lluvia incesante, para la que no cree estar preparada. ¿Por qué elige la enigmática mujer, orgullosa abanderada de la rancia burguesía local, los servicios de una psicóloga recién llegada a la ciudad? La respuesta se desvela pronto y resulta fundamental para avanzar por los laberintos que paulatinamente irá tejiendo la narración: la consulta se ubica en el mismo lugar, un primer piso de la recoleta Plazuela de San Miguel, en el que muchos años atrás ella tuvo su vivienda familiar. El espacio donde alumbró y forjó su personal concepción del mundo, pero también el escenario de los sucesos que definieron aquella trágica noche de diluvios cuyos ecos no dejaron nunca de resonar en su cabeza.
Hasta aquí el planteamiento. A continuación, casi quinientas páginas en las que la prosa fluida de Laura Castañón compone un retrato coral en el que los acontecimientos de la guerra, y sus repercusiones, se anudan con los conflictos de clases que emergían en el Gijón de principios del siglo pasado y con las obsesiones y desvelos de unos personajes que son hijos de su tiempo y progenitores de un presente imperfecto. La trama se desarrolla en capítulos de vocación fragmentaria que sólo al intercomunicarse irán resolviendo las complejidades de la narración. Hay una voz cuya identidad, aunque intuyamos desde el principio, sólo se corroborará con la obra ya avanzada; hay retales del diario que Emma escribe recién concluida la mudanza para dejar constancia de su entregada historia de amor con Laia; y hay una narradora que todo lo sabe, aunque no diga nunca una pizca más de lo que corresponde, y que reparte su atención entre las conversaciones que mantienen Valeria y su psicóloga y las difíciles cuitas de Feli, limpiadora de la residencia donde vive la anciana Santaclara y cuya historia reserva sus propias cuentas pendientes. Hay también un pequeño relato intercalado, el de la maestra de un lugar ficticio llamado Nozaleda del que es muy posible que tengamos noticia en libros próximos. Se alude, además, a asuntos que nos resultan plenamente vigentes —quizá porque lo han sido siempre— y que marcan el día a día de la no siempre feliz pareja que lleva el timón del argumento, como pueden ser las dificultades de la convivencia o el instinto maternal. Y hay, sobre todo, una rendición incondicional a los placeres del contar, sin limitarse a la hora de tomar desviaciones secundarias o intercalar apostillas capaces de aportar matices que la mera linealidad diluiría.
De ahí que venga al caso una última observación. La acción de la novela, ya lo he dicho, se desarrolla en un presente desde el que se tratan de corregir las inexactitudes de la memoria, esa interpretación del pasado que tiene que ver no con el curso real de los acontecimientos, sino con el modo en que uno los recuerda. Pero en ese empeño se va trazando, como por azar, una exacta radiografía del Gijón de nuestros días, sin escatimar las alusiones directas a hechos y personajes conocidos y recientes —se habla en el libro de la reconversión industrial, del Xixón Sound y hasta del ex-alcalde Tini Areces—, y también a enclaves ante los que cualquier transeúnte actual pasa a diario. Laura Castañón suma su nombre así al de una tradición en la que ya constan las firmas de Alfonso Camín, Joaquín Alonso Bonet, Luciano Castañón, Faustino González-Aller o Pablo Rivero y que ha querido darle a Gijón talla literaria, acaso para combatir ese marchamo de bien novelada que desde antiguo porta la vecina Oviedo —que juega con ventaja, ya que en ella inspiraron Clarín la Vetusta por la que camina y sufre La Regenta y Pérez de Ayala el Pilares por cuya plaza del mercado merodea Tigre Juan— o tal vez por el convencimiento de que ese cantón orientado hacia los tempestuosos vientos del Cantábrico también tiene historias que merecen ser contadas. La noche que no paró de llover es, como se ve, muchas cosas que no estaría bien perderse, y no sólo deja en el lector el regusto de los platos cocinados con esmero. También le lleva a preguntarse cuál será el próximo as que su autora tiene previsto sacarse de la manga.
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Autor: Laura Castañón. Título: La noche que no paró de llover. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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