Novela autobiográfica de Ulrich Alexander Boschwitz, el manuscrito de El pasajero (editorial Sexto Piso), pasó décadas en el Archivo del Exilio de la Biblioteca Nacional de Alemania, hasta ser descubierto y publicado el año pasado en ese país, convirtiéndose en un verdadero acontecimiento literario. Ulrich Alexander Boschwitz falleció trágicamente antes de cumplir los treinta años.
Alemania, 1938. El comerciante judío Otto Silbermann es un miembro respetado de la sociedad. Tras la Noche de los Cristales Rotos, comprueba que muchos de sus amigos y familiares han sido detenidos o han desaparecido. Consciente de ser el blanco perfecto del odio, procura hacerse invisible. Aferrado a un maletín con el poco dinero que ha logrado salvar, toma un tren tras otro, tratando de hallar la manera de huir de Alemania y fugarse al extranjero.
Zenda publica las primeras páginas.
CAPÍTULO 1
Becker se levantó, dejó su puro en el cenicero, se abotonó la chaqueta y, con actitud condescendiente, puso su mano derecha en el hombro de Silbermann.
–En fin, Otto, cuídate. Creo que estaré de vuelta en Berlín mañana. Si ocurre cualquier cosa, me llamas a Hamburgo.
Silbermann asintió.
–Sólo te pido un favor –dijo–: no empieces a jugar de nuevo, tienes demasiada suerte en el amor. Además, pierdes… nuestro dinero.
Becker soltó una risa de fastidio.
–¿Por qué no dices mejor «tu dinero»? –preguntó–. ¿Es que acaso alguna vez, una sola…?
–No, eso no –se apresuró a interrumpirlo Silbermann–. Es sólo una broma, lo sabes, pero aun así sabes que eres imprudente. Una vez te pones a jugar, te cuesta parar, y si antes has cobrado ese talón…
Silbermann interrumpió la frase y continuó hablando en un tono más sosegado:
–Tengo plena confianza en ti. A fin de cuentas, eres una persona razonable. Pero me apena cada marco que pierdes en la mesa de juego. Y como socios que somos, que pierdas tu dinero me desagrada tanto como si fuese el mío.
La cara ancha y bonachona de Becker, que por un instante se había plegado en unas arrugas malhumoradas, se iluminó de nuevo.
–No nos engañemos, Otto –dijo en tono jovial–. Cuando pierdo, lo que pierdo es tu dinero, por supuesto. Yo no poseo ninguno –añadió, y soltó una risotada.
–Somos socios –repitió Silbermann con énfasis.
–Claro –dijo Becker, poniéndose serio de nuevo–. Entonces, ¿por qué hablas conmigo como si fuera tu empleado?
–¿Te he ofendido? –preguntó Silbermann, en un tono en el que se mezclaban cierta leve ironía y un débil temor.
–Tonterías –respondió Becker, adulador–. ¡Viejos amigos como nosotros! Tres años en el frente occidental, veinte años colaborando, unidos. Vamos, hombre, no puedes ofenderme, a lo sumo haces que me enfade un poco. –De nuevo le puso la mano en el hombro–. Otto –dijo ahora con voz enérgica–. En estos tiempos de inseguridad y en este turbio mundo hay sólo una cosa en la que uno puede confiar: la amistad. ¡La verdadera amistad entre hombres! Tenlo muy presente, viejo amigo, para mí tú eres un hombre, y un hombre alemán, no un judío.
–Lo soy, soy judío –dijo Silbermann, que conocía la predilección de Becker por las frases faltas de tacto y poco concisas y temía que éste pudiera perder el tren debido a su manera brusca pero sincera de desahogarse. Pero Becker tenía uno de esos momentos suyos de exaltación y no permitiría que le descontaran ni un solo segundo.
–Quiero decirte una cosa más –anunció sin prestar atención al nerviosismo de su amigo, al que tantas veces, quizá demasiadas, había abierto su corazón–. Soy un nacionalsocialista. Dios sabe que nunca te lo he ocultado. ¡Si fueras un judío como los demás, un auténtico judío, hubiera seguido siendo tu procurador, pero jamás me habría hecho tu socio! No soy el típico goy que se presta a dar reputación a un judío, no lo soy ni lo seré nunca, pero tú eres un ario en el cuerpo de un judío. Estoy convencido. ¡En el Marne, el Yser, el Somme, nosotros dos, chaval! Que alguien venga a decirme que tú…
Silbermann miró a su alrededor buscando al camarero.
–¡Gustav, vas a perder el tren! –dijo, interrumpiendo al otro.
–¡Me importa un bledo el tren! –dijo Becker, sentándose de nuevo–. Quiero tomar otra cerveza contigo –dijo, emocionado.
Silbermann dio un breve puñetazo sobre la mesa.
–Por mí puedes seguir emborrachándote en el tren –replicó, alterado–. Tengo que acudir ahora a esa negociación.
Becker resopló, ofendido.
–Como quieras, Otto –respondió, transigiendo–. Si yo fuera antisemita, no te aguantaría ese tono de sargento. ¡Por lo general, no se lo permito a nadie! Sólo a ti. –Entonces se puso de pie una vez más, cogió el maletín de la mesa y dijo, riendo–: ¡Y aun así insistes en ser un judío!
Con gesto de fingida admiración, sacudió la cabeza, hizo un nuevo gesto de asentimiento a Silbermann y abandonó la sala de espera de primera clase.
Su amigo lo siguió con la mirada. Silbermann comprobó con inquietud que Becker se tambaleaba un poco al caminar, chocaba contra las mesas y se mantenía recto como una vara, como hacía cada vez que estaba seriamente borracho. «No le ha sentado nada bien», pensó Silbermann. «Debió seguir en su cargo de procurador. Entonces era una persona digna de confianza, discreta y decente, un magnífico empleado. Pero no le sienta bien tener suerte. Si al menos no estropeara el negocio antes de cerrarlo. ¡Si no tuviera esa adicción al juego!». Silbermann frunció el ceño.
–La suerte lo ha vuelto ineficiente –murmuró con enfado. Fue entonces cuando se acercó el camarero, tras haber estado buscándolo un buen rato en vano.
–¿Aquí se viene a esperar el tren o al camarero? –preguntó Silbermann en tono mordaz, pues era alérgico a todo cuanto oliera a desorden, y no estaba hoy de muy buen humor.
–Perdone –respondió el camarero–; es que en la sala de segunda clase un caballero se quejó porque creía estar sentado delante de un judío. Pero el hombre no era judío, sino sudame ricano, y como sé algo de español, me llamaron a mí.
–Bueno, está bien –dijo Silbermann, levantándose. Apretó la boca hasta formar una finísima raya con ella, y sus ojos grises clavaron una mirada severa en el camarero, que otra vez intentó apaciguarlo.
–Se lo aseguro, el hombre no era un judío –insistió. Por lo visto, creía que su cliente era algún militante del Partido especialmente intransigente.
–No me interesa. ¿Ha partido ya el tren a Hamburgo?
El camarero miró al reloj instalado encima de la salida hacia los andenes.
–Las siete y veinte –dijo, como si pensara en voz alta–. El tren de Magdeburgo está saliendo ahora. El de Hamburgo parte a las siete y veinticuatro. Si se da prisa, podrá alcanzarlo. Ya me gustaría a mí poder echar a correr detrás de un tren, pero aquí… –dijo, y limpió con la servilleta algunas migas de pan dispersas sobre el mantel–. Lo mejor sería –añadió, retomando el tema anterior– que los judíos tuvieran que llevar algún brazalete amarillo. Así por lo menos no habría confusiones.
Silbermann lo observó.
–¿De veras es usted tan cruel? –preguntó en voz baja y lamentó sus palabras en el preciso instante en que las decía. El camarero lo miró como si no hubiese entendido bien. Por lo visto, estaba asombrado, pero no abrigaba sospecha alguna, ya que Silbermann no mostraba ninguno de los rasgos por los que, según los expertos en temas raciales, se reconocía a un judío.
–A mí me da igual –dijo el hombre por fin, con cautela–. Pero sería bueno para los demás. Mi cuñado, por ejemplo, tiene cierto aspecto de judío, aunque es ario, claro. Pero tiene que estar dando explicaciones y demostrándolo a cada momento. A la larga, no se le puede pedir tal cosa a una persona.
–No, tal vez no –admitió Silbermann, que pagó la cuenta y se marchó.
«Increíble», pensó. «Sencillamente increíble…».
Tras salir de la estación, Silbermann subió a un taxi y puso rumbo a su casa. Las calles estaban atestadas de gente y había hombres uniformados por todos lados. Los vendedores de periódicos voceaban los titulares de sus diarios, y a Silbermann le pareció que tenían buena acogida. Por un instante, valoró si se compraba o no un periódico, pero desistió, pues creía estar al tanto ya, por anticipado, de unas malas noticias que seguramente le incumbían.
Tras un breve trayecto en el taxi, se vio delante del edificio donde residía. La señora Friedrichs, la esposa del conserje, estaba en la escalera y lo saludó cortésmente; en cierto modo, a Silbermann le alegró que su comportamiento no hubiese variado. Mientras subía la escalera de mármol forrada con una alfombra de felpa roja, cobró otra vez conciencia –ideas que últimamente se habían convertido en un hábito– de lo irreal de su existencia.
«Vivo como si no fuese un judío», se dijo, sorprendido.
«En este momento soy un ciudadano bajo amenaza, aunque aún tenga dinero y hasta ahora no me hayan tocado un pelo. ¿Cómo se llega a una situación así? Vivo en un piso moderno de seis dependencias. La gente me habla y trata como si fuera uno de ellos. Casi llego a sentir mala conciencia, pero, al mismo tiempo, me entran ganas de gritarles la verdad –que soy judío, que formo parte de los otros– a esos embusteros, que actúan como si continuara siendo lo que he sido hasta ahora. ¿Qué fui? O mejor dicho: ¿Qué soy? ¿Qué soy en realidad? ¡Un insulto con patas! ¡Y nadie nota que lo soy!
»Ya no tengo derechos. Sólo por decencia, o por hábito, muchos hacen como si los tuviera. Mi existencia se basa únicamente en la mala memoria de aquellos que la quieren destruir de forma definitiva. Me han olvidado; de hecho, ya me han degradado, sólo que la degradación no se ha consumado aún de cara al público».
Silbermann se quitó el sombrero y saludó a la esposa del consejero privado Zänkel con un «¡Buenos días, estimada señora!», justo cuando ésta salía por la puerta de su vivienda.
–¿Qué tal está? –preguntó ella en tono afectuoso.
–En principio, bien. Y usted, ¿qué tal está?
–Bastante bien, gracias. Como corresponde a una señora de edad.
Cuando iba a despedirse, le tendió una mano a Silbermann.
–Tal vez sean tiempos difíciles para usted –dijo aún, con gesto de compasión–. Tiempos terribles…
Silbermann se limitó a mostrar una breve y atenta sonrisa que era a la vez cautelosa y reflexiva y no implicaba aprobación ni rechazo.
–En principio, nos han asignado un extraño papel… –dijo por fin.
–Pero también es una época grandiosa –dijo ella, a modo de consuelo–. Tal vez se cometa una injusticia con ustedes, pero por ello mismo deben mostrarse ustedes justos, comprensivos.
–¿No es eso pedir demasiado, estimada señora? –le preguntó Silbermann–. Yo, por cierto, ya ni pienso, he perdido la costumbre. De esa manera se lleva todo mejor.
–A usted nunca le harán nada –le aseguró ella y dio un golpe resuelto en el peldaño con el paraguas que su diestra sostenía con firmeza, como insinuando que ella no permitiría que lo molestaran. A continuación, hizo un gesto para darle ánimos y pasó por su lado.
Al llegar a su apartamento, Silbermann le preguntó de inmediato a la sirvienta si el señor Findler había llegado ya. La mujer asintió, y Silbermann, tras haber dejado el sombrero y el abrigo, entró al despacho en el que lo esperaba su huésped.
Theo Findler estaba de pie delante de un cuadro que contemplaba con evidente mal humor. Cuando oyó que la puerta se abría, se dio rápidamente la vuelta y dedicó una sonrisa al que entraba.
–¿Y bien? –preguntó, y frunció el ceño, como hacía cada vez que hablaba, lo cual le marcaba en la frente unas arrugas profundas que, según él, le conferían cierta importancia–. ¿Cómo está usted, querido? Temía ya que le hubiese ocurrido algo. Uno nunca sabe… ¿Ha pensado en mi última oferta? ¿Cómo está su esposa? Aún no la he visto hoy. Y Becker se habrá marchado a Hamburgo, ¿no?
Findler inspiró profundamente, estaba a punto de iniciar uno de sus monólogos.
–¡Ustedes dos son gente eficiente de la que uno puede aprender mucho! Ese Becker tiene un cerebrito de judío. ¡Jajajaja! ¡Lo conseguirá, lo conseguirá! Yo, con muchísimo gusto, habría participado en ese negocio, pero quien llega tarde, llega tarde, ¿no? Por cierto, ¿de dónde ha sacado ese cuadro horrible? No entiendo cómo puede alguien colgar un cuadro así. Ya no hay orden en las cosas. Ustedes son todos bolcheviques de la cultura. No crea que voy a añadir ni un solo billete de mil marcos a mi última oferta. De eso nada. No podría. Me toma usted por un hombre rico. Todos lo hacen. Si al menos supiera cómo la gente puede pensar algo así. ¡Pero si hasta los impuestos debo todavía! Y hablando de impuestos, ¿no podría conseguirme o recomendarme a un gestor fiscal competente? Entiendo algo del asunto, pero no tengo tiempo para ocuparme de ello como debiera. Ah, los impuestos, esos malditos impuestos. ¿Es que voy a sostener yo solo a todo el Reich? ¡Dígame! ¿No me dice nada? ¿Y bien? ¿Ha meditado ya sobre el asunto? ¿Acepta la oferta? En fin, creo que su mujer ha de tener algo en mi contra. No le he visto el pelo. Y no lo entiendo. ¿Acaso me toma a mal que no les hayamos saludado hace unas noches? Pero, caramba, ¡es que no podíamos! ¡Aquel local estaba lleno de nazis! Mi mujer me estuvo cuchicheando al oído que debíamos pasar a saludar. Pero la convencí de que Silbermann era un tipo sumamente razonable, demasiado quizá, que comprendería que no pudiera comprometerme por culpa suya. ¿Y bien? Dígame, Silbermann, hable de una vez. ¿Quiere vender la casa o no?
Findler parecía haber acabado de hablar; en todo caso miraba ahora a su interlocutor lleno de expectación. Los dos hombres tomaron asiento en torno a la mesa para fumadores, pero Findler se dejó caer en la butaca de un modo demasiado brusco, por lo que acabó frotándose la cadera izquierda con expresión concentrada y dolorida.
—————————————
Autor: Ulrich Alexander Boschwitz. Título: El pasajero. Editorial: Sexto piso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: