Durante la E.S.O. algunos profesores, encargados de asesorarnos sobre nuestro futuro, nos dividían en dos grupos: los tontos y los listos. La división no era así de explícita, aunque todos sabíamos en qué grupo estábamos. Había un criterio: si obtenías buenos resultados en matemáticas, debías elegir un itinerario científico o tecnológico, era un orgullo; si tus resultados no eran buenos en esa materia, el rumbo era salir de la E.S.O por la vía del módulo, el bachillerato artístico o de humanidades. Esta temprana disección determinaba en gran medida el futuro de cada adolescente, visto así, parece un tipo de darwinismo científico: solo el buen matemático tendrá proyección laboral.
La obra de un artista puede inspirarnos sobre un horizonte de sentido que motive nuestras decisiones. Alguien me contó que después de ver la obra de teatro Marat/Sade decidió divorciarse de su pareja, otra persona me contó que recorrió el mundo tras leer a Joseph Conrad. La pregunta ante el sentido de la existencia no queda resuelta tras una lectura o la visita a un museo, pero nos obliga a cuestionarnos cómo sintieron, cuáles fueron sus preocupaciones y, en consecuencia, nos incita a preguntarnos cómo queremos vivir. Si las humanidades y las artes tuviesen un objetivo específico como lo tiene la ciencia y la tecnología, este sería poner en duda nuestras creencias emocionales y morales. Tal objetivo no se puede garantizar, pero detrás de una obra de arte se esconde la promesa latente de la autorreflexión (si no se confunden las humanidades y las artes con el inofensivo entretenimiento).
La ciencia puede inspirarnos como metodología o herramienta para saber cómo dominar el medio, pero asignarle el monopolio interpretativo sobre eso que llamamos lo humano sería peligroso, incluso absurdo, como comprar un teléfono móvil de última generación pensando que dispondrá de una agenda de amigos íntimos a los que llamar cuando estemos mal o queramos divertirnos. El móvil es un instrumento muy útil, pero las personas a las que llamamos las decidimos de acuerdo a los valores que compartimos. En sentido opuesto, igual de absurdo resultaría que un cirujano que debe operarnos no posea la ciencia y la destreza para hacerlo, y en su lugar nos hablase sobre las paradojas que sentimos cuando estamos enamorados.
Según Max Weber, solo las humanidades y las artes nos sitúan frente a la cuestión de ‘qué quiero hacer con mi vida’. El resto de los saberes son instrumentales, y ese carácter instrumental hace posible la vida, pero no la significa. En La ciencia como vocación, Weber escribió: «todas las ciencias de la naturaleza responden a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida. Las cuestiones previas de si debemos y, en el fondo, queremos conseguir este dominio y si tal dominio tiene verdaderamente sentido son dejadas de lado o, simplemente, son respondidas afirmativamente de antemano».
Muchos profesores encargados de orientar a sus estudiantes parecen responder afirmativamente de antemano. Quizá muchos no se han percatado de que están en gran medida reproduciendo una lógica capitalista que antepone el rendimiento y la productividad científico-tecnológica por encima de la tarea de darse un sentido. Muchas veces se considera esta actividad algo privado, pero si los profesores no ofrecen algo más que datos e instrumentos para aprobar, ¿en qué momento un estudiante adquirirá capacidad crítica y una alternativa interpretativa al mundo que vivimos?
Vivimos un tiempo que inflama el valor de los instrumentos como si estos, por sí mismos, pudiesen ofrecer un sentido vital. Cogemos un avión no por el mero placer de volar (aunque ya existen los vuelos comerciales que no van a ninguna parte), por el contrario, compramos un vuelo porque deseamos descubrir una nueva cultura, marcharnos de vacaciones o visitar a un ser querido. La finalidad del viaje no puede reducirse al instrumento que nos acerca a aquello que deseamos. El desconcierto que vivimos entre medios y fines tiene relación con esa herencia educativa de elegir lo admirable por proporcionar beneficios instrumentales, y desdeñar el cuestionamiento existencial que nos proporcionan las humanidades y las artes. Si interpretamos la vida bajo el monopolio de la ciencia, entonces lo humano será traducible a un mero objeto de dominio, y actos tan improductivos e ineficientes como amar, quedarán reducidos a parámetros cuantificables de beneficios materiales.
Francamente, no sé si los opinadores viven en otra dimensión o es que no tienen hijos, o no recuerdan su niñez, o sólo leen autores de mucho renombre, pero huecos. No entiendo cómo se puede decir que «si las Humanidades y las Artes tuvieran un objetivo específico como lo tiene la ciencia y la tecnología, éste sería poner en duda nuestras creencias emocionales y morales». Esto significa que:
-Las Humanidades y las Artes no tienen un objetivo específico. Falso. Si no tienen un objetivo específico, ¿qué son, palabrería, fuegos artificiales? No. Las Humanidades aplicadas a la educación tienen el objetivo de conseguir que el hombre consiga el máximo de sus posibilidades intelectuales, físicas y morales, que «sea hombre» y dueño de sí mismo, que obre el milagro de aprehender la realidad intelectualmente a través de sus sentidos (no hay otra vía, salvo la ciencia infusa que da en pocos casos).
-Las Humanidades y Ciencias Sociales también son ciencias, es decir, saberes con su método, objeto y terminología. Todas forman una ‘universidad’ del conocimiento y están relacionadas.
-¿Cómo se pueden poner a prueba las creencias emocionales (¿qué será eso?) y morales de una persona en edad escolar cuando todavía se están poniendo sus cimientos? ¿Por qué hay que poner al alma de los educandos como campo de ensayo de verdaderas pruebas atómicas, de un poder destructivo como jamás se vio, como se están haciendo hoy en las escuelas?¿Por qué los narcisos y lechuguinos que crecen como hongos no dejan de mirarse al espejo y miran el asunto en sí? ¿Qué necesitan para salir de sí mismos y ver las cosas de frente? ¿A qué juegan? Si son ellos el resultado de la ‘capacidad crítica’ que quieren para los demás, vale la pena ser analfabeto y, al menos, saber defenderse a pedrada limpia de toda esta cochambre.
Totalmente de acuerdo. Quizás lo que habría que fomentar es la profunda interrelación de ciencias y humanidades, el que no están alejadas como muchos quieren dar a entender, el que no son, ni deben serlo, compartimentos estancos y excluyentes.
La educación de hoy no es lo que dice ser. Hay maestros y profesores responsables, pero no pueden hacer nada en un ambiente hostil. Está todo diseñado para destruir todas las posibilidades educativas de los niños, para tenerlos aparcados mientras sus padres trabajan y para anularlos hasta convertirlos en animalitos domesticados que se alimenten de forraje y sigan tirando de la rueda.
Queridísimo Sergio:
He leído y releído este artículo durante días, disfrutándolo como siempre en su sentido más profundo, buscando más y más resonancias. No hay ninguna duda, me ha llevado a una reflexión que se ampliaba más y más, sin poder escapar de su embrujo.
Las humanidades y las artes cuestionan nuestras creencias emocionales y morales. El arte nos salva la vida, Sergio, el arte nos puede sustraer de la esclavitud del deseo constantemente insatisfecho, así me parece, maestro, vaya para ti esta pregunta, que dijo Schopenhauer.
Sí, nos salva, nos salva, qué duda cabe, es una tabla a la que agarrarnos en un mar mientras navegamos a la deriva. Los mitos, los símbolos de las grandes obras, de las grandes creaciones nos invitan a formar parte de un ritual en el que participamos activamente. Es increíble, pero así ocurre en el teatro, así en las grandes tragedias griegas, sufrimos la imposibilidad de escapar de nuestro destino, pues esta ya está escrito, y llegamos a lo más profundo de nuestro corazón en la misma catarsis que sufren los grandes personajes que han funcionado como arquetipos.
Sí, sí, nos identificamos con ellos, no le hace falta a un hombre casarse con su madre y matar a su padre para hacerse uno con el personaje y dejarse transformar por una profunda catarsis. Baste entender el símbolo de la dependencia emocional y la castración del desarrollo del hombre independiente de sus lazos maternos (hágase esta propuesta extensiva a la relación madre-hija, menos manida, como bien apuntabas en un artículo anterior y nos encontraremos con la relación tóxica que se apunta en algunas de las historias de Vivian Gornick). Y en el momento en el que Yocasta, la madre de Edipo se ahorca con su cinturón, llegaremos a sentir el mismo alivio al que asistimos cuando contemplamos a Adela, la hija pequeña de Bernarda Alba, ahorcada; sí, nadie niega la tragedia, baste recordar estos momentos bárbaros, pero llega el culmen del ahogo y del sufrimiento y de la necesidad de sanación. De esta manera, por fin, ambas han roto el cordón umbilical, que le une a aquella con su hija y a este con su madre.
No sería necesario dar la vida por el marido que se la pide y bajar al Hades para ahorrarle ese sufrimiento al esposo, como hace Alcestis una y otra vez, cada vez que asistimos a la representación de la tragedia de Eurípides. Eso sí, baste echar un vistazo a la sumisión femenina a la que asistimos horrorizados en estos tiempos que parecen haberse convertido en más retrógrados que otros de antaño.
Sigamos revisando las grandes creaciones teatrales, si necesitamos renunciar a un destino escrito, y tomar las riendas de nuestro libre albedrío, seamos pues Segismundo, que, por cierto, expresa la esencia pura barroca de la inconsistencia de la vida y de la irrealidad de lo contemplado.
Coincido plenamente en esta idea de la reflexión a la que nos llevan estos personajes, por mencionar a algunos… y todavía más a la transformación.
Somos parte activa en el coro que se complace en la caída y hundimiento de la virtuosa Ana Ozores, podemos secundarlo o podemos escapar de la bajeza moral si así lo decidimos, al contemplarla de manera tan abrumadora en nuestras conciencias. ¿Seríamos capaces de ejecutar la venganza contra el ser amado a la manera de don Fermín de Pas? Impactos, impactos en el alma.
¿Acaso no sentimos compasión por el teniente Santaolalla cuando dispara al otro joven republicano por un mero impulso de miedo? Todo su remordimiento y juicio condenatorio hacia sí mismo nos hablan de una culpa que todos experimentamos como símbolo. Gigante Ayala en “La cabeza del cordero”.
Magistral encuentro también a Antonio Buero Vallejo con una capacidad simbólica inmensa en sus obras dramáticas. Nunca se agota el posible significado de la ceguera en “En la ardiente oscuridad”, abiertamente le habla un hermano a otro al decirle que no se conocerá a sí mismo si no se confronta con los otros en sociedad en “El tragaluz”. No digamos la somatización del policía por torturar a un preso en “La doble historia del doctor Valmy” o el escenario que fingen los compañeros presos para proteger al más vulnerable en “El tragaluz”.
Buen ejemplo del papel activo de todos nosotros en procesos judiciales que involucran a la sociedad, sin duda, es el personaje que cuestiona a todos los compañeros en “Doce hombres sin piedad” de Sidney Lumet o en la extraordinaria versión española de Gustavo Pérez Puig, dispuesto a condenar a muerte a un hombre cuya culpabilidad no hay sido demostrada de manera inequívoca. Buen espejo de la sociedad es el cine y el teatro, personajes y situaciones que nos pueden remover de tal manera.
Me sería muy difícil vivir sin ellas y sin ellos, sin las grandes creaciones arquitectónicas, escultóricas, pictóricas, literarias… sin dormirme absorbiendo dentro de mí los personajes de Millás, de Inma Chacón, sin repetir mentalmente los versos de Félix Grande o de Ángel González o de Piedad Bonnett o Miguel Veyrat; o no asistir a los sentimientos más intensos de mi vida acompañada por la buena música, por ejemplo en los palos de flamenco, cómo vivir sin escuchar la poesía de Juan Pinilla… no sé, me resultaría aterrador.
Querido, un abrazo muy especial con la ilusión del reencuentro ya muy cercano.