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El percherón mortal, de John Franklin Bardin

El percherón mortal, de John Franklin Bardin

Hay quien dice que El percherón mortal es la novela más adictiva de toda la historia del noir americano. El mismísimo Guillermo Cabrera Infante situó a su autor a la altura de Edgar Allan Poe y Dashiell Hammett. Y es que en esta novela lo importante no es saber quién cometió el crimen, sino cuánto enloquecerás al tratar de averiguarlo.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El percherón mortal (Impedimenta), de John Franklin Bardin.

***

1-DINERO

Jacob Blunt era el último paciente del día. Entró en mi consultorio con un hibisco escarlata en su pelo rubio y ensortijado. Se sentó en la silla frente a mi escritorio y me dijo:

—Doctor, creo que estoy volviéndome loco.

Era un joven apuesto y aparentemente sano. Por cierto, no había manifestaciones visibles de neurosis. No parecía nervioso —ni parecía estar reprimiendo una tendencia al nerviosismo—, sus ojos azules miraban a los míos y llevaba el traje limpio. Los rasgos del rostro eran enérgicos, el tórax bien formado y, salvo una ligera cojera, no tenía defectos. Por mi parte, nunca habría pensado que tuviera que estar en mi consultorio, de no haber sido por aquella flor en el cabello.

—Casi todos tenemos ese miedo en algún momento de nuestra vida —le dije—. Durante una crisis emocional, o después de períodos de trabajo excesivo, yo mismo he tenido dudas sobre mi salud mental.

—Los locos imaginan ver cosas, ¿no? —me preguntó—. ¿Cosas que en realidad no existen para cualquier otra persona?

Se había inclinado hacia adelante, como si temiera perderse alguna palabra de mi respuesta.

—Las alucinaciones son un síntoma corriente del trastorno mental —asentí.

—Y cuando uno no solo ve cosas…, sino que además le pasan cosas…, cosas irracionales quiero decir…, eso es tener alucinaciones, ¿no?

—Sí —dije—, una persona mentalmente enferma suele vivir en un mundo imaginario, irreal. Se aparta completamente de la realidad.

Jacob se reclinó hacia atrás y suspiró con alivio:

—¡Ese soy yo! —dijo—. Estoy loco, gracias a Dios. No está pasando en realidad.

Parecía totalmente satisfecho. El rostro se le había relajado en una sonrisa torcida que resultaba simpática. Obviamente, mi información le había aliviado. Lo cual era raro, pues antes nunca me había enfrentado a un neurótico que admitiera su placer ante la pérdida de la razón. Ni había visto a ninguno que hablara sonriendo del tema.

—Una linda flor la que lleva en el pelo —le dije—. Es tropical, ¿no?

Por algún lugar tenía que empezar a averiguar dónde estaba su problema, y la flor era lo único no natural que encontraba en él.

La tocó con la punta de los dedos:

—Sí —dijo—. Es un hibisco. ¡Me dio mucho trabajo conseguirla! Tuve que recorrer media ciudad esta mañana hasta encontrar una floristería que las tuviera.

—¿Tanto le gustan? —le pregunté—. ¿Por qué no una rosa o una gardenia? Son más baratas y seguramente más fáciles de encontrar.

Negó con la cabeza:

—No. A veces las he usado, pero hoy tenía que ser un hibisco. Joe dijo que hoy tenía que ser justamente un hibisco.

Empezaba a dar la impresión de que podía estar loco. Su conversación sonaba a incoherente y se le veía demasiado satisfecho con todo el asunto. Empezó a interesarme.

—¿Quién es Joe? —le pregunté.

Blunt había sacado un cigarrillo de la caja que yo tenía en el escritorio y ahora jugueteaba con el encendedor. Levantó la vista con sorpresa.

—¿Joe? Es uno de mis hombrecitos. El del traje violeta. Me da diez dólares diarios por llevar una flor en el pelo. ¡Solo que se reserva el derecho de elegir la flor, y ahí es donde la cosa se pone difícil! ¡Suele elegir entre las peores!

Me dirigió otra vez su sonrisa torcida. Era casi como si me estuviera diciendo: «Sé que parece tonto, pero así es como me funciona la cabeza. No puedo evitarlo».

—De modo que Joe es el que le da flores, ¿no? —le pregunté—. ¿Hay otros?

—Oh, claro que hay otros. Hago cosas para varios de estos tipos pequeñajos, y eso es lo que me tenía preocupado. Pero creo que usted se ha confundido respecto a Joe. No me da las flores. Yo tengo que salir a comprarlas. Él solo me paga por llevarlas.

—Me ha dicho que hay otros tipos… «tipos pequeñitos». ¿Quiénes son y qué hacen?

—Bien, está Harry —dijo—. Es el que lleva trajes verdes y me paga por silbar en el Carnegie Hall. Y está Eustace…, que lleva impermeable y me paga por repartir monedas.

—¿De usted?

—No, de él. Me da veinte cuartos de dólar por día. Y me paga diez dólares por repartirlos.

—¿Por qué no se los guarda?

Frunció el entrecejo:

—¡Oh, no! ¡No podría hacer tal cosa! No me pagaría los diez dólares si me los guardara. Eustace solo me paga cuando logro repartirlos todos. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos, nuevas y brillantes—. Lo que me recuerda que tengo que encontrarme con Eustace a las seis y todavía me quedan todos estos para repartir. ¿Sería usted tan amable como para aceptar una de estas monedas?

Y arrojó un cuarto sobre el escritorio. Lo tomé y me lo metí en el bolsillo. No quería contradecirlo.

Me miró fijamente.

—Es real, ¿no? —me preguntó.

—Sí.

Era real.

—Hágame un favor. Muérdalo.

—No —le dije—, no tengo que morderlo. Puedo reconocer una moneda auténtica a simple vista.

—Vamos, muérdalo —insistió—. Así verá que no es falso.

Me saqué el cuarto del bolsillo, me lo llevé a los labios y lo mordí. Quería seguirle la corriente.

—Perfectamente real —dije.

Su sonrisa desapareció.

—Eso es lo que me preocupa —afirmó.

—¿Qué?

—Si estoy loco, doctor, usted podrá curarme. Pero, si no estoy loco y estos hombrecitos son reales, bueno…, en ese caso existen cosas como los duendes irlandeses, los leprechauns, y están repariendo un inmenso tesoro… y todos tendremos que empezar a creer en las hadas, ¡y quién sabe adónde nos llevará eso!

En ese punto pensé que estaba a un paso de revelar la peculiaridad de su neurosis. Estaba muy excitado, casi frenético, y súbitamente me había dado una buena cantidad de nueva información. Decidí ignorar su referencia a los leprechauns y hadas por el momento, para seguir interrogándole sobre la única prueba tangible: el cuarto de dólar.

(…)

—————————————

Autor: John Franklin Bardin. Título: El percherón mortal. Traducción: César Aira. Editorial: Impedimenta. Venta: Todos tus libros.

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