Para Ortega y Gasset la diferencia entre argentinos y europeos estaba cifrada en dos verbos enfrentados: ser y hacer. Contrariamente a nuestros cosmopolitas y laboriosos ancestros del Viejo Continente (hacer), los argentinos llevaban una vida ensimismada, revertida sobre sí mismos, en la que vivían eternamente consagrados a la construcción de su propio personaje (ser). “Un europeo elige ser escritor porque quiere escribir —decía Ortega—. Un argentino elige escribir porque quiere ser escritor”. Tal vez esa anotación de los años 30 explique en parte nuestra sed identitaria, producto del aluvional fenómeno inmigrante, y el consecuente éxito del nacionalismo, tóxico antídoto que no nos ha abandonado jamás. Agrega el articulista Pablo Giussani que esa monomanía por la imagen, ese permanente deseo por la acción autotestimonial, se reproducía en los años 70: “Un político revolucionario es un hombre que quiere la revolución. Un militante de extrema izquierda es un hombre que quiere ser revolucionario”.
Conocí al autor del legendario ensayo Montoneros, la soberbia armada, cuando yo era un imberbe redactor de sucesos en La Razón de Jacobo Timerman, aunque nunca me atreví a dirigirle la palabra: tenía por él un respeto sacramental. Giussani, que derivó en socialdemócrata y fue un importante interlocutor de Raúl Alfonsín, llegaba todas las tardes a la redacción de General Hornos, colgaba su sobria chaqueta de un perchero y se ponía a escribir en una ruidosa Olivetti un largo artículo de opinión. Nunca faltaba a esa cita, y sus magníficos editoriales se publicaban puntualmente de lunes a viernes, en un increíble maratón diario de periodismo y pensamiento. La “juventud maravillosa” lo detestaba porque ese libro se atrevía a desnudar el infantilismo mortuorio y la frivolidad funesta que habían inspirado a la Orga. Todavía procuran, con bastante éxito, que el libro caiga en el olvido. De hecho, no hace mucho se cumplieron 35 años de su publicación, y casi nadie tuvo a bien recordarlo. ¿Por qué ese texto tiene plena vigencia? La respuesta se encuentra en los últimos párrafos, donde el ensayista asevera que los montoneros fueron sólo la punta del iceberg, y que su intención literaria consistió en mostrar esa oculta montaña de hielo que los hizo posible y les dio sustento. Su crónica meditada no se refiere a las cúpulas ni a las operaciones políticas nacionales e internacionales del momento, sino a la sociología profunda de esa sociedad funcional que describía Ortega. Concretamente, a la llamada pequeña burguesía ilustrada, que había participado en la caída de Perón y que éste se había propuesto conquistar con algo que siempre la cautivó: la pose izquierdista. Néstor Kirchner tuvo idéntico reflejo cuatro décadas más tarde, con excelentes resultados: le arrebató al republicanismo una porción relevante de esa progresía influyente, que genera modas y veredictos, y que habilita pedagogías y copamientos.
Giussani comienza por esos jóvenes de clase media acomodada que tienen acceso a estudios superiores y a conversaciones y lecturas sobre marxismo y alienación, y a los que un día acomete la “súbita percepción de la falsedad, la hipocresía, la inmoralidad fundamental en que descansa la vida de sus padres”. Esto los lleva, repugnados, a rechazar ética y estéticamente ese mundo, aunque en general sin rechazar su confort: rebeldes, pero no gilipollas. “El joven rebelde, carente de una tabla de valores propia, necesita conocer la tabla de valores de sus padres para construir por inversión la suya”, señala. Esto se traducía, a fines de los 60, en abrazar aquello que los padres más temían: el comunismo. Luchando contra el “autoritarismo paterno”, los rebeldes corrían a inscribirse en el PC, pero se encontraban con que sus dirigentes eran pacíficos y rutinarios, cumplidores de horarios y amantes de la vida familiar; se parecían escandalosamente a sus padres. Ese desencanto hizo que muchos de aquellos jóvenes huyeran hacia el extremismo revolucionario, que ofrecía emociones fuertes e imágenes épicas, y calmaba la urgencia infantil por dar un “testimonio tremebundo de sí mismos”.
Sabido es que muchos de los hijos de los más recalcitrantes antiperonistas de antaño se volvieron justicialistas merced a un proceso psicológico de autodiferenciación. Y que ese fenómeno se replicó mucho después con vástagos de los demócratas republicanos que criticaban en sus hogares la desastrosa hegemonía peronista de los últimos tiempos. Giussani afirma que existía en los sectores más sofisticados de aquella pequeña burguesía un esnobismo muy particular, fundado no tanto en lo que se quería sino en lo que se deseaba abandonar: la cultura, una vez más, de los progenitores. Esto hizo que resultara cool y contestario apropiarse de lo “popular”. El diario Crónica, que era leído por las clases medias bajas, se transformó entonces en “un diario de villeros y sociólogos, de obreros de la construcción y libreros de moda, de costureras y expertos en informática”. La sofisticación extrema era “hacerse los peronistas, incorporando el look villero a la indumentaria de moda en Palermo Chico y ensayando modulaciones de afectada familiaridad como llamar ‘el Viejo’ a Juan Perón”. O comerse las eses, gesto primordial en ese “peronismo visto desde arriba”. Giussani agrega: “Esta cultura de la vulgaridad idealizada tuvo bastante que ver con la festiva caravana de autos que en 1972 volcó su carga de usuarios de moquettes y coleccionistas de Castagninos frente a la residencia de Gaspar Campos para saludar el primer retorno de Perón a la Argentina. ‘El peronismo es bárbaro, ¿viste?’, dijo al pasar a las cámaras de televisión en Ezeiza una joven ocupante del famoso charter contratado”.
El kirchnerismo no ofrece una opción guevarista, aunque juguetea de manera irresponsable con aquellos ideales, que no eran democráticos sino totalitarios. Pero ha motorizado un proceso similar en ese mismo segmento social, y por las mismas razones, creando a su vez una grieta generacional dentro de cuantiosas familias. Docentes de diversos niveles se prestan así orgullosos al adoctrinamiento, amparados en esa misma lógica y en una militancia impune bajo la idea de que practican, excitados, la nueva resistencia peronista. Y buena parte del establishment cultural y artístico les hace la corte, mientras liban sueños confortables en Palermo Hollywood.
Resulta interesante aplicar la teoría de Pablo Giussani a la acción política de Cristina Kirchner: sus feligreses no saben tanto lo que quieren como lo que abominan. Ella y sus predicadores mediáticos han llevado a misa durante años a su gente y le han inculcado una religión basada en un credo simplificador e irreductible. Que repiten como un mantra. Quien ajusta es siempre un insensible, quien se endeuda es un cipayo, quien conversa con el FMI es un entreguista, quien aumenta las tarifas es un perverso y quien licua las jubilaciones es un malparido. Todas y cada una de esas medidas son precisamente las que está ejecutando el cuarto gobierno kirchnerista, que no puede decirle ahora a sus fanáticos que aquellos pecados capitales en realidad no lo eran. Y que simula entonces un progresismo de marketing: castiga ampulosamente a los empresarios y promueve la legalidad del aborto, y reza para que el hechizo vuelva a funcionar. Para que, como dice Santiago Kovadloff, los “compañeros” acepten una vez más que no sucede lo que pasa. Tal vez lo logren. Porque el peronismo es bárbaro, ¿viste?
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