Soy un obseso de las águilas napoleónicas. Las persigo. Trato de verlas allá donde estén. Las colecciono como colecciono (otros) pájaros en mi actividad de birdwatcher. Me interesan desde que tengo uso de razón. Seguramente como una extensión de la curiosidad y la pasión por las águilas romanas. Uno de mis primeros recuerdos de lector es cuando de niño me quedé extasiado ante la historia ilustrada del aquilífero de la X Legión que con su decisión, lanzándose al agua con su estandarte para incitar a sus compañeros, salvó el desembarco de Julio César en la invasión de Britania en el 55 antes de Cristo. Otro es, claro, el de las tres derrotadas águilas de Varo presas, aguardando su rescate en las ensangrentadas manos de los germanos tras la masacre de Teutoburgo: Germanico recuperó dos, de los marsos y brúcteros, el año 15, y la última Claudio, veinte años después, a los catos. Las aventuras de las águilas de Napoleón son una continuación directa de las de Roma, de las que se tenían por descendientes, claro. En otro mundo y otras guerras, pero con no menos leyendas y heroísmo (y su reverso de cobardía: perder las águilas siempre fue, antes y después, un trance).
Napoleón adoptó la enseña de las águilas romanas como estandarte de batalla para sus ejércitos poco después de nombrarse emperador en 1804 (no hubo águilas en Egipto) y tras un debate —que zanjó imponiendo su voluntad— en el que se propusieron algunos otros emblemas como el león —“parcequ’il vaincra le Léopard” (inglés), según adujo uno de los participantes—, el gallo, que le parecía risible a Bonaparte, y nos lo sigue pareciendo a algunos, pese a Le Coq Sportif, o las abejas. Un Aigle éploye, con las alas extendidas, emprendiendo el vuelo, pues, au natural, iba a identificar a las nuevas legiones imperiales con las triunfantes de César y Roma (habrá corrido un discreto velo Napoleón sobre la suerte de las de Varo). La nueva rapaz, que iba montada sobre un asta, como la romana, y llevaba debajo la bandera tricolor —como elemento subsidiario—, la diseñó Jean Baptiste Isabey, a partir de un dibujo que había hecho de un águila esculpida en una de las tumbas de los Visconti en el monasterio de Certosa en Milán. Hecha de bronce dorado al oro molido, miraba a la izquierda y sostenía en su garra derecha un rayo.
El águila encarnaba el espíritu permanente de la unidad (terrestre o naval) a la que era confiada. Cada batallón, escuadrón de caballería, batería o navío de guerra tenía la suya (luego solo una por regimiento). “El soldado que pierde su águila pierde su honor, y su todo”, como sintetizó el propio Napoleón en su arenga-bronca al 4º de Línea tras Austerlitz. El águila se recibía de manos del mismo emperador y no había dos, es decir, si la unidad la perdía —para su desdoro y vergüenza— no recibía otra, a no ser que realizara alguna acción excepcional, redimiendo su pérdida, o se presentara ante el emperador con un estandarte enemigo capturado valerosamente en batalla. Para compensar, vamos.
Napoleón realizó la primera entrega de águilas poco después de su coronación. La Fête des aigles tuvo lugar en diciembre de 1804 y en ella el emperador libró un millar de águilas: 280 a regimientos de caballería, 600 a infantería, artillería y cuerpos especiales, medio centenar a la Marina —una para la dotación de cada navío de línea— y unas 180 para la Guardia Nacional, la milicia revolucionaria. La ceremonia, en el Campo de Marte, fue muy efectista. Los representantes de las unidades, empezando por los mamelucos de la Guardia, se acercaban, Napoleón les entregaba el águila y todo entre redobles de tambor y mucho “Vive l’Empereur!”, vamos la mise en scéne que cabe imaginar, y si no mírense la pintura de David al respecto. El 4º de Chasseurs hizo voto bravuconamente ese día de plantar su águila en la Torre de Londres y todos los presentes pronunciaron el juramento de devoción al águila. “¿Juráis defenderlas con vuestras vidas?”. “Nous le jurons!”.
Bien, decía que yo persigo las águilas napoleónicas. Me da morbo verlas. Ahí quietas tras las vitrinas parecen casi inofensivas. Tan pequeñas e inanes. Ellas, que un día aterrorizaron los campos de batalla de Europa. Y fueron la última visión de tantos soldados, propios y ajenos. Las águilas sufrieron la suerte de los batallones que las enarbolaban: triunfaron, sufrieron, cayeron prisioneras. He visto, muchas veces, el aigle dit blessée en el museo de los Inválidos, en París, con sendos agujeros de metralla en el pecho y el ala derecha. Y las otras. He visto también a menudo el águila del 105º de Línea capturada en Waterloo por el capitán A. K. Clark-Kennedy de los Royal Dragoons en fiera lucha hand-to-hand (“cuando vi el águila di la orden: ‘¡derecha, adelante, atacad la insignia!’ y luego tras arrebatársela al oficial que la llevaba: ‘¡asegurad la insignia!, ¡me pertenece!”). Se exhibe en el National Army Museum en Chelsea, Londres, esa patria de todos los que tenemos sueños heroicos. No viene a cuento pero me resisto a recordar el día que me paseé por sus salas coloniales ataviado con una guerrera escarlata y un salacot –los proporcionaba el propio museo para sentirse por un rato parte de la delgada línea roja-, observando las reliquias de la guerra con los zulúes.
He podido ver también la otra águila tomada en Waterloo, la famosa Ewart’s Eagle, capturada bravamente al 45 º de Línea por el sargento Charles Ewart, de los Scotts Greys, durante la famosa carga de esos incomparables jinetes en socorro del 92 º de Highlanders. Ewart, machote y notable sabreur, cayó sobre el grupo que intentaba proteger al portaestandarte, paró los ataques de bayoneta, despachó a sablazos al que cargaba el águila —y eso que el principal porte-aigle solía ser un tipo macizo y resuelto, un veterano encallecido, con diez años de servicio—, se libró de otros dos y se hizo con el trofeo. Vamos, puro Sharpe. Mi encuentro con el águila de Ewart, antes el águila del 45º, tiene su miga, no tanto, como la del encuentro del propio Ewart con ella, cierto, porque yo no llevaba sable.
Resulta que estaba de visita en Edimburgo por motivos profesionales —lo que no fue óbice para asistir al gran Tatoo, apoteosis de la gaita militar en el castillo de Edimburgo, entre otras delicias—. Fue recorriendo la fortaleza, precisamente, cuando me topé con el museo regimental de los Scotts Dragoon Guards, que conservan el águila. Me adentré a codazos en las pequeñas salas llenas de maravillas hasta dar con la vitrina: ¡y el águila no estaba! Habrá volado de vuelta a Waterloo, me dije. Pero no, una cartela informaba que estaba prestada. Demontres. ¿Iba a quedarme yo sin verla?, ¿sin contar otra águila en mi lista? ¡Y la de Ewart! No podría ser el destino tan cruel. Y no lo fue. Al contrario. El águila estaba cerquita. En el National Museum of Scotland, bajo la colina del castillo. Corrí hasta allí para encontrarme el gran regalo de que el águila del 45 º se exhibía ¡junto a la del 105!, prestada por el museo londinense. ¡Las dos águilas de Waterloo presas juntas! (con motivo del aniversario de la batalla). Casi ala con ala, refulgentes. Ni el propio Ney, tan sentimental, se hubiera emocionado tanto como yo lo hice. “La Garde recule!”, grité ante ellas, tratando de despertarlas e incitarlas al vuelo y alertando al vigilante de sala. “Sauve qui peut!”.
Ah, las águilas. He visto las del 35º, el 95º y el 106º atrapadas por los austriacos y presas en el Museo del Ejército en Viena. La del 25º de Línea en Berlín… Otro regalo que me ha hecho la vida fue durante una visita en Amsterdam. En la franquicia que tiene el Hermitage allí, un museo espléndido, se exhibía una exposición sobre el triángulo Alejandro de Rusia-Napoleón-Josefina y junto a tacitas de café de la Malmaison y otras cursilerías me topé inesperadamente con ¡un águila! La del 4 º de Línea, arrebatada por la caballería imperial rusa a los franceses en Austerlitz. Otra águila al cesto.
Cómo dejar de mencionar aquí nuestra única águila, la tomada por soldados del regimiento de Navarra en puerto gallego al navío L’Atlas (que precisamente había sido el español Atlante) en mayo de 1808 y que se exhibe en el Museo Naval de Madrid. Es la única que yo sepa procedente de un barco que se conserva: generalmente, visto el disgusto que suponía para el emperador que le pillaran un águila, la tripulación solía echarla por la borda. Eso explica que los ingleses en Trafalgar no lograran ni una. Se cuenta que Villeneuve trató de lanzar la del Bucentaure sobre la cubierta del Victory para que le siguieran los suyos al abordaje, en plan el aquilífero de César en Britania. No casa mucho con la personalidad del almirante francés. Al águila de Madrid le falta el rayo de la pata.
Historias de águilas hay muchas. La del 59 º de Línea en el puente de Reisenburg ayudó a sostener al regimiento contra los dragones y la infantería austriaca cuando la unidad estaba aislada y su coronel caía muerto. “¡Vuestra águila avanza, la llevaré adelante aunque sea solo!”, arengó su portador. Y todo el regimiento cargó tras el estandarte. En Elchingen y en Ulm, también el grito de “¡En haut l’Aigle!” hizo avanzar regimientos enteros. Entre ellos, el 6º Ligero con Ney a la cabeza pegado al águila del primer batallón, que perdió un ala de un disparo. Tras Ulm, en Dürrenstein, ya cerca de Viena, tres águilas fueron temporalmente perdidas ante los rusos, aunque luego se las recuperó, agujereadas, de entre los cadáveres de sus defensores que las habían protegido en un heroico last stand mientras caía la noche. El sol de Austerlitz hace brillar el fiero oro de las águilas. “Habéis decorado vuestras águilas con gloria inmortal”, espeta a sus soldados Napoleón. Bueno, pero se perdió alguna. La mencionada del 4º de Línea que me hizo tan feliz en Amsterdam. Vaya trago tuvieron que pasar los pocos supervivientes.
En la parada de la división de Soult ante Napoleón en Schönbrunn, el emperador observa mosqueado que al primer batallón del 4º le falta el águila. “Soldados, ¿qué habéis hecho con mi águila?”. Glups. El coronel explica que los coraceros rusos han aniquilado al destacamento que protegía al estandarte y a su portador. El águila ha desaparecido, qué contrariedad. “Lo siento Majestad, pero luchando fieramente hemos capturado dos estandartes austriacos, vayan a cuenta”. Napoleón se irrita. “¡Esas banderas extranjeras no me devuelven mi águila!”. Los soldados gimen, joder con el corso. Imploran un águila nueva, la defenderán —omo ya han hecho con la otra, recuerdan: el regimiento ha quedado reducido a un tercio— con sus vidas. Napoleón no se ablanda. Y les lanza eso de que quien pierde un águila pierde su honor. Hay que ver a esos hombretones tragando saliva y llorando a moco tendido. Pero luego el emperador acepta, displicente, a regañadientes, darles otra águila. Va, venga, veo que no soy cobardes. Curiosamente, buscando infructuosamente su águila entre los restos de la batalla, el día después de Austerlitz, los soldados del 4º han encontrado ¡el águila del 24 º!, también perdida, salvando la cara de sus camaradas.
La otra historia que me encanta de Austerlitz es la del águila salvada por un perro. La de los Chasseurs à pied de la Guardia Imperial, nada menos. El portaestandarte cae muerto, el águila queda bajo su cuerpo, tres austriacos intentan tomarla y entonces les ataca Moustache, el perro mascota del regimiento. El can gana tiempo para que otros soldados acudan a proteger el águila, pero a costa de recibir un disparo que le arranca una pata. El mariscal Lannes premia al perro con un collar de plata. El mutilado veterano peludo tendrá una muerte de soldado en Badajoz, de un cañonazo inglés.
Podríamos seguir aquí mucho más rato explicando historias de águilas: las caídas en Eylau, entre ellas la del 14 º, que trató de salvar de los cosacos —infructuosamente— Marbot de manera parecida a la desesperada cabalgada de Melvil y Coghill con los colores del 24 º en Isandlwana; la del terrible 57º (disculparán que me vanaglorie de que es mi año de nacimiento) condecorada con la Legión de Honor tras Borodino, la del 65 º escondida envuelta en banderas austriacas en Wagram, las del 62º y el 22 de Línea tomadas por Wellington en la batalla de Salamanca (hasta 13 pillaron los ingleses en sus enfrentamientos con Napoleón)…
Mención especial merece la historia del águila con corona de oro capturada en fiera mêlée en Barrosa, cerca de Chiclana, durante la guerra peninsular. Era la del 8º de Línea y la tomaron, cargándose al célebre portaestandarte Guillemin, soldados del 87th Royal Irish Fusiliers. Estaba realmente tocada con una corona de laurel de oro (donada por los ciudadanos de París tras Jena), un par de cuyas hojas quedaron como souvenir en manos de Hugh Gough, comandante del 87º que luego vivió tantas aventuras en la India. Tras ser paseada como trofeo por las calles de Londres el águila se exponía en el Chelsea Royal Hospital hasta que alguien la robó en 1852. Probablemente lo hizo de la misma manera en que los valientes soldados de Napoleón las escamoteaban cuando las cosas se ponían feas: arrancándolas del asta (muchas veces todo lo que conseguía el enemigo era los palos vacíos) y escondiendo el águila bajo el capote.
Es bonito pensar que el águila de 8 º la recuperó algún viejo grognard, un brave de la Vielle Garde cubierto de cicatrices, camuflado de visitante. O al menos un entusiasta perseguidor de águilas…
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