Hace casi diez años que llegó a la casa y no termino de conocer sus secretos. Me gustaría decir que se lo he dado todo, pero a uno de los suyos hace falta tenerlo siempre a raya, antes de que en efecto se quede con todo. Cuando lo conocí, pasé de largo sin reparar en él, debido sobre todo a que le habían quitado la cabeza y eso no le ayudaba a descollar. A mi regreso ya no pude ignorarlo. A saber desde cuándo quería tener un muñeco así. Quiero decir, exactamente así. Gesto provocador, ojos sardónicos, cejas saltarinas, la incuestionable estrella de la pesadilla. ¿Y para qué, si no, estaba yo asistiendo a clases y ponencias de ventriloquía?
Enedino Godínez, es su nombre. Policía de oficio, ejerce como crítico literario, nunca leyó los libros que presenta y su especialidad es ponerme en ridículo. Tampoco es que para eso necesite uno ayuda, pero lo cierto es que nos esmeramos. O en fin, nos esmerábamos porque hace ya unos años que no subimos juntos a escenario alguno. Puesto que no se trata sólo de subirse, antes hay que pasarse unas cuantas semanas ejercitándose en la práctica diaria de la frustración. Según los enterados, un ventrílocuo reúne la bastante experiencia para hacer lo suyo por ahí de las quinientas presentaciones públicas. Esto es, cuando del amor propio no queda mucho más que un trapeador de pisos.
Tener que trabajar con personajes resulta de por sí una fuente infinita de dispersión mental, pero hacerlo con dos al mismo tiempo —de manera que no pueda hablar uno sin que reaccione la jeta del otro— y sobre un escenario es apostar tu resto contra la locura y verte en desventaja desde el primer instante. Puedes tener un guión memorizado y fluido, que de todas maneras lo que valga la pena se le ocurrirá al muñeco sobre el escenario. Ayuda en este asunto la certeza esencial del narrador: uno, como lector, quisiera reparar menos en los autores que en sus personajes. La idea, para el caso, sería dar a estos por verdaderos y a aquellos por ficticios. Y como espectador, mi buen Cuarentenario, ¿preferirías oír a Enedino o a mí? ¿Ya ves lo que te digo? No por nada aconsejan los profesionales ubicar al muñeco diez o quince pulgadas por delante de uno, cuya misión será transparentarse.
El problema de la ventriloquía es que supone tantas lecciones de humildad como intentos hagas por dominarla. Suelo ensayar media hora delante del espejo y otro tanto mirando hacia una cámara, por eso te decía que hace ya largo tiempo que no ensayamos. ¿Y no crees que es posible que te lo esté contando porque Enedino opina que en esta cuarentena podría regresarlo del ostracismo? ¿Pero cómo partirse en dos mitades el cerebro sin quebrarse los nervios en el trance? ¿Sabes que basta una condición cardíaca para mandar al retiro a un ventrílocuo? ¿Quién me dijo que esto era divertido? ¿Cómo negar, no obstante, el alivio profundo al fin de la función, una vez que el muñeco se lució cuanto quiso a tus costillas y abusó cuanto pudo del público presente?
Sé bien que su apariencia es perturbadora. Si lo llevo de viaje, me divierte sentarlo en una silla, mirando hacia la puerta de la habitación, para darle un sustillo a los empleados que puedan abrirla. Varios niños y adultos lo miran de reojo, con un miedo difícil de ocultar. Al paso de los años, mi correclusa se ha enseñado a ignorarlo. Y yo, que en realidad le temo más que nadie, pretendo que es apenas un muñeco, pero él y yo sabemos que está vivo. Porque así es el negocio: se mueren los autores, nunca los personajes.
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