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El peso abrumador de la verdad

El peso abrumador de la verdad

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

Ayer tuiteé que me asombraba que este 2020 cruel estuviese siendo también un año especial para mucha gente. Gente que nace o que se convierte en madre, gente que cumple un sueño, gente que se enamora… Sí, también la felicidad está concurriendo en 2020.

De este año hemos oído decir que es un cabrón insensible, un psicópata.

Y me descoloca concluir que 2020, pobre, no es nada, no es más que una construcción humana. Si fuéramos hebreos hablaríamos del 5780. La Tierra tiene, día arriba día abajo, 4543 miles de millones de años. Y nosotros insultando al 2020…

El 31 de diciembre de 2019 a medianoche tragamos 12 uvas siguiendo el ritmo de las campanadas y abrazamos, felices, a nuestros familiares. Algunos llevaban muda roja, otras bebían champán de una copa en cuyo fondo descansaba un anillo, incluso alguno entró en el 2020 a la pata coja como una cigüeña en la espadaña de una iglesia, con el fin de entrar con el pie derecho. ¿Y al año le importó? ¿Importamos acaso al tiempo? Nosotros, que le abrimos de par en par las puertas, que le hicimos una fiesta con toda nuestra ilusión… aquel día nada empezó y nada terminó.

A menudo olvidamos que las construcciones humanas no son reales, solo, acaso, prácticas.

Y lo mismo que decimos sobre el tiempo sirve para el espacio.

Siento defraudaros, pero tampoco existen per se los países. Los hemos creado nosotros, como creamos novelas o tumores. No existen las banderas, como no existe Papá Noel. Son productos. Ni siquiera las fronteras existen sin la geografía y los mapas.

Caguémonos, si queremos, en el 2020. Si nos alivia, lancémosle improperios. Hagamos ondear un trozo de tela rojo y amarillo, lucidlo en la mascarilla si eso os produce orgullo. Pero sabed, al menos, que estáis insultando a la nada, al aire, que no es real, que nos vanagloriamos de la nada, que nuestros gritos son vanos, que agarramos de la mano a la nada porque no soportamos el peso abrumador de la verdad… la evidencia de que estamos solos y que eso nos aterra.

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Muchas veces al caminar por Madrid y elevar la vista me doy de bruces con una de las tantas banderas españolas que, desde hace unos años, conciudadanos míos enarbolan en las alturas. Depende un poco de cada calle, de si la orientación es mediodía o norte, si es una vía estrecha o amplia por la que corre el viento, pero casi siempre siento un poco de lástima por esos trozos de tela que, muy a menudo, parecen más abandonados que lucidos con orgullo. Ocurre, creo, que, al contrario que el ser humano, que agradece el contacto con el sol, el viento y la lluvia, los tejidos y los tintes no se llevan demasiado bien con la intemperie, y normalmente las enseñas nacionales acaban deslavadas, pálidas, como anémicas (más parecen banderas austríacas), cuando no directamente deshilachadas y hechas jirones como burdas Jolly Rogers.

Como ya he publicado alguna vez, el término “bandera” viene directamente de “bando”, que hace referencia necesariamente (cito el DRAE) a “facción, partido, parcialidad”. Y yo, qué queréis que os diga, no me siento cómodo excluyendo a nadie. Los que me soléis leer sabéis que no soy amigo de las banderas, pero esto no es del todo cierto, en realidad me gustan y he de reconocer que mi biografía ha estado jalonada de ellas (no me gusta solo una, sino varias y de diferentes colores), pero me da la sensación de que, como su propia etimología indica, enfrentan más que unen o, mejor dicho, expulsan más que acogen. Por eso mis banderas las guardo en secreto, para que no hieran, no me alejen. Las ideas, sin embargo, aunque sean contrarias, pueden encontrarse, medirse, calibrarse, adaptarse unas a otras, matizarse, llegar a acuerdos y parir nuevas ideas. Las banderas no.

Por eso mis banderas, protegidas ahora del sol, del agua y del viento, siguen luciendo en sus cajones, como cuando tenía dieciséis años y era ardiente y desmedido. Y a veces, incluso las miro. Desde una distancia prudencial. Con respeto. Con melancolía y también con miedo.

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Ahora que con la pandemia, un montón de gente está huyendo de las grandes ciudades (digo «grandes ciudades» por no decir Madrid) hacia los pueblos, refresco un viejo anhelo muy personal y experimento mi nostalgia preferida, aquella a la que Sabina cantaba en «La del pirata cojo», ese echar en falta lo que nunca existió.

Mis raíces son puramente urbanas, mis cuatro abuelos nacieron en Valencia, sus padres y sus abuelos ya se pierden en la noche del pasado y no queda de ellos ni inmuebles ni paisajes ni memoria. Xàbia, Sueca, Segorbe, La Habana… no son más que referencias.

Yo jamás disfruté de ese territorio infantil y edénico llamado «pueblo». Recuerdo sentir envidia de aquellos compañeros que en verano se iban al tristón municipio de Albacete o de Palencia. Ahora los conozco, pero en la infancia no eran estos villorrios de calles polvorientas y ríos de cauces secos. Eran dominios mágicos en los que se montaba en bicicleta las 24 horas del día, eran digestiones a la sombra de una higuera, eran el gusto ácido de las moras agraces, era saludar a las ancianas que sacaban las sillas a la calle cuando el sol caía, era ir a la fuente a llenar garrafas, ir a por el pan y sisar las vueltas para comprar un polo de menta en el Bar Los Arcos por la noche, era bailar los pajaritos de María Jesús interpretada por la orquesta Las Noches de Damasco y ver a las madres de los amigos un poco piripis, era sacar de un baúl olvidado en la cambra el uniforme apolillado del tatarabuelo y soñar con la aventura, era besar a la prima Enriqueta, era diseccionar una pobre rana y cazar palomas, experimentar la barbarie que llevamos dentro. Todas esas cosas que yo no viví las rememoro con nostalgia con la imaginación.

Porque el deseo en ocasiones supera a la realidad.

Y planeo huidas de Madrid.

Me instalo en el pueblo perdido que jamás existió.

Y siento que vuelvo al lugar al que nunca pertenecí.

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