Si hay algo que odio en las bodas yanquis es que los amigos del novio vayan vestidos igual que él. Me parece un desatino —y más aún en un país que concibe la vida como espectáculo— que sea imposible distinguir a simple vista al protagonista del actor secundario. ¿Qué es eso de que haya cuatro tipos con el mismo traje que tú en el que se supone que es uno de los días más importantes de tu vida? Más allá de lo ridículo que resulta, es una torpeza dar inicio a tu vida matrimonial con una elección indumentaria que la puede socavar en sus cimientos, porque es muy probable que a alguno de esos cuatro amigos le siente el traje mejor que a ti. Y sin tú saberlo, ya tienes la primera causa de divorcio antes de cortar la tarta nupcial. ¿Cuántas novias de América han llegado al orgasmo en su noche de bodas pensando en aquel tipo vestido igual que su prometido pero más tiarrón, más peloenpecho, más what the fuck?
Durante toda mi infancia planeó el fantasma de que mi colegio decidiese implantar el uniforme, al igual que en muchas escuelas religiosas, pero jamás llegó a ejecutarse ese crimen de lesa humanidad. El uniforme es despojar a un ser humano de su capacidad resolutiva, porque la decisión más importante que uno debe tomar cada día es cómo va a ir vestido, y lo demás ya se verá.
Precisamente por esta aversión a la uniformidad vestimentaria, me repatea cuando alguien, al verme acicalado, me dice que voy muy pijo, porque nadie está más alejado de un pijo que un dandy.
El pijo replica de continuo un patrón establecido. El dandy es un creador que convierte el acto cotidiano de vestirse en una obra de arte. El pijo quiere parecerse a los otros pijos. El dandy solo quiere parecerse a sí mismo. El pijo representa la primacía de la clase sobre el individuo. El dandy representa el triunfo de los individuos con clase. El pijo va uniformado. El dandy es un verso suelto. El pijo es un conformista. El dandy vive en un permanente estado de insatisfacción. El pijo es continuista. El dandy es un contestatario. El pijo es corporativista. El dandy siempre va por libre. El pijo actúa en manada. El dandy está solo ante el peligro.
Yo al pijo lo desprecio. Si con todos los recursos a tu alcance eliges la mediocridad de tu rebaño, si con toda la pasta que tienes escoges ir por la vida como si te hubiera vestido tu abuela para ir a misa, lo siento pero no puedo respetarte.
Hará poco más de un mes, cuando me dirigía a mi tienda favorita de Lisboa para examinar la remesa de corbatas de la nueva temporada, asistí a una escena en apariencia banal pero que me resultó conmovedora. En las calles de la Baixa, como suele ser habitual, había un grupo de estudiantes ataviados con el traje universitario. A mí este traje, cuando me vine a vivir a Portugal hace doce años, me llamó la atención, pero he acabado por aborrecerlo de verlo tantas veces repetido. Es un conjunto negro de tres piezas con camisa blanca que desde hace décadas permanece inmutable, y ahí van todos en comandita con los mismos pantalones (o la misma falda en el caso de ellas), el mismo chaleco, la misma levita, los mismos zapatos baratos y la misma cuchara a modo de pisacorbata. Dicta la tradición que esta cuchara tiene que ser robada, pero aun así las veo todas iguales. Debe de haber un único bar en Lisboa al que le chingan cada año cientos de cucharillas.
Habría pasado de largo si no fuera porque en este grupo hubo algo que me llamó la atención. Me fijé en que uno de los estudiantes, al contrario que todos los demás, llevaba pajarita en lugar de corbata. Fue algo tan inesperado que me detuve a contemplarla.
No era una de esas execrables pajaritas con el nudo ya hecho, cutres, chabacanas, deslucidas, con las que, sin el menor criterio, se emperifollan algunos comensales en bodas, bautizos y comuniones, y que a partir de la mayoría de edad penal deberían estar prohibidas por la legislación vigente. Era una pajarita de terciopelo de dimensiones generosas y anudada con el garbo que le habían conferido unas manos expertas.
Se trataba de una mudanza en el uniforme en apariencia ligera, pero en el fondo constituía una enmienda a la totalidad que revelaba una forma de ser, de estar y de sentir. El portador de la pajarita se negaba a ser uno de tantos y reclamaba su individualidad. Se había atrevido a brillar con luz propia, y a fe que lo había conseguido porque él era el sol en torno al cual orbitaban los demás. Él era el héroe y el resto eran comparsa.
Supongo que ya habrá sido llamado a capítulo y se le habrá recriminado su osadía. Se habrá apelado a la necesidad de mantener las tradiciones, que representan la continuidad de unos valores que, durante generaciones, recibimos de quienes nos preceden y que traspasamos a quienes nos suceden y blablablá, blabablá, blabablá. Que se vayan esos argumentos al carajo, que hoy brindo en Zenda por él. Por su estilo, por su duende, por su afán de libertad. Por las alas que le da su pajarita.
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