Cuando escribo nada cabe en mi mente salvo lo que estoy escribiendo: no hay recibos por pagar, no hay desengaños, no hay sentimiento de culpa, no hay preocupaciones, todo se hace a un lado en mi pensamiento y no hay nada más real que la historia que se va conformando frente a mí en la pantalla del ordenador.
Todo está en mi cabeza, pero nada es mío.
Cada palabra que escribo, cada estructura, cada personaje, cada atmósfera, me pertenece y me es ajena a partes iguales. Todo lo que sé, todo lo que escribo, está tomado prestado de quienes lo pensaron, lo dijeron y lo escribieron antes que yo. Y yo lo leí, lo escuché y lo aprendí, y me apropié de ello como, desde que nací, me he ido apropiando de formas de ver la vida, de reírme de mí mismo, de entender a los demás, de afrontar los problemas y convivir con ellos, de vivir en definitiva y tratar de ser yo con todo lo vivido.
Y resulta que escribir es un placer.
El primer capítulo de Los Malos Pensamientos lo escribí dejándome llevar por lo que me gusta leer, Camilleri, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza y tantos otros, sin más intención que ocupar mi mente, que ya se sabe que el tiempo libre lo carga el diablo y que los fantasmas tienen querencia por acudir a la mente del que está ocioso.
Cuando releí lo que había escrito pensé que aquello era un buen arranque para una novela e, inmediatamente, me puse a maquinar.
Disciplinado y metódico, maniático según mi mujer, decidí escribir todos los días un mínimo de cinco páginas. Este razonamiento, peregrino donde los haya y alejado de cualquier criterio literario, me pareció de lo más sensato y me permitió tener un plan: a razón de cinco páginas diarias en ochenta días habría terminado una novela de cuatrocientas páginas.
Y, con la fe del talibán y la insistencia del yonqui, me puse a ello.
Me sentaba frente al ordenador deseando descubrir hacia dónde se encaminaba la historia, no tenía una estructura previa y mi carencia de método era absoluta. Ni escritor brújula ni escritor mapa, yo era un escritor río: me dejaba llevar por la corriente hasta el infinito y más allá.
Afortunadamente, desde el principio supe cómo se desentrañaría el caso y eso me permitía dejar miguitas que me guiaran, y guiaran al lector, hacia el final deseado.
Por el camino, mi amor por los secundarios y las historias paralelas me daban pie para crear personajes, hablar de las relaciones, del paso del tiempo, de los afectos, de la soledad… Y así, el asesinato de Martín Villalta, las treinta puñaladas, la cruz tallada en la frente y la consiguiente investigación se convirtieron, para este escritor, en la excusa perfecta para hablar sobre la condición humana y las debilidades que la conforman.
Y, puestos a hablar de debilidades, debo confesarles que la falta de método pasó su factura y, llegado un punto en el que la trama se había complejizado más allá de lo que mis cortas entendederas eran capaces de procesar, no tuve más remedio que hacer con retraso lo que no había hecho en su momento: generar una estructura y desarrollar las historias paralelas por separado y tratando de mantener el tono narrativo para, finalmente, volver a mezclarlas asegurándome que todo mantenía la lógica y la concordancia que el relato requería.
Así, mis cinco páginas por ochenta días es igual a una novela de cuatrocientas páginas se convirtió en un mojón y, con la fe de un talibán mosqueado y la insistencia de un yonqui que empieza a contemplar la metadona como una opción aceptable, volví a la casilla de salida con una cura de humildad que todavía me dura y otros tres meses de trabajo por delante hasta que aquello cogió la forma y el tamaño que un libro demanda.
Y así fue como encontraron el cadáver de Martín Villalta, de buena mañana y en un antro de mala muerte, y enseguida apareció Palacios y con él Corcuera y Godínez y todos los demás, y el Bar el Duende, y la anticuaria Teresa Peña, y Vicente Oliver, y Anita Urbieta, y el irlandés… y poco a poco esa galería de historias y personajes se convirtieron en una novela, que es negra, ya saben: asesinatos, investigación, intriga y todas esas cosas; pero también es optimista, porque yo lo soy y porque no entiendo la vida sino como una tragicomedia donde el humor, la risa, nos protege de casi todos los males.
Que así sea.
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Autor: Juan Manuel Llorca. Título: Los malos pensamientos. Editorial: Almuzara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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