El poeta tiene cabeza de huevo, ojos azul océano y piel de bebé recién lavado. Gasta silencios cálidos, mientras se frota las manos con unción mística y resbala la mirada sobre la incontinencia verbal de los compañeros de mesa y tertulia. Avaro de sus adentros, cabalga por los páramos y los vergeles de su memoria. El poeta cuenta a oscuras las sílabas de su vida y le pone rima a los gratos confites de lo carnal, en tanto, alguien, entre los demás, pide otra ronda de cañas. Entonces, por un instante, el poeta escapa de su escondrijo silencioso y pregunta con timidez si nos apetecen unas patatas bravas o unos calamares.
El poeta arrastra una infancia de inviernos palentinos, amores desbaratados y tías muertas y amortajadas entre el bullicio y la indiferencia. No hay otra soledad secreta que la que crece en la provincia ancha y demorada de la niñez, y ahí, en la fragua remota de los años inaugurales, fue curtiendo su guitarra ronca de trovador, su misterio de hombre, su llanto y su voz profunda, su sabiduría de amigo, su gracia de ángel, su telegrama urgente de amante.
Al poeta lo echaron al mundo, le repartieron las cartas, y nadie le explicó las reglas del juego, por eso, su extrañeza le hizo exiliarse a otros mundos de palabras con sabores y sílabas exactas. Incapaz de descifrar las jugadas con que otros hacían su momentánea fortuna, él, como un matemático de los sentimientos, se esforzaba en encontrar la cuadratura del viciado círculo que es la vida. A menudo comentamos, con cierta suficiencia, su condición de hombre bueno, convencidos como estamos de que la bondad es una estación de penitencia de los tontos y que solo con las malas intenciones se escriben los grandes poemas. Sin embargo, el poeta no es tan bueno como algunos amigos creen, ni tan modesto, ni siquiera tan inseguro, aunque a veces comprarse un par de calcetines pueda sumirle en una tarde de dudas y querellas interiores.
“En el encanto de lo perdido vive la tristeza /, y es su reino un sueño destronado / que, como el amor, en su altitud nos sostiene, / mientras apagada la llama no deja de arder”, canta el poeta. Tiene nuestro hombre de los ojos azules —azules, como la madrugada, los trenes y las estaciones— vocación de niño triste perdido en la infancia. Le duelen aún los sabañones y llega todas las noches a su cama con los pies fríos, como si todavía le durara el largo invierno de posguerra castellana. Luego, con los años y los amores, se ha buscado un contrapunto cálido, y como Guillén se ha hecho adoptivo de Málaga. Ese es su país secreto, su secreta estancia y su perfume de hombre que no quiere morirse, que se ha quedado calvo con la elegancia de quien nunca prestó atención al pelo, y que se peina algunas mañanas con el cepillo de Hamlet.
El poeta es un mester de juglaría de la vida, un ojo que afirma y sostiene, un oído hecho para el endecasílabo y el beso, un bardo que no esconde a maestros como Aleixandre, Cernuda o Brines, y que proyecta su voz propia en una obra en la que la soledad y el mal de amores, la esperanza y la gracia, no cejan de hurgar en los recovecos de un hombre que solo sabe vivir cantando hacia dentro, como otros cuentan mentiras o proclaman imperios.
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