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El pozo de la cautiva

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXV: EL POZO DE LA CAUTIVA

Si Miguel se hubiera perdido en invierno, seguramente su historia habría terminado de otra manera. Pero, por suerte, apenas empezaba el otoño la tarde de jueves en la que el chiquillo, que siempre había sido más bien asustadizo y de pocas aventuras, se levantó del banquito de la entrada dejando atrás la peonza, el cordel, y al trío de gatos bien cebados de su tía Delia, que pestañeaban indolentes al sol, para adentrarse en el bosque.

Debió ser a la hora de la siesta. Había mercado en Santo Adriano, y en la casa solo quedaba el pequeño, la tía Delia, que se ocupaba del bebé, y el abuelo Ezequiel, que se había acostado un rato mortificado por las punzadas de su pierna mala. Para cuando volvieron los demás, nadie había visto a Miguel desde la comida, y un terror indescriptible se apoderó de la familia. El padre, Juan, perdió la compostura y abofeteó a su hermana pequeña, que se tragó las lágrimas y el orgullo sin una protesta. La abuela, Sabina, quedó sumida en una especie de trance, farfullando para sí frases sin ningún sentido y poniéndose a trastear en la cocina, aturullada. La madre, Gracia, soltó un quejido de alma en pena, aferró al bebé contra su pecho y zarandeó el brazo de su marido, con una súplica que siguió repitiéndole mucho después de que se fuera: “Tráeme a mi niño… tráeme a mi niño, Juan, por Dios”.

La batida se organizó deprisa, porque ya la luz empezaba a menguar. Juan y el tío Fernando cargaron las escopetas. Nieves corrió como una corza avisando en las otras casas, y enseguida los de Martina, los del Molino y los Cornejo se levantaron de la mesa olvidando la cena y uniéndose a la búsqueda. Hasta los del Carril se presentaron, y eso que el mayor seguía emberrinchado porque Gracia se había casado con Juan y no con él. Solo que, cuando la desdicha se cebaba con alguien del Valle, se olvidaban al momento rencillas y apellidos.

—¿A dónde vas tú? —le espetó el abuelo Ezequiel a Delia, cuando esta pareció en el zaguán llevando botas y pantalones—. Esto es cosa de hombres. Te quedas en casa consolando a la madre, que es lo que tienes que hacer.

La mirada que le lanzó su nieta entonces hizo que al patriarca se le subieran los colores a la cara, y fue él quien, sin más comentarios, renqueó con el fastidio de su artritis hasta los fogones para hacer café y sacar del estupor a Sabina, que seguía sollozando en un rincón con el mandil sobre la cara.

Fue precisamente Tomás del Carril quien organizó al grupo, emparejando a todos los voluntarios y enviándolos a rastrear el bosque hasta el río. No hubo comentarios cuando él mismo se ofreció a acompañar a Juan. Nadie lo dijo para no conjurar el mal fario, pero si pasaba lo peor, Dios no lo permitiera, el padre del chiquillo podría perder la cabeza. Y haría falta alguien fuerte, como Tomás, para impedirle entonces hacer una locura.

Hasta el último momento, Delia se mordió los labios, inquieta, casi saltando sobre un pie y sobre el otro, temiendo que aquellos hombres impacientes la mandaran de vuelta a la cocina con un aspaviento. Tomás apenas frunció el ceño cuando llegó a su altura. La miró de arriba abajo, como si sopesara el valor de su empeño. Nunca antes se había sentido ella tan bajita, tan poca cosa, tan prescindible. Aún le escocía la bofetada rabiosa de su hermano, y la culpa por desatender a su sobrino se la estaba comiendo viva. Quería ayudar, quería encontrarlo y ponerlo a salvo, como fuera. Devolvérselo a Gracia. Devolvérselo a Juan. Se estiró todo lo que pudo, alzando la barbilla, sin despegarse de los ojos negros de Tomás del Carril. Procurando fingir un empaque que estaba muy lejos del que le otorgaban su corta estatura, su cara redonda, sus trenzas y sus ridículos quince años. Tomás asintió y dijo una única palabra:

—Conmigo.

Con un alivio inmenso, Delia se agazapó obediente, para no llamar mucho la atención, no fuera a ser que Tomás se lo pensara dos veces. Salieron todos, en medio de una algarabía de perros nerviosos que olfateaban y corrían de un lado a otro, y de las voces atronadoras que repetían el nombre de Miguel. Registraron sin descanso cada recoveco del bosque, río arriba, río abajo, escudriñando hasta las piedras antiguas del túmulo pagano que nadie osó nunca echar abajo, mirando incluso en el Pozo de la Cautiva, al que se asomó Esteban Cornejo santiguándose tres veces, por si se le aparecía el espectro de la pobre infeliz que, según los cuentos de las viejas, se había caído allí hacía más de medio siglo sin que nadie la encontrara jamás.

Amanecía ya cuando uno de los chuchos dio con el rastro, cruzó el río sin un titubeo y enfiló hacia una gruta pequeña supurante de humedad en la que encontró a Miguel, hecho un ovillo, dormido como un ángel. Tomás fue el primero en llegar, envolvió al niño con su gabán y se lo llevó al padre, que estuvo a punto de desmoronarse por la impresión de verlo sin un rasguño. Los sollozos de alivio de Juan despertaron a la criatura, que se desperezó con ganas y los miró a todos, intrigado.

—Pero, ¿cómo se te ocurre, chaval? —regañó Esteban Cornejo sin convicción.

—¿Cómo te metes en el bosque, calamidad? —añadió Germán de Martina, risueño—. La madre que lo parió, qué paliza tiene…

—Había una chova —explicó el niño, restregándose los párpados—. Iba dando brincos entre los árboles.

—Hombre, no me jodas… —rió Armando, el del Molino—. ¿Y te vas detrás de un pajarraco así, como si nada?

—Yo te mato —protestaba Delia, sonriendo entre sus lágrimas, mientras Juan cubría al chiquillo de besos y pescozones—. ¿No ves que te podía haber pasado cualquier cosa? ¿Y si te caes al río? ¿Y si bajan los lobos del monte? Miguel, por Dios…

—Pero no me pasó nada —respondió él, muy ufano—. Estaba la señora para cuidarme.

—Encima se le ha aparecido la Virgen, verás… —resopló Ramón del Carril, amoscado.

—La señora del Pozo —aclaró el niño, sin inmutarse—. Ella me llevó a la cueva. No le vi bien la cara, pero debe ser medio loba, porque tiene una cola muy larga.

Esteban volvió a persignarse tres veces, mientras Germán soltaba una blasfemia.

—¿Qué dices, Miguel? —masculló Juan, lívido—. Eso lo has soñado, hijo.

—Que no lo he soñado, Padre. Que estaba allí conmigo —porfió el crío.

—Ya. ¿Y dónde está ahora esa señora, zagal? —quiso saber Tomás.

Miguel se encogió de hombros, bostezando.

—No le gustan las escopetas. Su novio llevaba una cuando la trajo al bosque. Por eso sigue escondida.

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