La editorial Sexto Piso se ha propuesto llevar el desembarco de Jane Smiley (Los Ángeles, 1949) a buen puerto. Ya lo consiguió con la celebrada La edad del desconsuelo (1987; 2019) y con Un amor cualquiera (1989; 2020), que forma parte del díptico que ahora completa La mejor voluntad. El volumen llevaba en origen el subtítulo de two novellas, lo que aquí conocemos con el término francés nouvelle y hemos acomodado como ‘novela corta’ cuando queremos evitar el galicismo. Lo de la extensión en la literatura va cambiando con los tiempos, como se sabe. En la actualidad, la «unidad de impresión» teorizada por Edgar Allan Poe hace ya tiempo que se acortó. Hoy esa necesidad de mantener el pulso del relato sin desfallecer se ha visto alterada por los miles de motivos que logran desatendernos del quehacer lector. Por otro lado, hay magos que consiguen generar tal grado de intensidad que aun las novelas más largas piden ser leídas del tirón, pero son los menos. A mí me pasó. Una vez. Doy fe.
La mejor voluntad pertenece a ese género a camino entre el cuento y la novela, entre lo corto y lo largo, pero siempre en la senda de lo bien contado. Si no es del todo redonda no habrá que culpar a las buenas artes de Smiley, sino a la sensibilidad de cada cual, y sobre todo a lo que entendamos por eso de que el fin justifica los medios. Puestos a imaginar, el relato parecía que se encaminaba hacia aquel final que se fija para siempre en el recuerdo cuando la memoria nos devuelve el placer de visitar La última noche, el cuento indeleble del mago James Salter. Con la mejor voluntad, La mejor voluntad se convierte en otra cosa, pero se disfruta gracias al sabio manejo de la intriga, al buen dibujo de los personajes y a un peculiar sentido para generar tensión sin apenas resuello. Volvemos atrás para asegurarnos de haber leído bien, porque no acabamos de asimilar que se pueda contar el drama que se avecina como quien oye caer la lluvia o rumiar a las vacas.
La historia explica la vida de la familia Miller. Bob, nuestro poco fiable narrador, es un veterano de guerra católico que ha creado el paraíso con el que siempre soñó: una granja en lo alto de un valle a las afueras del pueblo de Moreton, en Pensilvania, donde algunos cuáqueros campan por sus respetos y donde Liz, la mujer de Bob, busca algo de serenidad y sentido existencial más allá del día a día en la finca familiar. Allí crían a Tommy, un niño de siete años que se ha iniciado en la vida escolar tras años de educación doméstica. Han escogido cultivar su propia comida, hilar y tejer sus ropas, fabricar sus propios muebles, no tienen automóvil, ni televisor ni teléfono; en definitiva, viven del trueque y de mantener intacta la esperanza en la nueva generación que personifica el pequeño y voluntarioso Tommy.
La historia trae ecos de El largo y cálido verano (1958), aquella filigrana cinematográfica de Martin Ritt, basada en varios relatos de William Faulkner (1958), en particular del personaje de Ben Quick que encarnaba Paul Newman, pero el conjunto tiene otros puntos de contacto con La costa de los mosquitos (1981) de Paul Theroux y con el Captain Fantastic (2016) de Matt Ross. El estilo de vida autosuficiente y el orgullo de llevar a cabo un proyecto vital que armonice con una filosofía en la que se entroniza la decencia del buen salvaje frente al arribismo capitalista acabará pasando factura a los Miller. Y es que no hay demasiadas cosas más desestabilizadoras para una familia que vive en la periferia física y moral del mundo contemporáneo que dejar día tras día al primogénito en la escuela, lugar de enriquecimiento personal y descubrimiento paulatino de nuevas realidades. No se puede contar mucho más. Seguimos en la medida de la nouvelle y eso tiene sus riesgos. Lo mismo que vivir la ilusión de lo idílico o buscar la utopía en los arrabales de una ciudad estadounidense.
Es bajo esta perspectiva cuando cobra sentido el título del relato con el que Jane Smiley cierra su tríptico familiar. Con diferente urdimbre a Un amor cualquiera, pero con la misma madeja de hilos llena de miedos y sorpresas al comprobar los estragos y las heridas íntimas que infligimos sin querer a quienes tenemos más cerca, también aquí se retoma el universo de las relaciones familiares y se muestra la vulnerabilidad que nos asola cuando el orgullo nos devora o, como ocurre en La edad del desconsuelo, cuando nos acecha el pavor al imaginar la pérdida del ser amado. En este caso, no se trataría tanto de una pérdida cuanto del derrumbamiento de las expectativas creadas a lo largo de los años, tal vez porque, como se menciona en la novela, “el deseo de venganza es un hecho en la vida conyugal”. Ya se sabe, siempre fue peligroso actuar como es debido. Porque, ¿qué es lo debido? ¿A quién se le debe? ¿Quién juzga la conveniencia o no de nuestros actos? ¿Quién, al fin, nos habrá de juzgar cuando la figuras divinas se nos han desvanecido, ya sea por olvido o por indiferencia? El narrador de La mejor voluntad tiene algunas respuestas, aunque tal vez sean las equivocadas. Su autora tiene algunas más. No dejen de seguirla.
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Autora: Jane Smiley. Título: La mejor voluntad. Traducción: Inga Pellisa. Editorial: Sextopiso. Venta: Todostuslibros y Amazon
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