Cuentan que Mariano de Cavia, célebre periodista en aquellos albores del siglo XX, acudía cada mañana a ver cómo los niños pateaban una pelota cerca del hotel donde vivía. En una época donde germinaban las vanguardias y las bohemias, donde noventayochistas y novecentistas elevaban la cultura hasta límites no alcanzados más tarde, y donde además germinaban los mejores poetas de los últimos cuatro siglos, nadie entendía que un humanista como Cavia perdiese las mañanas viendo a los chavales divertirse con ese nuevo deporte, que unos llamaban fúrbol, otros fúbol, otros fúpbol, y así en innumerables variantes fonéticas. El maestro, que tenía una notable formación filológica, tomó cartas en el asunto y publicó un artículo en El Imparcial defendiendo un neologismo cosecha propia: “balompié”. Uno de los párrafos del artículo es magnífico: «Brindo esta idea en bien de la riqueza de esta habla española, por cuya conservación todos debemos interesarnos de continuo, sin dejarnos vencer por la rutina y el culto inconsciente que se rinde al exotismo; culto asaz bajuno y excesivamente cursi en muchas ocasiones».
Pese al furor inicial que causó el texto, y pese a que algunos equipos profesionales incluyeron el término “balompié” en sus respectivos nombres, lo cierto es que la idea no cuajó. La gente se decantó por el anglicismo, aceptado hasta hoy con la misma disparidad de variantes fonéticas. Una década más tarde, preguntaron a Mariano de Cavia por el fracaso de su propuesta, y respondió lacónico: «Es cuestión de prestigio», afirmó. Y razón tenía: el fútbol era un deporte en esencia inglés, la selección británica dominaba todas las competiciones, y aceptar el calco semántico suponía acercarse a ese dominio. La evolución del lenguaje es imprevisible, y el trasiego de préstamos lingüísticos entre los distintos idiomas contribuye en buena parte a esa imprevisibilidad. De un tiempo a esta parte, el prestigio al que se refería Mariano de Cavia está más presente que nunca cuando de aceptar anglicismos se trata. Se ha convertido en el idioma de referencia, ha desbancado al francés como lengua de prestigio entre españoles pretenciosos, y su predominancia responde a cuestiones que no necesariamente tienen ya que ver con la necesidad de reflejar una nueva realidad semántica.
Estos anglicismos tienen un target, es decir, un grupo de personas mucho más elegante que el «público», que acepta que el muffin cueste cincuenta céntimos más que una «magdalena», y si además la reparte un rider, que es un oficio menos precario que el de simple «repartidor», entonces full business. Habitan en los coworkings, que es como compartir un zulo pero con derecho a lunch y buen feeling. Sucumben a la moda que ha surgido durante la pandemia: el webinar, al que llaman así porque de haber ofrecido una «charla en red» nadie se hubiese apuntado. Su único road map es aumentar la capacidad para escupir anglicismos descontroladamente. Sólo así encontrarán un buen sponsor para su branding, y su manager hará de ellos genios del marketing, con derecho a resort en Torremolinos, con un par de papers publicados y un link en el home de la empresa, al ladito mismo del CEO. Evidente win-win. Dejan espacio para el afterwork, eso sí, una cervecita en un garito random, una app donde hacerle match al crush. Si Cavia levantara la cabeza, se encontraría con que ese exotismo lingüístico que denunciaba cien años atrás dejó de ser asaz bajuno y excesivamente cursi; ahora es mainstream, cool y friendly. Salve, don Mariano; el idioma que va a morir te saluda.
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