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El primer beso

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

Que el tiempo es relativo uno lo aprende con el primer beso. También que la eternidad existe, aunque dure unos segundos. Los besos es lo más cerca que estaremos jamás de la infinitud. Y eso es gracias a la piel de los labios, que es muy especial, es finísima y cuenta con más de un millón de terminaciones nerviosas. Luego entra en juego la lengua, según dicen el músculo más fuerte del cuerpo humano. No deja de ser paradójico que el músculo más fuerte sea el responsable de activar los sentimientos más delicados. También me gusta pensar que en el beso se encuentran todas las palabras que las lenguas dicen, dijeron y dirán y, poniéndome borgiano, las que nunca dijeron, dirán ni dicen, y todos los gustos que han probado y probarán. ¿Cómo no iba a ser el beso un motivo tan explorado por el arte? Si lo miráramos desde fuera, como lo harían unos extraterrestres recién llegados, pensaríamos en ritos nauseabundos e insalubres. De hecho, eso mismo es lo que pensamos cuando niños, ¿no? «Un beso, qué asco», como si lo que viéramos fueran dos caracoles copulando.

A día de hoy —parafraseo a Brecht— no corren buenos tiempos para el amor. En un apasionado beso de tornillo se pueden llegar a intercambiar 80 millones de gérmenes. El amor, al menos el carnal, guarda, pues, universos minúsculos, crea galaxias atemporales y las hace viajar. Lleva vida.

Pero el amor, a veces, nos hace enfermar. Y por eso esta pandemia también es pandemia de distancia y frialdad, de desierto. Quizá, hasta que todo esto pase, nos podamos calentar con el arte. Rodin, Klimt, Toulouse-Lautrec, Blake Edwards o Brancusi… O, como profetizó con funesta puntería Magritte en Les amants, sí podemos besarnos, pero con cautela.

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Me entra la duda de si la pintada es una advertencia, rollo «ojo, que nuestro amor es real, por favor, no lo borréis, no seáis cabrones» . O si es más conceptual, en plan, «el amor, en general, cuando es real, es imborrable».

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El otro día, una amiga me explicaba que entre sus amigos habían acuñado la expresión «falso positivo» para referirse a aquellas personas que con la mascarilla puesta prometen mucho y que sin ella frustran todas las expectativas. Y quizá sea porque los ojos son los elementos más expresivos del rostro. Con los ojos seducían las antiguas cortesanas que escondían las frutas de sus bocas tras los abanicos y dejaban caer sus pesados párpados bajo el peso de sus pestañas, pretendidamente tímidas. Pocas orejas, narices e incluso bocas han seducido, o enamorado, como una mirada. Mi primer enamoramiento, de hecho, vino así, cuando caí sin remedio en el campo de atracción de unos iris y me perdí en su vértigo.

Hace un tiempo, no sé dónde leí, vi o escuché algo tan macabro como revelador, y es que a aquellos cadáveres encontrados en el mar a los que los peces les han comido los labios y los ojos es imposible identificarlos. No bastan ni el pelo, ni la forma de la cara, ni las cejas o los lunares, ni las orejas. Tan importantes son los ojos… No en vano cuando queremos ir de incógnito nos calzamos unas gafas de sol. Bueno, hoy todos llevamos gafas de sol, y el gesto de la gabardina, el sombrero y los anteojos ahumados ya es una caricatura, pero hubo un tiempo en el que unas simples gafas te podían hacer invisible.

Pensando sobre esos «falsos positivos», me di cuenta de que también este quilombo de pandemia nos ha hecho descubrir algunos «falsos negativos». Gente que nos parecía normalita e incluso fea, y que ahora que lucen solo sus miradas nos empiezan a resultar muy atractivas. Al fin y al cabo, los ojos son las ventanas del alma y las mascarillas nos obligan a mirar en ellas.

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