Luis García Jambrina consiguió más de 150.000 lectores con su serie de novelas protagonizadas por Fernando de Rojas, a quien convirtió en una especie de Sherlock Holmes del Renacimiento español. Y ahora regresa a las librerías con un thriller histórico protagonizado nada más y nada menos que por Miguel de Unamuno, quien inicia una investigación para descubrir quién ha matado al cacique de un municipio de Boada.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de El primer caso de Unamuno (Alfaguara), de Luis García Jambrina.
***
I
Salamanca, sábado 9 de diciembre de 1905
La levítica ciudad dormía el sueño de los justos. Nada ni nadie parecía turbar su paz de cementerio, su bendita modorra provinciana. Mientras todo mudaba y se agitaba a su alrededor, Salamanca se había quedado varada en el tiempo, presa de la nostalgia de sus viejas hazañas y sus glorias de oropel; hasta su universidad seguía sumida en una cierta decadencia. Como todos los días, don Miguel se había levantado muy temprano, antes del alba, y, tras un frugal desayuno, se había puesto a trabajar en su estudio. Después de dejar postergada su novela La tía, llevaba ya un tiempo intentando escribir un ensayo de carácter espiritual que había bautizado provisionalmente con el título, un tanto vago y pretencioso, de Tratado del amor de Dios. A diferencia de otros libros suyos, la gestación de este iba a ser larga y complicada, dado que en él se adentraba en los recovecos más profundos de su alma, y eso entrañaba muchos riesgos y dificultades.
En España, la inestabilidad política de la Restauración, agravada por la pérdida de las últimas colonias de ultramar, no era, pues, más que la manifestación de algo mucho más profundo y radical, algo que la hermanaba con el resto de Europa; de modo que el tan manido «problema español» era solo una forma de experimentar el «mal del siglo» y el vacío de un mundo cada vez más caótico y desencantado. Todo esto, como es lógico, llevaba años incubándose, pero las radicales transformaciones provocadas por los grandes avances científicos de las últimas décadas lo habían acelerado.
En su ensayo, Unamuno quería dar cuenta de su manera particular de enfrentarse a esa crisis, que él había sufrido con crudeza y en carne propia unos años antes, así como a aquellas cuestiones que más lo obsesionaban: la fe, el amor, el cristianismo y, por supuesto, el hambre de inmortalidad o el deseo de permanencia y de infinitud. No se trataba, pues, de exponer sus ideas ni menos aún de defender sus creencias, ya que él ni creía ni tampoco dejaba de creer, sino de combatir los dogmas y lanzarse a la intemperie y a la aventura, sin ningún plan preconcebido, desde la duda y la incertidumbre, lo que a buen seguro iba a provocar el rechazo de los biempensantes y de las jerarquías eclesiásticas, algo a lo que ya estaba muy acostumbrado.
Desde que don Miguel llegara a la ciudad unos quince años atrás, el obispo de la diócesis, el célebre padre Cámara —aficionado a las excomuniones, azote de ateos y liberales y dueño y señor de la prensa salmantina—, se había convertido en su particular bestia negra, en su enemigo más hostil. Desde su púlpito, no había cesado de atacarlo con sus homilías, cartas pastorales y artículos de opinión publicados en el diario ultracatólico y conservador El Lábaro, tildándolo de protestante y racionalista, cuando no de hereje, panteísta y anarquista, algo que a Unamuno no solo no lo molestaba, sino que lo complacía y lo estimulaba a seguir su camino. «Las religiones viven de herejías», solía decir. En los últimos años, incluso, el obispo había intentado con todas sus fuerzas que el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes lo cesara como rector, y a punto había estado de conseguirlo varias veces. Pero tras la muerte del padre Cámara, hacía algo más de un año, Unamuno se había quedado huérfano de contrincantes. Detractores, desde luego, no le faltaban; sin embargo, no había ninguno que estuviera mínimamente a su altura. Y él era uno de esos pensadores que necesitan rivales a los que enfrentarse e ideas y falacias contra las que combatir.
Sus enemigos eran los que lo hacían crecerse y dar lo mejor de sí, y, ahora que no los tenía a la vista, se había ido desinflando y encerrando en su interior, como si hubiera renunciado a su voluntad. De hecho, algunos de sus amigos y admiradores pensaban que, desde que el Partido Conservador lo había nombrado rector y no estaba ahí el padre Cámara para azuzarlo y plantarle cara, se había ablandado un poco, y la verdad era que no les faltaba razón. Si hasta él mismo lo reconocía en ocasiones ante algún incondicional cuando le confesaba que ese era uno de los daños que le causaba el rectorado, ya que, para no perderlo, con frecuencia medía bien lo que escribía y no se soltaba tanto la lengua en sus escritos públicos como en sus cartas privadas, a las que era tan aficionado, y es que padecía de lo que él llamaba «epistolomanía». Hasta que de repente un día estallaba y decía todo lo que pensaba sin importarle las consecuencias, pues Unamuno, además de rector y catedrático, era un intelectual comprometido y un hombre de acción, un hombre de pelea, un luchador, un agonista. «Primero la verdad que la paz» era su lema o divisa, aunque don Miguel solía expresarlo en latín: Veritas prius pace, dado que así tenía más sentido y contundencia para él.
Por más que se había esforzado, en varias horas tan solo había logrado escribir un par de líneas con su letra de patitas de mosca, como él decía, y eso para Unamuno resultaba excepcional. Si de algo pecaba, era justamente de lo contrario: de escribir a borbotones y de manera un tanto febril y arrebatada, a lo que saliera, sin ninguna clase de planificación, como un torrente de tinta vivo y descontrolado; también algo descuidado y desaliñado, pues odiaba el «gramaticismo» y no solía pararse a reflexionar; eran el libre pensamiento y el sentimiento los que guiaban su mano, haciendo camino conforme andaba. El problema, en este nuevo ensayo, era que todavía no había encontrado el hilo del que tirar y eso lo tenía bloqueado. Se había estancado, y el agua detenida, como el pensamiento coagulado o cristalizado en ideas, acababa pudriéndose tarde o temprano.
Antes de que las paredes se le vinieran encima, don Miguel dejó junto al tintero su portaplumas de caña, fabricado por él mismo, y se dirigió al casino. Tan pronto como dejó atrás el refugio de la casa rectoral, a continuación del viejo edificio de la Universidad, el de las antiguas Escuelas Mayores, en la calle de Libreros —llamada así porque en ella se habían establecido antaño las primeras imprentas y librerías de la ciudad—, notó el mordisco del viento. Fuera hacía un frío tan traicionero que, si te descuidabas, te apuñalaba por la espalda al volver una esquina. Además, había salido tan distraído y ofuscado que a punto estuvo de meter el pie en un charco. Como tantas otras cosas, el empedrado y el alcantarillado de la villa dejaban mucho que desear; cada vez que llovía, las rúas y plazas se convertían en una especie de vertedero, y toda ella hedía hasta el punto de que un ilustre visitante había descrito Salamanca como una señora noble y elegante a la que le olían mucho los pies.
Unamuno gruñó por lo bajo y siguió andando, mientras con el rabillo del ojo advertía sobre sí el peso de algunas miradas.
Aunque llevaba ya un tiempo viviendo en la ciudad, todavía llamaba la atención de mucha gente: alto, erguido, con su porte austero y orgulloso y su eterna indumentaria de pastor protestante o de cuáquero, fiel reflejo de su carácter; siempre con traje oscuro, con frecuencia azul marino, y sin corbata, el chaleco severamente cerrado hasta la nuez o el cuello de la camisa, los zapatos anchos de caminante y el sombrero de fieltro negro, redondo y flexible, de esos que pueden guardarse en el bolsillo sin deformarse; por lo general, prescindía del abrigo, incluso en pleno invierno. Tenía la frente despejada e inclinada, en línea con la nariz, el pelo muy corto y con algunas canas prematuras para sus cuarenta y un años, y la barba poblada y con zonas grises, que la dulcificaban un poco; los ojos de búho, la mirada de águila y las gafas de metal, de montura muy fina y puente curvo. En fin, todo un personaje.
El casino se encontraba en el palacio de Figueroa, en la calle de Zamora, pasada la plaza Mayor, que a esas horas bullía de gente ociosa y festiva. Se trataba de un edificio renacentista con un hermoso patio de columnas monolíticas y arcos airosos que Unamuno atravesó como una exhalación, pues ese día no quería ver ni saludar a nadie. Se dirigió directamente a una sala de la planta principal en la que los habituales pasaban el rato jugando al dominó o a las cartas mientras se tomaban un café o se fumaban un habano. Allí estaban las mismas caras de siempre, con idénticos gestos de desgana y la monotonía y la ramplonería acostumbradas, algo que don Miguel no soportaba; de hecho, en varias ocasiones se había dado de baja como socio para no tener que contemplar ese espectáculo, si bien, pasado un tiempo, volvía a solicitar el alta, aunque solo fuera por tener un lugar donde poder polemizar y leer la prensa.
Se sentó en un rincón apartado y se dispuso a jugar una partida de ajedrez contra sí mismo, ya que entre los miembros del casino tampoco en eso tenía rival. Como buen estratega de blancas y negras, podía tirarse horas y horas haciendo movimientos, dado que entre los dos contendientes había una igualdad absoluta. Era la partida perfecta, por lo que solía quedar en tablas, salvo que, por algún motivo, uno de sus dos yoes se distrajera durante un instante. Pero esa mañana se cansó enseguida.
—————————————
Autor: Luis García Jambrina. Título: El primer caso de Unamuno. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: