Nueva York, la Gotham del universo Batman, la ciudad que nunca duerme, la de los milagros callejeros, en Navidad o siempre, de los relatos de Damon Runyon, la de los espectáculos de Broadway, los barrios marginales —ahora ya chic— y peligrosos como el Bowery, Little Italy, Chinatown o Hell’s Kitchen, los paseos románticos en coche de caballos por Central Park, la de los mad men, los energéticos ejecutivos de la Avenida Madison —Cary Grant en Con la muerte en los talones era uno de ellos antes que apareciera Jon Hamm—, la de las comedias sentimentales de Woody Allen, ha sido desde siempre una ciudad oscura, llena de recovecos, el hábitat natural de los depredadores de la jungla humana, la del hombre lobo para el hombre. Melodía de seducción, El detective, Klute, Manos sucias, El Padrino o Brigada homicida son solo algunas muestras de buen cine negro cocinado a ritmo inquietante de thriller con el marco incomparable de Nueva York como telón, y en muchos casos protagonista de esos relatos.
El añorado maestro que fue —para mí y para mucha gente— Julián Marías fue quien me descubrió las bondades de una serie de novelas policíacas, de ambiente noir, escritas por Lawrence Sanders. A Marías también le gustaban sobremanera las novelas de Ross Macdonald, con ese detective tan psicologizable que es Lew Archer. Una de esas novelas escritas por Sanders es El primer pecado mortal (1973), que, si no recuerdo mal, editó en España Ultramar. La novela le gustaba mucho a Frank Sinatra, que adquirió los derechos para el cine pensando en que la dirigiera Roman Polanski, ya que le había gustado mucho Chinatown. Pero no pudo ser, porque Polanski se vio envuelto en un caso policial con cargos por violación y abusos a una menor de edad, y el cineasta polaco tomó las de Villadiego. La productora le entregó la película a Brian G. Hutton (1935-2014), un antiguo actor de series televisivas en los años 50 reconvertido en un buen y eficaz artesano, de esos que jamás desperdician un buen guion y se manejan como pocos con las egocéntricas estrellas de turno. Hutton se especializó en películas bélicas de acción como Los violentos de Kelly o Ha llegado el águila y decidió parar tras un rodaje con Liz Taylor, nada convencido de las bondades del cine. Al cabo de siete años de parón le ofrecieron El primer pecado mortal y poco después rodó La larga ruta a China, una estupenda película de aventuras.
El primer pecado mortal constituyó la despedida de Frank Sinatra como actor de cine, una labor oscurecida por su magistral carrera como cantante. Y conviene decir desde ya que Sinatra es un gran actor de cine, especialmente cuando los personajes que interpreta se le pegan a la piel, solitarios, atormentados, duros, con historias de amor que, como en sus baladas de saloon o sus torch songs, destilan esa desterrada melancolía que producen los recuerdos in the wee small hours, apurando la última copa mientras un fatigado camarero recoge mesas y sillas y barre con desgana el sucio piso del local. Sinatra es muy bueno siempre, sea en musicales —Un día en Nueva York, Llévame a ver un partido o Levando anclas— o en pura comedia —Millonario en ilusiones—, pero es aún mejor actor con esos personajes como el del soldado Angelo Maggio de De aquí a la eternidad, papel que, al parecer, le agenció su Ava Gardner y no don Vito Corleone en la versión de Mario Puzo en El Padrino, el trompetista atrapado en la adicción a la droga de El hombre del brazo de oro, o los vivales desarraigados de Pal Joey o Como en un torrente.
Con Gordon Douglas, un duro veterano todo terreno del viejo Hollywood, un cineasta de géneros que nunca se equivoca, se llevaba especialmente bien y rodó tres películas negras excelentes, dos como Tony Rome, un desilusionado detective en la estela del Marlowe chandleriano, Hampa dorada y La mujer de cemento, y otra, El detective (1968), la mejor a mi juicio, como Joe Leland, un policía neoyorquino ya de vuelta de todo y al que la vida le atrapa en medio de un romance de ida y vuelta. Lee Remick es su esposa, con un pasado a cuestas que lo arrasa todo, y un turbio caso de homosexualidad y drogas inserto en un mundo de corrupción y poder.
Habida cuenta de lo que a Sinatra le gustó su personaje de Joe Leland en El detective no es raro que se moviera rápido para hacerse con los derechos de la novela de Sanders, porque El primer pecado mortal (1980) sitúa en una nocturna ciudad de Nueva York la investigación de Edward Delaney, un policía al borde de la retirada, sobre un asesino en serie que maneja un picahielos junto con una devastadora historia de amor, la que siente y padece el policía por su mujer, Lee Remick, convertida en Faye Dunaway, enferma terminal en un hospital al que una y otra vez regresa tras las agotadoras horas de investigación criminal. El guion logra la armonía entre el escenario neoyorquino, tan sugestivo como peligroso, las labores rutinarias de la policía, el mundo turbado del detective y la devastada historia de amor sin final con su mujer. Un noir que podría haber caído en el ornamentalismo sentimental del melodrama o en el cinismo nihilista de nada vale ya en esta vida, y que en cambio circula sobre los raíles del humanismo desagarrado, sobre la vida hecha pedazos con la que hay que vivir sin pactar, padeciéndola sin compadecernos.
Hutton gobierna con discreción y acierto en la alternancia del ritmo de las secuencias de acción con las de la intimidad de la vida del detective, un pulso que revela su destreza a la hora de narrar esta poderosa historia. Sinatra compone magistralmente al desilusionado Delaney, cuya vida de policía de investigación y calle cede poco a poco ante la visión de la enfermedad de su mujer, que añade un velo moral a todo lo que hace y a cómo vive. Crepuscular, melancólica, con una banda sonora evocadora en manos de Gordon Jenkins, un arreglista habitual en algunos de los mejores discos del cantante, la película cuenta con la solidez de interpretaciones de veteranos como James Whitmore o Anthony Zerbe, o del poderío de otros capaces de componer sus personajes con la argamasa de una caracterización emocional como Brenda Vaccaro o Martin Gabel en su postrera actuación.
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The First Deadly Sin (El primer pecado mortal, 1980). Producida por Frank Sinatra, Eliott Kastner, George Pappas y Mark Shanker. Dirigida por Brian G. Hutton. Guion de Mann Rubin, adaptando la novela El primer pecado mortal, de Lawrence Sanders. Fotografía de Jack Priestley en color. Música, Gordon Jenkins. Vestuario, Theoni V. Aldredge. Interpretada por Frank Sinatra, Faye Dunaway, David Dukes, George Coe, James Whitmore, Brenda Vaccaro, Martin Gable, Anthony Zerbe, Joe Spinell, Bruce Willis. Duración: 112 minutos.
Gran película en un gran escenario, como es Nueva York. Entre mis favoritas, «La ciudad desnuda» de Jules Dasssin.
Excelente artículo de Eduardo Torres-Dulce, como siempre. Aunque hay un pequeño lapsus: «Ha llegado el águila» («Eagle has landed») es de John Sturges. La que sí dirigió Brian Hutton es «El desafío de las águilas» («Where eagles dare»), basada ésta en la novela homónima del best-seller Alistair McLean, con Clint Eastwood, Richard Burton y Mary Ure.