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El Príncipe Feliz, de Oscar Wilde

El Príncipe Feliz, de Oscar Wilde

Libros del Zorro Rojo rescata un clásico de la literatura universal en su formato original. Porque esta edición de El Príncipe Feliz y otros cuentos reproduce fielmente el formato de aquella tirada de setenta y cinco ejemplares que el autor firmó en 1888 y que el editor puso a la venta sin saber que estaba lanzando a las calles de Londres un libro que habría de hacer historia. Una oportunidad magnífica para recuperar el universo de Oscar Wilde.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El Príncipe Feliz y otros cuentos (Libros del Zorro Rojo), de Oscar Wilde. Con ilustraciones de Walter Crane y Jacomb Hood, y traducción de Julio Gómez de la Serna.

***

El Príncipe Feliz

En la parte más alta de la ciudad, sobre una alta columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo, deseoso de granjearse una reputación de conocedor de arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que le pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Desde luego que parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis? —replicó el profesor de Matemáticas—. Si no habéis visto uno nunca…

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de Matemáticas fruncía las cejas adoptando un severo aspecto, porque no podía dar por bueno que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el junco le hizo una profunda reverencia.

Entonces, la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.

Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.

—Es un enamoramiento ridículo —gorgoteaban las otras golondrinas—. Ese junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.

Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.

Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.

Una vez que se fueron, su amiga se sintió sola y empezó a cansarse de su amante.

—No sabe hablar —decía ella—. Y además temo que sea inconstante, porque coquetea sin cesar con la brisa.

Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.

—Veo que es muy casero —murmuraba la Golondrina—. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.

—¿Quieres seguirme? —preguntó por último la Golondrina al junco.

Pero el junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.

—¡Te has burlado de mí! —le gritó la Golondrina––. Me marcho a las pirámides. ¡Adiós!

Y la Golondrina se fue.

Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

—¿Dónde buscaré un abrigo? —se dijo. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.

Entonces divisó la estatua sobre la columnita.

—Voy a cobijarme allí —gritó—. El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.

Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo una habitación dorada —se dijo quedamente, después de mirar en derredor.

Y se dispuso a dormir.

Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.

—¡Qué curioso! —exclamó—. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo, llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces cayó una nueva gota.

—¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? —dijo la Golondrina—. Voy a buscar un buen copete de chimenea.

Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.

La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban anegados por las lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.

Su faz era tan bella a la luz de la luna que la Golondrinita se sintió colmada de piedad.

—¿Quién sois? —dijo.

—Soy el Príncipe Feliz.

—Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? ––preguntó la Golondrina—. Casi me habéis empapado.

—Cuando yo estaba vivo y poseía un corazón de hombre —replicó la estatua— no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, yo era feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí, y ahora que estoy muerto me han elevado tanto que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más remedio que llorar.

—¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley? —pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

—Allí abajo —continuó la estatua con su voz baja y musical—, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal y no me puedo mover.

—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

—No creo que me agraden los niños —contestó la Golondrina—. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento de tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras, las golondrinas, volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad, pero a pesar de todo fue una falta de respeto.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

—Mucho frío hace aquí —le dijo—, pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.

—Gracias, Golondrinita —respondió el Príncipe.

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Autor: Oscar Wilde. Título: El Príncipe Feliz y otros cuentos. Traducción: Julio Gómez de la Serna. Editorial: Libros del Zorro Rojo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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