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El profesional

El profesional

Genaro sentía un profundo desprecio por los ladrones. Pero aún más por aquellos artistas, escritores, cineastas o pensadores que celebraban a esos delincuentes. Tal vez porque su abuelo se había jactado durante años de haber participado, en el Brasil, de un robo incruento a un banco. Ya de por sí su padre abominaba de aquella leyenda negra. En Genaro el disgusto aumentaba hasta la repugnancia. Jean Genet o Foucault consideraban a los ladrones como resistentes contra no se sabía bien qué. Probablemente les gustara ser maltratados por gente más joven y fuerte. Pero la lírica del criminal, no en su faceta ficcional comprensible, como Hannibal Lecter o Ripley, sino la reconstrucción elegíaca de un hurto documentado y alevoso, había prosperado como género en las orillas del siglo XXI. Los asaltantes realmente existentes, retratados por la progresía de distintos géneros, subían al Parnaso de un mundo donde el esfuerzo se consideraba pecaminoso; y el atraco, una proeza del ingenio.

En una ocasión Genaro había logrado impedir un robo. No se trató de un acto de arrojo físico, que le faltaba. Solo de una toma de posición firme respecto de una minúscula estafa. Treinta años atrás, cuando campeaban las tiendas de alquiler de videos, Genaro era cliente de una gran cadena: había devuelto en la sucursal equivocada el VHS de Belmondo, El profesional.

"Pero a las tres cuadras llegó a la conclusión de que no había ninguna otra posibilidad: había dejado allí el video de Belmondo"

Por entonces Genaro tenía treinta años, había visto esa película dos veces entre su juventud y adolescencia, y la recuperaba en el umbral de su adultez. El video debía dejarse en un buzón externo del local. Una de las sucursales quedaba en Lavalle y Pueyrredón; la otra en Lavalle y Medrano. Habiéndolo alquilado en la de Pueyrredón, Genaro lo devolvió en la de Medrano. Un par de días después, cuando lo llamaron de la sucursal correspondiente para reclamarle, descubrió el error y se dirigió a la de Medrano. Lo atendió una señorita de unos veinte años, con su visera de la empresa y una media sonrisa indiferente. No era atractiva ni dejaba de serlo. Genaro le explicó el error. La muchacha respondió que no habían dejado ninguna copia de El Profesional, de Belmondo. A Genaro le sorprendió que ni siquiera lo chequeara. Insistió. La muchacha casi no lo dejó terminar de hablar, de modo cortante repitió que no. Genaro se marchó considerando el caso. Pero a las tres cuadras llegó a la conclusión de que no había ninguna otra posibilidad: había dejado allí el video de Belmondo. Regresó sobre sus pasos. La muchacha lo recibió con una mueca de rechazo. No obstante Genaro le pidió que convocara a un gerente o personal administrativo relevante, o le pasara el número de teléfono de un responsable a tal efecto. Ella volvió a replicar sobre la última letra, sin repreguntar ni aclarar: habían encontrado el video.

Genaro la miró estupefacto. ¿Pero por qué no me lo dijiste antes de que hablara?, preguntó. No sé, acotó escuetamente la muchacha. “Ya está. Lo devolvió”, concluyó.

"En el puesto de venta de cómics de super héroes cruzó mirada con aquella empleada del videoclub de la avenida Medrano"

Genaro abandonó el sitio sabiendo que la empleada había intentado algún tipo de maniobra dolosa con el video. Se permitió anular un posible rencor. El episodio no lo olvidó. A menudo pensaba que en la cinta de Belmondo, con la magistral música de Morricone, El Profesional no robaba ni se favorecía: se vengaba de los delincuentes que habían conculcado los principios de un Estado democrático. No era un héroe por estar contra un cierto modo de convivencia, cualquiera este fuera, sino por recuperar los principios básicos en los que creía, más allá de su conveniencia personal, pero sin hacer del martirologio una épica.

Treinta años después, a sus sesenta, Genaro recogió el efectivo disperso en sus distintos bolsillos y ganó la calle para comprar sus magras vituallas: aceitunas negras, algún queso sabroso, cierto pan de molde, una lata de palmitos, lo que la suerte presentara. Pero el mediodía estaba tan estimulante que se dejó llevar por sus pasos hasta el Parque Rivadavia. La antigua usina de incunables había mutado a un dispendio de copias piratas. En el puesto de venta de cómics de super héroes cruzó mirada con aquella empleada del videoclub de la avenida Medrano. No la hubiera reconocido de no ser por la expresión deliberada de la mujer. Los años la habían beneficiado. Exhibía una sonrisa amplia, el cabello esponjoso pero consistente, y la piel suave a la vista. Por sobre todas las cosas, había un cambio en su actitud. Era cierto que apenas si habían hablado treinta años atrás, y en ese reencuentro, si se podía llamar así, en Parque Rivadavia, tan aleatorio como el de cliente y vendedora, nada los obligaba a intercambiar más que aquella mutua mirada de reconocimiento. Pero Genaro le debía a su percepción el oficio con el que había sobrellevado su vida. Trabajaba con un microscopio, sustancias e intuición.

—Lorena —dijo Genaro a la mujer.

—Sos el cliente —recordó ella—. El del video de El profesional.

Genaro sonrió como si lo hubieran descubierto en la última instancia del juego de la escondida, a un paso de cantar el Piedra Libre.

Tomaron asiento en un banco. La magia del parque y el otoño del domingo los deslizaba como si fueran piezas en un tablero encendido.

—Aquella vez intenté vender el video a una casa de alquiler particular. Ese videoclub se llamaba Los Novios. En realidad, me azuzó mi novio, Lucas. Me insistió, yo me dejé llevar. Cuando me amenazaste con llamar al gerente…

—No te amenacé —aclaró Genaro—. Solo intenté.

—Lo que sea —siguió Lorena—. No tuve opción. Pero cuando quise devolver la caja… Faltaba el VHS. Solo estaba la caja.

Repentinamente, en la memoria de Genaro, apareció aquella caja con el logo azul y amarillo de la cadena de alquiler de videos. Solo en el lomo figuraba el nombre de la película.

—Mi novio debió haberlo robado —siguió Lorena—. Pero simplemente anoté la devolución tardía y pagué la multa de mi bolsillo. Por suerte no saltó la falta. Un par de días después conseguí otra copia del video. Esa experiencia me convenció de nunca más intentar nada parecido. También corté con Lucas.

—Al final —reflexionó Genaro—. Se impuso una cierta decencia.

No me gustan las películas a favor de los ladrones.

—Pero el profesional…

—No es un ladrón. Es un proscripto. Pero los indecentes son los funcionarios que lo traicionaron.

Lorena sonrió. Intercambiaron números de teléfono. Ella le explicó que bastaba anotar cada uno en el celular del otro: su mano era un brasa tibia e invitante.

Genaro regresó caminando. Unas cuadras antes de llegar a su casa, paró en el almacén a comprar su modesta picada. Faltaba el dinero en su bolsillo. Lorena se lo había birlado. Incluso percibió el momento, cuando intercambiaban los números. Ella había acercado su mano como un gesto cálido. Subió a su casa con una amargura inconmensurable. Otra ráfaga relumbró en su memoria. Luego de retirar el VHS del artefacto, treinta años atrás, no lo había regresado al estuche. No encontraba la caja. Lo dejó entre dos libros, en la biblioteca. Cuando por fin decidió devolverlo, llevó la caja vacía, olvidó insertarlo. Buscó entre los dos libros, Maupassant y Flaubert. Allí estaba. El VHS de El profesional. No había microscopio en el mundo que pudiera revelar la sustancia de la vida. El ADN no era más que una coartada para eludir el enigma del alma.

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