Aunque llevo ya tres novelas a mis espaldas, cuando alguien me pregunta mi profesión no se me ocurre decir que soy «escritor»; de hecho, mis amistades recientes no suelen descubrirlo hasta pasado algún tiempo, supongo que porque me da cierta vergüenza desvelarlo y dar las pertinentes explicaciones sobre dónde y qué escribo. Cuando alguien me pregunta mi profesión, respondo siempre que soy «profesor», y, si acaso es necesario, añado que de secundaria, que de lengua castellana e inglés, y que de la pública. Por ahora, mi profesión es esta, la enseñanza; lo de escribir es solo una afición que me proporciona poco dinero, algunas satisfacciones y bastantes quebraderos de cabeza.
Cuento todo esto no porque me apetezca hacer público mi currículo, sino para hacer patente cuál es la situación desde la que hablo. Para que quede claro que mi punto de vista en este artículo no es el de un escritor, sino el de un docente que, sin ser quizá de los más veteranos, cuenta con suficiente bagaje como para que su opinión pueda tener algún interés.
El germen de este artículo está, como tantas otras cosas, en Twitter. Concretamente en un hilo escrito por otro profesor de secundaria hace algunas semanas que creo que no compartí y cuyo nombre de usuario no he logrado recordar —le ruego que me perdone—. En ese hilo, el compañero hablaba de la famosa teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, desarrollada a comienzos de los años 80 y que supone el pilar básico sobre el que se sustenta nuestro actual sistema educativo, basado no en que el alumno adquiera «conocimientos teóricos», sino «competencias» básicas.
Las competencias básicas en educación, según las definió el BOE en el año 2015, son lo siguiente: «conocimiento en la práctica, es decir, un conocimiento adquirido a través de la participación activa en prácticas sociales y, como tales, se pueden desarrollar tanto en el contexto educativo formal, a través del currículo, como en los contextos educativos no formales e informales».
¿Cómo se les queda el cuerpo? No se apuren: es normal. Al principio cuesta adaptarse al lenguaje vacío e impreciso que impera en los textos normativo-pedagógicos. Se lo traduzco: las competencias implican que el alumno no ha de absorber conocimientos teóricos como una esponja, sino aprender destrezas y habilidades que le permitan triunfar en distintas facetas de su vida.
Este planteamiento, como digo, está sustentado en la teoría de que no todos los alumnos aprenden del mismo modo, ya que no todos poseen el mismo tipo de «inteligencia». Howard Gardner identificó en su teoría siete tipos distintos —que otros teóricos y él mismo luego ampliarían—. Las siete inteligencias originales de Gardner son la lingüística, la lógico-matemática, la musical, la visual, la quinésica, la interpersonal, y la intrapersonal.
Según la teoría de Gardner, cada persona —y por tanto cada alumno— posee estas inteligencias en distinto grado, y por eso encontramos que la misma persona que es un genio en matemáticas puede ser malo en lengua; que quien tiene facilidad para hacer amigos puede ser torpe con un balón de fútbol; o que alguien que haya aprendido a tocar el piano de oído puede no ser capaz de comprender un simple plano de metro.
Así, la enseñanza basada en competencias trata de que los alumnos desarrollen las distintas inteligencias; es más, las competencias básicas en educación no son sino un calco de las inteligencias múltiples de Gardner —competencia lingüística, competencia matemática, etc.—. Para ello, se propone que el profesor no se limite a transmitir conocimientos por la vía tradicional, o sea, explicándolos de viva voz, con única ayuda de la pizarra y quizá algunas imágenes o vídeos para ilustrar lo que cuenta —la llamada «lección magistral»—. No, el profesor, en consonancia con la teoría de las inteligencias múltiples, ha de desplegar en el aula toda una serie de recursos y estrategias a cada cual más original e innovador, desde la gamificación al ABP —aprendizaje basado en problemas—, pasando por la simulación pedagógica o el aprendizaje cooperativo.
De lo que se trata es de evitar a toda costa que el profesor intente compartir sin más sus conocimientos. En la enseñanza por competencias el profesor no es un «transmisor» de conocimientos, sino una suerte de «guía»; el foco está en el alumno, él es el protagonista de su desarrollo educativo. El profesor, incluso, puede ser un obstáculo, si acaso sus clases resultan demasiado frustrantes, aburridas o desafiantes. El profesor, como un mago cualquiera en un talent show, ha de estar a cada momento sacándose un nuevo recurso didáctico de la chistera para mantener al alumno constantemente fascinado, embelesado por la manera en que se le insta a aprender por sí mismo: una webinar por aquí, un kahoot por allá, un juego de roles hoy, un programa de mejora de lectura online mañana.
Innovación, innovación, innovación. Esa es la clave de todo. Cada alumno posee una inteligencia distinta, y variar constantemente es la única manera de llegar a todos. Unos aprenden mediante dibujos y esquemas, otros conversando, otros moviéndose del asiento. Hay que darle a cada cual lo suyo. Tiene su lógica, ¿verdad?
La tendría, sí, si no fuera por un pequeño problema. Y es que en el hilo de mi colega profesor del que les hablaba antes se avisaba de algo que a mí, en todos mis años de formación y profesión, jamás se me había ocurrido comprobar: que la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner no tiene un respaldo completo entre las comunidades de pedagogos y psicólogos. Que de hecho es una teoría muy cuestionada en ámbitos académicos, y que ha llegado a ser calificada por algunos como un ejemplo de «seudociencia».
¿Podría acaso ser cierto que todo el sistema educativo español, y tal vez todo el sistema educativo europeo, estuviera basado en una teoría sin fundamento? ¿Podría ser cierto que la teoría de las inteligencias múltiples que nos han intentado meter en vena a los docentes a través de innumerables másteres y cursos de formación —pagados a precio de oro por cada uno de nosotros, por cierto— sea una chufa?
Yo, desde luego, no estoy en condiciones de asegurarlo, pero mi opinión personal es que, sea del todo así o no, el sistema educativo —al menos en secundaria, el ámbito donde yo me muevo— está muy mal enfocado.
Basta echar un ojo, sin ir más lejos, a los cursos de formación para profesores que citaba antes, ofrecidos por universidades, sindicatos y otras instituciones. La práctica totalidad de ellos están centrados en estrategias docentes, o sea, en cómo lograr que los alumnos adquieran competencias básicas. Pero no hay apenas ninguno centrado en que el propio profesor adquiera más conocimientos en su materia, o los renueve. A los profesores se nos ofrecen cursos sobre estrategias innovadoras para educar, pero aquel profesor que estudió su carrera y aprobó su oposición allá por los años 90, pongamos por caso, puede estar empleando esas estrategias innovadoras poseyendo él mismo unos conocimientos anticuados sobre la materia en que se licenció —salvo que él por cuenta propia haya querido mantenerse al día—.
Díganme una cosa: ¿preferirían que a sus hijos les diera clase un profesor de lengua o historia con un amplio conocimiento en recursos didácticos, pero que aprobó la carrera con un aprobado justito, o que les diera clase uno que no tiene apenas nociones de innovación educativa, pero que ha publicado docenas de libros o artículos sobre su materia, siendo un reputado especialista en ella? ¿Preferirían a un profesor que, cual payaso de circo, supiera mantener entretenidos a sus hijos, pero que no haya leído ni comprendido a Cervantes, a Shakespeare, a Marx o a Nietzsche, o a uno que conozca a todos estos y al resto, y simplemente llegue a clase armado con sus lecturas y experiencias de vida?
Esta es la verdadera cuestión, si preferimos que los profesores entretengan a los alumnos con fuegos artificiales —con recursos didácticos que parecen sacados de la web de Mr. Wonderful—, o que los profesores emocionen, inciten, desafíen —o sí, incluso aburran y frustren— a los alumnos con su saber. Si consideramos que para educar a nuestros jóvenes lo principal es tenerlos pendientes del siguiente numerito circense del profesor —por ejemplo, que se vista de pijama y baile para subir sus clases a Tiktok, caso real de hace unos días—, o si es más conveniente que su profesor sea un verdadero experto en su materia, alguien sobradamente preparado que haya recalado en un instituto no por falta de otras opciones laborales, sino por la vocación de transmitir lo que sabe, y que lo haga de la manera que mejor le parezca, sin que nadie le obligue a hacerlo mediante este o aquel recurso, tal vez incluso haciéndolo de un modo tan simple como sentándose en su asiento y narrando con sus palabras. Si el sistema educativo hay que sustentarlo en la —cuestionada— teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, y en las de los pedagogos y gurús fanáticos de la innovación que pululan por Internet —que en su mayoría jamás han pisado un aula, pero que hacen caja diciendo a los docentes cómo han de comportarse en ella—, o hay que virarlo hacia una perspectiva más sencilla y accesible, basada en los conocimientos del profesor y el esfuerzo personal del alumno.
Porque el alumno —y esta es una de las pocas enseñanzas certeras que yo he sacado en claro de mis años de profesión— no es ningún idiota, y sabe identificar al momento si la persona que se dispone a darle clase es un erudito o un vendehúmos.
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