La ilegible pesadez de la literatura
No me fío.
En cuanto oigo algo así, me parece oler a chamusquina.
A lo mejor es un problema mío. Quizás se trata de una disfunción de la pituitaria o podría ser un problema neurológico que todavía no ha sido diagnosticado. No tengo la menor idea. Pero, sea como sea, no me fío.
Como cualquier otro cazador de historias escucho a menudo ideas, argumentos y proposiciones sobre novelas que son solo un proyecto, que están a medio escribir o que van a ser publicadas. Apuntes que me desgranan desde compañeros ilustres con miles y miles de ejemplares vendidos hasta completos desconocidos que, mientras esperan a que yo les firme el ejemplar recién comprado en la correspondiente feria del libro, se animan a hablar sobre su perdida vocación de novelista y sobre las ideas que han pergeñado.
Es algo habitual, va con la profesión, como la sotana con el cura (bueno, en estos días ya no tanto, pero creo que se entiende el símil).
Y, en tanto escucho, me llega a menudo ese tufillo a socarrado. Ese dejo como de parrillada de carretera. No siempre, pero sí algunas veces.
Afortunadamente, tengo plenamente identificado al agente causante, incluso le he puesto nombre. Se trata de la inveterada pesadez distócica del genio creador, que se ha complicado por un caso agudo de psicologitis conductista precoz.
Me refiero a las afirmaciones del tipo:
—Tratará del hundimiento en la miseria de un cuarentón en crisis…
O bien:
—Quiero explorar la relación disfuncional entre un padre y su hijo…
O:
—No se ha escrito todavía la gran novela que refleje el amor olvidadizo en la ancianidad…
Yo escucho, pongo mi mejor cara de farol y, como si repasase de reojo la mano que llevo, echo la mirada abajo mientras empiezo a percibir ese tufillo a churruscado.
Pero eso no es todo, esta inveterada pesadez distócica puede complicarse todavía más con aspectos patológicos:
—Pretendo reflejar la malignidad de un dictador…
O con derivaciones fisiológicas:
—No he leído aún una novela que muestre como la mía el desahucio moral de un alcohólico…
Incluso con aspectos megalómanos:
—Deseo plasmar la futilidad de la sociedad presente…
Y hasta el día de hoy, mientras escribo estas letras, siempre había permanecido callado al escuchar afirmaciones semejantes, tragándome sin más ese aroma a carbonilla. Sin embargo, creo que ha llegado el momento de compartirlo…
Como decía, bien podría tratarse de que yo sufra una tara, algún problema que me impida estar a la altura de estas disquisiciones literarias. A lo mejor tenía razón mi abuela cuando me decía que no era muy espabilado. Podría ser, francamente, no lo sé. Pero a mí me parece que ese tipo de ideas sobre una historia deberían ser consecuencias y no causas.
Lo razono.
Una novela no debe escribirse bajo la premisa de suponer un análisis psicológico o psiquiátrico del protagonista, los personajes o la sociedad y el tiempo en el que se muevan. Una novela debe, ante todo, ser un relato de hechos y acontecimientos que, en el caso de estar bien narrados, documentados y decorados darán como resultado una colección de moralidades, valores, juicios y reflexiones que, de hecho, pueden tener un gran calado filosófico. Pero lo primero que debe ser una novela es, ante todo, un relato.
Para mí es tan evidente que, en ocasiones, me siento como debió sentirse el criajo aquel de El traje nuevo del emperador. Con la diferencia de que a mí, hasta hoy, siempre me había dado vergüenza señalar que el tipo va desnudo.
Y por eso mismo no me fío cuando me viene ese olor a chamusquina.
Pero, claro, como me mostraban los rostros de mis alumnos en los años en los que enseñaba mecánica de fluidos y su aplicación a las actuaciones de aeronaves de ala fija, el hecho de que a uno le resulte obvio cierto asunto no implica que también lo sea para los demás. De ahí que a menudo me refrene a mí mismo y me obligue a reconsiderar mis opiniones. Por eso, hoy, tras reflexionar largamente justo después de haber escuchado: «Quiero reivindicar el papel femenino en la España de hoy…»; me he decidido a consultar el diccionario.
Y me he topado con la primera acepción de la palabra novela:
novela. (Del it. novella, noticia, relato novelesco). f. Obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres. || Que narra una acción fingida.
Me produjo un inmenso alivio leerlo. De repente, por la ventana de mi casa llegaron los olores de la tierra húmeda y la nieve, del frío y del invierno. Ni rastro de ese tufo a requemado.
«Que narra una acción fingida para causar placer estético con la descripción de sucesos, caracteres, pasiones y costumbres.»
¡Qué alivio!
A lo mejor, gracias al diccionario, he descubierto que no padezco problema alguno de pituitaria. Qué cosa más maravillosa que son los libros, incluso sanan.
A mí me queda bastante claro.
Hay excepciones valientes y realmente edificantes. No puede uno olvidarse de cómo el genial Cortázar nos enredó de mala manera para explicarnos el mero hecho de cómo se sube una escalera; pero era aquel un ejercicio estético, como el de las palabras que con tanto tino se inventaba el argentino. Además, era solo un relato, no una novela. Porque semejante artimaña no hubiera aguantado el peso de unos cientos de páginas, y el argentino lo sabía.
Si se dejan a un lado esas excepciones, a mí me queda bastante claro, como escribía hace unas líneas. Opino que las novelas no deben tener por objetivo la descripción social, psicológica, moral o religiosa, sino la acción bien armada con coyunturas interesantes (coyunturas y no coyundas, aunque de esto último conviene que haya de tanto en tanto, para entretener).
Ahora bien. Planteada la hipótesis hay que hallar el modo de extraer la consecuencia. Igual que ante un teorema matemático sobre la resolución de sistemas algebraicos.
Hagámoslo.
Hasta ahora estábamos hablando en términos genéricos de novela, sin más, pero a partir de este momento, por la propia salud de la hipótesis, hablaremos de buenas novelas. Cabe hacer la distinción porque se entiende que lo que se persigue es saber cómo debe ser una buena novela, porque se desprende que poco interés habría en escribir, y mucho menos en leer, una que no lo fuese.
Así pues, lo primero que debe hacerse es definir una buena novela. Este es en sí mismo un problema que también tiende a oler a chamusquina. Sin embargo, para el propósito de estas líneas aceptaremos una premisa.
Para empezar, una buena novela debe ser pública. De nada sirve una obra maestra guardada en el cajón del escritorio de un genio. Y, para continuar, una buena novela será aquella aceptada largamente por el público y por el paso del tiempo, dándose ambas condiciones a la vez.
En ocasiones, por motivos incomprensibles, o por auténtica devoción de un grupo muy concreto de personas, una novela se vende durante años y años pero con cifras muy escasas. Esa no nos serviría.
En otras ocasiones, también de modo incomprensible, se desatan las ventas de un determinado fenómeno, pero su escasa calidad o el mero hecho de tratarse de una moda pasajera hacen que la obra fenezca pronto en los almacenes de distribución y logística.
Resumiendo, la buena novela vende bien y lo hace durante mucho tiempo. Podrá gustar más o menos a los sesudos catedráticos de literatura comparada, podrá tener más o menos aceptación entre los más reverenciados académicos, pero esos matices no son importantes. La buena novela es la que convence a muchos lectores y lo hace pasando de una generación a la siguiente.
Más sencillo todavía: la buena novela es aquella que disfrutan el nieto y el abuelo con sesenta años entre ambas lecturas.
Así entonces, si aceptamos como acertada la definición, podemos continuar con nuestro razonamiento hipotético:
Una buena novela narrará acciones de manera acertada, causando placer estético y resultando, como tal, un acertado espejo de su tiempo, de su lugar y de sus gentes.
Y no al revés. Ahí está el quid.
Por eso, ahora lo entiendo, me huele a chamusquina cuando alguien comenta:
—Voy a escribir sobre la profundidad del amor lésbico…
Me huele a chamusquina porque eso es una descripción de personajes. Nada más.
Esa pareja de lesbianas deberá luchar contra una sociedad represora, o atracar un banco, o huir del amante abusador de una de ellas, o enfrentarse a las cúpulas económicas para planear un perfecto desfalco de un operador bursátil, o enrolarse como cooperantes que tras viajar al corazón de África descubrirán el peligroso mercado negro del coltán para terminar enredadas en un secuestro, o planear un viaje al Caribe que acabe llevándolas a descubrir que una de ellas desciende de un superviviente del Fuerte de la Natividad, en La Española, el que resultó del hundimiento de la Santa María en el primer viaje de Colón y, al descubrir el secreto, desvelan también que en aquellas mismas tierras se esconde un tesoro al que pueden aspirar… Hay millones de posibilidades, millones. Pero deben hacer algo además de ser lesbianas, o alcohólicas, o lumbreras de la física, o fantásticas pintoras, o madres solteras, o depresivas, o mujeres sin más.
Los aspectos psicológicos de los personajes son solo descripciones. Los planteamientos sociales son solo descripciones. Ha de haber acción, ha de haber conflicto, ha de haber evolución, ha de haber deseo de cambio. Traición, venganza, amor, deseo, pasión, dolor. Trama y argumento no pueden plantearse con validez únicamente en base a reflejos morales o psicológicos. Estos solo deben ser acertados para describir a personajes que encuadren bien en las acciones en las que se inmiscuyen.
No se hace la crítica que se espera y, después, con ella en mente, se escribe la novela. Primero uno hace lo que puede para contar una historia y, después, espera que el paso del tiempo y los lectores emitan su veredicto.
Claro que, quizá, yo, pobre cazador de historias, tenga un problema en la pituitaria o un trastorno neurológico aún por diagnosticar.
No sé.
Al menos ya no me huele a chamusquina.
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