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El relato del presente

El relato del presente

Debo a Jaume Saladrigas el descubrimiento del monje vietnamita Thich Nhat Hanh. Jaume es guía de viajes y budista practicante. Hace varios años le pedí que me recomendara un libro introductorio a la meditación y me sugirió el clásico Hacia la paz interior. Como ocurre muchas veces, el libro se quedó en un estante de mi comedor hasta que, hace varias semanas, se me ocurrió abrirlo.

"Su activismo pacifista no cesará hasta el fin de la guerra, en 1975, cuando es expulsado del país asiático y funda su primera comunidad budista en Burdeos"

Antes había buscado en las redes a Thich Nhat Hanh, cuyo nombre sigo siendo incapaz de escribir sin errar en alguna de las haches. Nacido en Hue —antigua Indochina francesa— en 1926, fue ordenado monje en su juventud y fundó un servicio social destinado a crear escuelas, levantar hospitales y reconstruir pueblos. En 1960 viaja por primera vez a Estados Unidos para estudiar religiones comparadas e impartir clases de budismo en las universidades de Princeton y Columbia. Allí funda la orden religiosa del “Interser”. En plena guerra de Vietnam, vuelve a su país para defender el fin de la contienda y se ofrece como mediador. El doctor Martin Luther King le propone para el Nobel de la Paz, que finalmente no gana. Su activismo pacifista no cesará hasta el fin de la guerra, en 1975, cuando es expulsado del país asiático y funda su primera comunidad budista en Burdeos, Francia. Más tarde fundará otras en Estados Unidos, hasta que el gobierno vietnamita le permite de nuevo la entrada en 2005. En la actualidad tiene noventa y cuatro años y todavía viaja por el mundo impartiendo conferencias.

Thich Nhat Hanh es autor de decenas de libros que se muestran con un solo clic, tras teclear su nombre en internet. También encuentro un artículo de El País titulado “El loto y el euro”, que ironiza acerca de las magníficas relaciones de Thich Nhat Hanh con los millonarios de Silicon Valley, y de los altos precios que cobra por sus conferencias y retiros espirituales en el Midi francés. Su monasterio de Burdeos cuenta en la actualidad con 785 monjes, y miles de personas lo visitan anualmente.

"El Thay (maestro en vietnamita) afirma que la sonrisa y la respiración alimentan la conciencia, la concentración: el presente"

Lo anterior me previene contra el personaje, así como la portada de Hacia la paz interior, que tiene el aspecto de un libro de autoayuda. Pero nada más comenzar a leer las primeras páginas, su claridad y su humildad desarman. Comienza recomendando respirar profundamente como antídoto contra la ansiedad. No menciona demasiado la palabra meditación, ni tampoco la asocia a la religión budista. Simplemente aconseja inspirar, pensando en la palabra “dentro” y espirar, pensando en la palabra “fuera”. “Dentro, fuera; dentro, fuera; dentro, fuera”. La propuesta es tan simple que el lector deja el libro entreabierto sobre la mesa y comienza a repetir las dos palabras mágicas con los ojos entrecerrados. El ritmo de respiración, unido a las dos palabras, no nos permite pensar otra cosa. Olvidamos momentáneamente nuestras obligaciones de mañana, nuestros asuntos sin resolver de hoy y hasta los recuerdos tristes del ayer o los presagios sombríos del futuro. Después de varios minutos respirando, Hanh aconseja esbozar una sonrisa. No se trata de una sonrisa dirigida a nadie, sino tan solo dirigida a uno mismo. La sonrisa es para el monje una gimnasia facial que debe practicarse de continuo, para poder repetirla frente a los demás. Es, junto a la respiración, el segundo antídoto contra la ansiedad.

El Thay (maestro en vietnamita) afirma que la sonrisa y la respiración alimentan la conciencia, la concentración: el presente. No es que no debamos recordar ni planificar, sino que ambas cosas deben hacerse desde el presente. Me han resultado especialmente interesantes algunas reflexiones en torno al pasado y al futuro, en los cuales nuestra mente distraída reside la mayor parte del día.

Afirma Hahn que uno no debe nunca negar sus sentimientos pasados o actuales, ni tratar de hacerlos desaparecer, sino convivir con ellos. Aunque nos hayan dañado hemos de ser capaces de estrecharles la mano, incluso de abrazarlos.

Por otra parte, aclara que la palabra “esperanza”, aunque pueda parecer bella, oculta una cara funesta cuando vivimos pensando en sucesos cuya ocurrencia esperamos. No ya solo porque tal vez no sucedan, sino porque nos perdemos lo mejor de la vida: el presente.

"Quien es capaz de ser feliz sentado en el sillón de su casa, paseando por la calle o tomando el sol, es capaz de seguir amando aquello que amó y perdió"

Tal estado de paz con los sentimientos que nos han provocado dolor, ira o miedo solo se consigue desde la concentración, nutriendo la conciencia del instante. Quien es capaz de ser feliz sentado en el sillón de su casa, paseando por la calle o tomando el sol, es capaz de seguir amando aquello que amó y perdió; también de no sentir ira hacia lo que odió y le produjo amargura. Al fin y al cabo, la nostalgia o la ira son miedos indefinibles que nacen de pronto y no podemos controlar.

“Darles la mano a los sentimientos, abrazarlos…” —me repito—. Y advierto que lo más complejo es al mismo tiempo lo más simple; hasta el punto de que enunciarlo casi sonroja, pues parece algo enjundioso cuando es también una obviedad.

Tal vez por este motivo el artículo de El País “El loto y el euro” ironiza sobre el maestro Thich Nhat Hanh, amado por millonarios y ejecutivos. En cierta ocasión, el Thay impartió un curso sobre meditación a estresados directivos del Banco Mundial y caminó con ellos por las calles de Washington, con los ojos entrecerrados, respirando profundamente mientras los coches que cruzaban las calles soltaban bocinazos a punto de atropellarles. En 2010, en el teatro Lope de Vega de Madrid había famosos de la farándula, budistas, ecologistas, rastafaris, elegantes señoras rubias… El maestro les aconsejó con rotundidad: “Dejad de pensar. El pensar no os permite estar aquí y ahora”.

«¿Qué tiene que ver todo lo anterior con la narrativa?», se preguntará el lector de este artículo, perteneciente a la serie “El arte de narrar”. Trataré de explicarlo del modo más simple.

Hace ya muchos años leí Siddharta, de Herman Hesse. Su lectura me llevó a un librito que compré en una librería esotérica que olía a sándalo. Tendría apenas cien páginas y las hojas eran de un papel amarillento similar a los periódicos viejos. Se titulaba Introducción al budismo. La portada era una fotografía color sepia del gran buda de Kamakura, en Japón.

"Advierto cuán equivocado estaba, porque la imaginación no solo se nutre de los recuerdos, sino también del presente"

Después de leer el libro, subrayarlo y anotar con profusión los márgenes, se lo presté a un amigo. Mi amigo poseía una inteligencia extraordinaria, se sacó dos ingenierías sin apenas esfuerzo en el tiempo en que la gente normal aprueba una. Introducción al budismo le encantó, hasta el punto de que compró otros libros sobre Buda y comenzó a ejercitarse en la meditación. Se sentaba sobre un cojín en la postura de la flor de loto y pasaba en silencio largas horas del día encerrado en el dormitorio de casa de sus padres. Me agradeció mucho que le hubiera prestado aquel primer libro, que nunca me devolvió. Lo recordé cuando, unos años más tarde, este amigo dejo de llamarme, a mí y al resto de la pandilla. Una tarde le llamé para afearle su incomprensible distancia. Él respondió que lamentaba nuestro enfado; en realidad, me dijo, no le ocurría nada, no se había enfadado con nadie. A pesar de ello, no volvió a llamar y rara vez respondió a nuestras llamadas. Solo aparecía de vez en cuando en cenas de Navidad, en fiestas de fin de curso… En una palabra: desapareció del modo más cordial. Me lo encontré de nuevo en la edad adulta. Se había casado y daba clases de informática en una academia ubicada en un pasaje comercial de tiendas cerradas y locales vacíos.

El caso es que hoy, mientras recuerdo a mi amigo, no puedo comprobar una anotación al margen y un subrayado que escribí en el libro Introducción al budismo, pero sí puedo recordarlas. El texto venía a decir que el nirvana, como estado beatífico de la mente, supone la cesación del karma, o energía vital, y la extinción de los deseos, que se representan en nuestra mente con la forma de imágenes y encadenan al ser humano, impidiéndole ser feliz en el presente y llevándolo a evocar el pasado o a anticipar el futuro. Concluía el libro afirmando: “El nirvana es la disolución de las imágenes”. Yo subrayé con fuerza aquella frase y anoté con rotundidad: “El budismo es el fin de la imaginación, extirpa la literatura”.

He recordado estas palabras grandilocuentes al leer a Thich Nhat Hanh y advierto cuán equivocado estaba, porque la imaginación no solo se nutre de los recuerdos, sino también del presente, de la realidad más inmediata, y quien es capaz de alcanzar un alto estado de concentración es probable que escriba las mejores páginas narrativas, porque la percepción directa y precisa de lo real puede convertirse en belleza y en estética al igual que los recuerdos y fantasmas del pasado. ¿Podría escribirse una novela del instante, sin pasado ni futuro…? Sin duda el relato budista es el relato del presente.

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