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El resumen de todos los deseos

El resumen de todos los deseos

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

Baruch Spinoza dijo ya en el siglo XVII, que «el dinero es el resumen de todos los bienes». Y me parece que es, todavía hoy, en este apocalíptico 2020, de una lucidez abrumadora.

En este año, jodido y cruel por causa del confinamiento, se ha visto incrementado, de una forma definitiva, el comercio electrónico, con todo lo negativo que ello conlleva.

Y yo, aunque sea una sobrada, me atrevería a apostillar a Baruch y añadir que más que «el resumen de todos los bienes», el dinero es el «resumen de todos los deseos». Entendedme, de aquellos deseos «artificiales» que este capitalismo sofisticado ha ido introduciendo en la subjetividad de cada uno de nosotros.

La guinda que nos ha regalado este año indeseable es la de la implantación rotunda del e-commerce. El desear, pues, ya no tiene obstáculos ni intermediarios (como podrían ser el tener que ir a una tienda o la obligación de interactuar con un dependiente). Hoy puedes invertir en deseos sentado tranquilamente en el sofá mientras miras un sucedáneo de vida en Netflix o YouTube y esperas a que tu rider llegue con tu comida basura.

«El dinero es el resumen de todos los bienes». Es el hacedor de los deseos (de determinada clase de deseos, repito). El genio de la lámpara. Solo has de vender tu fuerza de trabajo, con la que se enriquecerán unos pocos, que a su vez reinvertirán parte de lo ganado en el mantenimiento de la rueda perversa de la que no podemos salir, para seguir enriqueciéndose.

«El dinero es el resumen de todos los bienes». De todos los deseos. Solo hay que ver los contenedores de basura de nuestras ciudades, y no solo el día 6 de enero o el 25 de diciembre. El capitalismo, sí, se mide por su basura. Por sus desechos. Por los restos de deseos triturados.

Al verlos así, vacíos, artificiales, uniformes, siento lástima porque evidencian que nuestros anhelos se han tornado irreales. No veo cartón, veo deseos arrebatados. Veo naufragio.

Y así nos va.

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Hoy, mientras conducía, se me ha caído un poco de otoño antes de tiempo. Y he temido que, además de la primavera, esta pandemia nos robe también el verano. Ya lo está haciendo.

He tirado la foto y ni siquiera la he mirado, pero cuando lo he hecho, horas después, ahora, me ha parecido que el cielo era de agua y que la hoja, en vez de en la luna del coche, flotaba en un lago.

La realidad, como la vida, a veces se rompe y asoma el misterio. De esas grietas extraemos la belleza. De ahí brota todo aquello que merece la pena.

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Herman Hesse escribió en El caminante que «los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es».

Por eso acercarse al bosque de vez en cuando es tan necesario. Para oír su silencio, recordar que existe otro tipo de pensamiento no racional, otras formas de existir quizá más puras que la humana, descubrir que la contemplación es un medio por el que adquirir sabiduría y, en definitiva, intentar no desear más, que es la llave última a la felicidad.

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Cada vez nos parecemos más a Dios.

De momento emulamos a su hijo y caminamos por las aguas.

(Estos de la foto más parecen estar practicando esquí de fondo, o estar cruzando el Polo Norte en trineos movidos por malamutes invisibles).

En fin, en unos años las romerías marineras se harán en paddle surf. Y junto al fervor religioso ejercitaremos los músculos y el corazón.

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