Cuentan que Edward en poco o nada se asemejaba a su mellizo; ni en el físico ni en la indeleble esencia de superación, trabajo y estoicismo que tanto añoraban los malogrados padres de Walter. ¡No!, en nada, pues mientras Walter crecía redondito y patoso como los frutos que dan las vainas de las habas negras, inmerso en la oscura languidez de un alma apocada y retraída, el locuaz Edward se desarrollaba espigado y atlético, símil a las varas copiosas de los almendros sobresalientes de los tapiales encalados del jardín de su abuelo Alfred el disipado, llamado así por engrosar la extraña lista de habitantes desaparecidos dentro de la costera localidad de Innsmouth. Y en tanto Walter se sumergía entre toneladas métricas de crípticos volúmenes matemáticos sobre álgebra, geometría analítica, física cuántica, leyes exponenciales y demás, Edward se sumía en el caos sucio de una vida desordenada y ociosa en la que tan solo el alcohol y el conocimiento en profundidad del cuerpo femenino parecían despertar su malsano interés. Con el tiempo, Walter halló la recompensa a su esfuerzo denodado: una beca con la que podría doctorarse en geometría no euclidiana en la prestigiosa Universidad de Miskatonic; por contra, Edward halló trabajo de ayudante de tabernero en una de las muchas cantinas que conformaban los pútridos suburbios de Haverhill.
El correo entre Walter y su familia distaba mucho de ser profuso: apenas un par de epístolas mensuales, las suficientes para que Dorothy y Thomas Gilman se mantuviesen al corriente del aplicado transcurrir de la vida universitaria de su hijo. En la última de sus cartas —de mediados de enero—, Walter les informó de su deseo de mudarse, de cambiar el cuarto en la residencia de estudiantes por otro más barato situado en un ruinoso altillo abuhardillado ubicado en una de las zonas más legendarias y emblemáticas de la ciudad —atravesando el río en dirección noroeste—; al parecer, el motivo era que se hallaba inmerso en el estudio sobre las propiedades espaciales y su correlación con los mitos oscurantistas paganos de la vieja Arkham. Ni que decir tiene que aquella idea sorprendió preocupantemente a los Gilman, que no tardaron en remitirle una carta aconsejándole que no lo hiciese, mas…, a partir de aquel momento, dejaron de recibir correo alguno. Pasados unos meses, en concreto a primeros de mayo, la increíble noticia de la muerte de Walter llegó acompañada de sus restos, embutidos tras la coraza de un gravoso ataúd de hierro costeado a tal efecto por el patronato universitario y el consistorio de la ciudad. La causa oficial de la muerte fue que, al parecer, y desde hacía algún tiempo, el muchacho se hallaba aquejado por extraños y gravosos episodios febriles que, junto a otros síntomas asociados, habrían terminado por roerle el maltrecho corazón. Aquello rompió el alma de unos padres desconsolados: sabían de la obsesión que su hijo tenía por los estudios, pero no imaginaban que la búsqueda del conocimiento podía haberlo conducido hasta la mismísima gruta de las tinieblas. Tres años más tarde, en concreto en la noche de la víspera de la fecha de la muerte de Walter, los Sres. Gilman decidieron acabar con sus vidas: Dorothy amaneció encharcada en sangre, con una enorme y profunda incisión que le recorría el conjunto del tórax, desde el inicio del pubis hasta la curvatura del esternón; una enorme pluma gris habría sido el instrumento con el que la pobre mujer se había quitado la vida… En el salón, una espesa soga pendía de una de las esquinadas vigas del artesonado del techo; se mecía a derecha e izquierda, utilizando como contrapunto el extinto cuerpo del Sr. Thomas. Sepultados los cadáveres y con la desafortunada e impopular sombra de ser el presunto asesino de sus padres —motivada por las malas compañías y un carácter vicioso y disoluto—, el joven Edward decidió abandonar Haverhill y poner rumbo a la ciudad de Arkham, tratando así de hallar respuestas; respuestas acerca de la verdadera causa de la muerte de su hermano, respuestas al origen del mal y las desgracias que asolaban —terriblemente y sin piedad— a todos y cada uno de los miembros de la familia Gilman y que sabía tenían relación con las antiguas leyendas de extraños cultos que albergaba la ciudad misteriosa.
Edward había llegado a Arkham con el propósito de hospedarse en la casa en la que su desdichado hermano pasó sus últimos meses de vida, pero en su lugar tan solo se erigía una gran montaña negra, de fétidos escombros, que exhalaban una ominosa nube de desolación. Por tal motivo, encontró alojamiento económico en el número tres de West High Street, esquina con Garrison, en un cuarto pequeño, pero limpio, perteneciente a una fonda que discurría paralela al curso del río Miskatonic y del que apenas distaba un par de kilómetros en trazado diagonal. Cuando el joven trataba de preguntar a los esquivos vecinos por el paradero del casero o de alguno de los inquilinos que habían compartido techo con su hermano, constantemente se topaba con miradas de recelo y pavoroso temor. Al pronunciar el nombre de Walter, las gentes se mostraban temerosas, arropadas por un inexplicable miedo que no eran capaces de verbalizar: las mujeres y los niños se refugiaban en las sombrías casas, de paredes amarronadas y sucias, cerrando tras de sí los trancos de las mohosas portezuelas de madera; no obstante, mientras atoraban las puertas, Edward podía percibir, en la atmósfera densa y lóbrega que envolvía las calles anexas a la casa de Keziah, una especie de salmodia o de retahíla extraña que cientos de almas aterradas emitían desde los minúsculos ventanales. En tanto, y revestidos de un falso aplomo, los hombres se santiguaban y le aconsejaban que desbandase su camino y se olvidase por completo del asunto que lo había encaminado hasta allí. Pasado un tiempo, la búsqueda de evidencias se tornó infructuosa, y ayudado por el vicio y la podredumbre que inspiran los hábitos mezquinos, Edward olvidó pronto el cometido que lo había llevado hasta aquellas horribles callejuelas, encestadas de mentideros, en los que resultaba tabú, totalmente prohibitivo, hablar de los sucesos que habían caracoleado en derredor de la llamada casa de la bruja. Fue entonces cuando el alma de Gilman —quizás por inercia con el cuerpo— se tornó ponzoñosa; en vil salitre se transformaron sus actos y pensamientos, y fruto de ese veneno maligno que fluía torrencialmente por su cerebro el joven pasó de abandonar los lindes de la humanidad a abrazar un espíritu cruel y deshumanizado que lo llevaba a ser perpetrador de los más horrendos desmanes: violentos robos, maquiavélicas torturas, sacrílegas violaciones…, inclusive, se le relacionó con unos cuantos asesinatos sangrientos en los que los cadáveres habían sido brutalmente desmembrados y arrebatados de sus ojos, dedos y genitales. A medida que sus tropelías acrecentaban en número e indignidad, se incrementaba en él la sensación de ser inmune a las leyes de los hombres; nadie podía aseverar que fuera él el autor material de tales vilezas —luego, no era procesado—, ni siquiera podían afirmarlo las jóvenes que fueron mancilladas. Pero había en todos estos actos una característica que los distinguía de los obrados por cualquier otro delincuente: los parámetros de crueldad eran tan brutales, tan aberrantes, que solo podían significar que aquel que los cometía sentía un hondo desprecio por la vida humana. Y mientras más peligroso se tornaba, más huidizo y esquivo se volvía… Había quien afirmaba haberlo visto deambulando, examinando siempre el crepúsculo, complacido en la caída del profuso telón de las noches sin luna. Extenuado en una soledad que lo hacía bisbisear frases cortas e intermitentes que infringían en el aire una musicalidad y aliteración nublosa: místicos preces de arcanos cultos sombríos. Tiempo más tarde —apenas unos cuantos meses—, gentes pertenecientes a las callejas postreras a la orilla norte del Miskatonic murmuraban habérselo encontrado meciéndose a través de las cadavéricas sombras de los trazados laberínticos de Arkham. Se decía que no andaba solo, sino con la curiosa adhesión de una tenebrosa figura de lo que parecía ser un hombre negro de torvas pupilas grises; un curioso sujeto que recubría su elevada y enjuta osamenta arrastrando una ominosa túnica de un largo desmedido, tan larga y ominosa como la noche más profunda y más amarga de la que jamás nunca se haya tenido conciencia. Desde aquel encuentro casual, la pista del aborrecido Gilman se desvaneció como humo negro; no obstante, proferir su nombre en Arkham seguía siendo motivo de pavoroso espanto.
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Hace cosa de poco, y en calidad de jurista, acompañé a un pariente de mi mujer hasta la ciudad de Arkham —perentorios negocios nos habían llevado hasta allí—. He de reconocer que no me resultaban insólitas, y menos aún indiferentes, las murmuraciones y habladurías acerca de tan pintoresca ciudad, acerca de sus extraños y hoscos habitantes, así como de los increíbles sucesos que en ella ocurrían y con los que la gente fantaseaba. Pese a todo y como no me tengo por timorato, la última de las tardes decidí encaminar mi dilatado paseo hasta llegar al veteado y férrico puente del Miskatonic. Allí, acodado en el borde de la balaustrada, me puse a contemplar la extraña e inerme isla de piedras bermejas que se alzaba hacia el promedio del río. Entonces ¡un escalofrío me recorrió por completo!: la silueta de un extraño monstruo se recortó en el filo de la noche iluminada por la prematura luna… ¡Era una rata enorme, descomunal!, provista de una capa densa de pelo grisáceo que se erizaba desde el lomo hasta la cabeza y que dejaba entrever unas corvas y finas garras que portaban algo… Que, ¡que se clavaban en algo! Entonces fue cuando —haciendo un esfuerzo sobrehumano por no gritar— contemplé con pavor cómo aquella bestia de largo hocico abría sus fauces y clavaba los ingentes colmillos abarquillados en la carne rosácea de… ¡¡¿¿Un hombre??!!
Sé bien que no resulta comprensible…, sé bien que resulta inexplicable… Mas, jamás olvidaré aquel horrible chasquido ni el pavoroso gemido humano que lo siguió. Y, aún menos, el burlón reflejo de aquellos ojos humanoides, que, impunemente, me miraron.
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