La editorial Egales, especializada en literatura queer, acaba de publicar la novela El revuelo de los insectos, del venezolano Manuel Gerardo Sánchez.
El revuelo de los insectos es una novela ambientada en la dictadura de un país imaginario donde dos milicianos encuentran el amor mientras huyen de la violencia de un régimen totalitario.
Manuel Gerardo Sánchez, residenciado en Barcelona, es uno de los pocos escritores venezolanos que desde sus primeras publicaciones ha trabajado sexualidades diversas, teoría y narrativa queer. Adentrándose en una literatura cercana a la de sus compañeros de continente (como Reinaldo Arenas en Cuba, Manuel Puig en Argentina o Luis Zapata en México), construye un retrato de una sociedad que, siendo presumiblemente ficticia, tiene mucho que ver con formas de gobierno que han perdurado en Sudamérica durante años.
El cautiverio
Ni el amante ni el amado son libres,
solo son esclavos felices. El problema es que
en ocasiones no son felices: son esclavos.Álvaro Pombo
Contra natura
Más de cinco horas vagaron en la selva después de fugarse del escuadrón. Emilio caminaba detrás de Jon, quien de cuando en cuando se volteaba con su pavoneo de vencedor, siempre tan arrogante, para buscar con una mirada corpórea a su compañero de luchas y cómplice de culpas. En su uniforme chispeaban las salpicaduras de sangre y barro que, a distancia y con un crepúsculo sobre su gorra, parecían estrellas fugaces saltando de la tela camuflada. En una de esas notó que Emilio no era ni la sombra de aquel mojigato que batía su cintura cuando se apuntó en la milicia. El ejercicio físico había alzado serranías en su pecho, yunques en sus trapecios y helicoides y escaleras en su abdomen. Jon recordaba bien el día que se conocieron, hacía poco más de un año, cuando ambos capitularon en contra de su libertad.
Entonces no tenían cómo suponerlo, pero un trompicón fue hallazgo e inicio de un futuro en común: Jon y Emilio se expondrían al dolor mercenario de una guerra sin precedentes. Por razones no tan diferentes, se presentaron en la oficina principal de los OCEP. El acrónimo los sedujo como un hechizo asirio. Formarían parte de un engaño que velaba la artimaña bélica que desangraría al país: Operativos Contra los Enemigos del Pueblo.
Como primer contacto, se cruzaron en un saloncito frente a los cubículos donde los entrevistaría Montenegro para legitimar los respectivos ingresos. Jon miró con desaire a Emilio, quizá porque había determinado su tesitura de señorito almidonado, su cuello de lino blanco y sus pulcros ademanes. En cambio, ahora, en ese género verde, protagonista de las peores masacres de la humanidad, era un combatiente, un hermoso espartano que blandía como única moral la estética de la beligerancia. Su valentía y distinción atravesaron las honduras de Jon, quien ya concedía la anomalía de sus amores. Sí, no abjuraría nunca más de sus sentimientos ni tampoco del secreto pélvico que lo esponjaba y que remarcaba su morfología de artrópodo.
«Insectos», así llamaba la revolución de Pablo Hacha a los homosexuales para humillarlos en público antes de encadenarlos en campos de concentración. Más de una vez escuchó al líder decir en televisión que se debían aplastar como cucarachas. Jon no se creía un bicho, al menos no uno repulsivo, de caparazón y aguijón pegajosos, no. Se imaginaba más bien una especie desconocida por la entomología, de alas largas y filosas como de murciélago, pintadas de ocelos rojos y otras defensas naturales tan potentes como entonces eran sus envalentonamientos. Jon había desarrollado una afición a la camorra, a la gresca gratuita. Sus peleonas respuestas servían para tapar sus antenas y mandíbulas, que siempre estaban alertas al revoloteo de alguna palomilla. Estaba decidido a estudiar la ontología de sus pasiones, fantasear incluso consigo mismo, salir de su exoesqueleto. Ahora que era libre de las exigencias de su familia provinciana, ahora que Montenegro yacía desangrado en una cuneta, envuelto en su mortaja de tierra, no había una sola atadura, una quejumbre o una aspereza que lo hiciera titubear, a pesar del viraje mortal y de todo el verano que caía sobre sus hombros.
Con cada zancada fuerte, como era su carácter, se sumía en los goces de los planes a futuro que compartiría junto a Emilio en cuanto los dos cruzaran la frontera. Se volteó una vez más y dijo:
—Apúrate, «camarada». Antes que la noche nos coja sin aviso tenemos que buscar un refugio. Bañarnos para quitarnos esta peste. Evitar que nos olfateen los perros de Castro y Soteldo.
Emilio respondió susurrando un inaudible «de acuerdo». En sus ojos un decaimiento nublaba sus facciones patricias, no parecía que tuviera diecinueve años sino treinta en un desierto de dunas y penas, donde los cactus se marchitaban lo mismo que espejismos sedientos de oasis. No podía creer que hubiera infringido el quinto mandamiento del decálogo que aprendió de su abuela materna. Como un rayo, la cara de Montenegro relampagueaba en la cueva de su memoria. ¿Y cómo borrarla si fue la primera que lo escrutó cuando se enlistó en los OCEP? Esa cara de mandrágora, de raíz venenosa, manchada por las carnosidades y tumores que la cundían, lo enfermaba. Le causaba arcadas ácidas.
En la punta de una colina se dio cuenta de que Jon había girado a la derecha, serpenteaba un caminito que finalizaba en un remanso de agua clara. Como desde un balcón con vistas, Emilio persiguió cada uno de sus movimientos, cada paso a tientas, de equilibrista balanceándose sobre una telaraña. «Dos elefantes, tres elefantes se balanceaban…», tarareó su infancia siempre en vilo. Jon también era otro. Aunque erguía la cabeza con altanería, era su costumbre, lucía veterano, como si las cicatrices del horror vivido en el cuartel le hubieran infundido algo de sabiduría y resignación. Se quitó las botas, tiró el fusil y su puñal, se liberó de cada capa, de cada cuidado hasta quedar vulnerable. De extremidades más bien oblongas, los brazos y las piernas, como pedacitos de plastilina estirada, no eran tan musculosos como los de Emilio, pero nada en él era de proporciones recatadas: de los calzoncillos se asomaban sus gruesas voluptuosidades. Como Hilas embrujado por el vaivén de las náyades, primero metió el pie izquierdo para probar la temperatura. El contacto lo acalambró y lo hizo reír. «Verga, este pozo está friísimo, frío de bola, prepárate». Sin preámbulos ni enjuagues, se zambulló rompiendo la mansedumbre del espejo acuático. Segundos después de la sumersión, reapareció limpio, más potable. La poca luz del ocaso reverberó en su torso pulido, su pecho brillaba bajo el follaje, como si de cada pelo, de cada poro, brotaran racimos de diamantes líquidos.
Por la singularidad de la imagen, Jon parecía una divinidad relegada. Emilio se deslizó senda abajo y en un santiamén estaba desnudo dando brazadas y chapoteos. Los dos comenzaron a jugar como contendientes en una naumaquia, sin balsas ni trirremes, sin más dagas que sus soplidos y crispaciones. Era la primera vez que se entrelazaban, que sus manos urdían nudos y sus dedos puntos de ganchillo, que olían sus exhalaciones minerales: magnesio, hierro y potasio. Después de los pescozones y falsos ahogamientos, contaron tres y se sumergieron hasta el fondo. Cuando Emilio se atrevió a abrir los ojos, Jon lo esperaba atento en un lecho de burbujas y algas. Lo besó por primera vez. Juntos jalonaron la superficie entre bombeos y respiraciones boca a boca. En la orilla, Emilio sintió el volumen de las palpitaciones de su amante, quien con su habilidad de invertebrado lo había engarzado entre sus piernas. Sometido por el cautiverio del placer, cerró los ojos. «No. Mírame», exigió Jon en un gemido. «Soy yo», asintió en tanto arropaba a su presa. La palomilla trémula que había atrapado.
—————————————
Autor: Manuel Gerardo Sánchez. Título: El revuelo de los insectos. Editorial: Egales. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: