Imágenes de portada y artículo: Garrote de la Audiencia de Madrid
Cuando el benemérito (aunque incomprendido) José I Bonaparte decidió humanizar las ejecuciones en su recién estrenado reino de España, quiso informarse del funcionamiento del garrote. Seguramente alguno de sus cortesanos, inflamado en patriótico orgullo, le indicaría que —repitamos las entusiastas palabras de Jerónimo de Barrionuevo, el protoperiodista autor de los Avisos (1654-1658)— “es un instrumento ingenioso con que a dos vueltas de tornillo, en un abrir y cerrar de ojos, se está en la otra vida”.
—Lo que haga falta, yo estoy aquí para servir a mis súbditos.
—¡El garrote, messire! Un producto de fina artesanía que permite una ejecución personalizada. Nada que ver con esas ejecuciones mecánicas e impersonales de ustedes los franceses o de los pérfidos ingleses y no digamos las de los bastos alemanes. En la guillotina y en la horca con escotillón es la máquina la que mata al reo. El verdugo sólo tiene que accionar un discreto mecanismo que no requiere especial habilidad ni fuerza física ¿Qué mérito tiene eso? Hasta un niño podría hacerlo y no fallaría jamás. Es la ley de la gravedad la que actúa en ambos casos, infalible y ciega. El verdugo solo tiene que poner al reo en postura, apretar un botón y retirar luego el cadáver.
—Visto así…
—Nuestro garrote es otra cosa, permítame messire que me emocione al decirlo. Nuestro garrote es el racial representante de la España profunda. Frente a las justicias verticales de esas asépticas máquinas foráneas que aprovechan inmutables leyes físicas para producir ejecuciones seriadas, mecánicas, inalterables, ayunas de creatividad, se yergue el celtibérico y horizontal garrote, accionado a sangre, a puro huevo, a pulso, con un par. [2]
—¿Con un par? Qu’est-ce que c’est?
—Con un par de cojones, por supuesto, des balles, si me entiende. Una expresión racial española, messire. Encomiástica, glandular, genital, si me permite expresarlo así. Ese es el garrote, messire. Usted, que tanto admira el arte español, aquí tiene un producto ancestral nada contaminado de extravagantes modernidades, un instrumento que personaliza las ejecuciones y jamás las repite, dado que su resultado depende de dos variables opuestas, casi el yin y el yang del verdugueo, bienquisto messire: de un lado la fuerza física del ejecutor que acciona el tornillo; del otro, la resistencia elástica que le opone el cuello del ajusticiado. [3]
—¿El yin y el yang?
—Las fuerzas fundamentales de la naturaleza, messire, la dualidad opuesta. ¿Existe algo más frío e impersonal que la guillotina o que la horca de escotillón británica? Ambas degradan la ceremonia de la ejecución. Las dos liberan al verdugo de toda relación directa con el reo. ¿Puede eso tolerarse? ¿Acabaremos desterrando los sentimientos en la relación humana? Muy al contrario, en el artesanal garrote, el ejecutor disputa un pulso emocionante con el ejecutado, existe una relación física evidente que se matiza y acrecienta con la complejidad mecánica del aparato en cuyos resortes, generalmente deficientemente concertados, anida siempre el azar porque no siempre funciona igual.
—¿Ah, no?
—De ninguna manera, messire. Esto es arte. El aficionado que acude a presenciar una ejecución en la guillotina o en la horca de escotillón sabe que será exactamente como la anterior, lo que les resta toda la emoción. Por contra, nuestro garrote deja al azar un amplio resquicio, casi un portalón me atrevería a decir. La muerte puede ser casi instantánea, pero también puede venir precedida de una agonía de hasta media hora entre laboriosos espasmos del ejecutado. [4] El aficionado que acude, a veces desde algún lugar distante, para presenciar una ejecución con garrote, sabe, de seguro, que no hay dos iguales y que, con un poco de suerte, la muerte del reo será lenta y laboriosa, lo que le dará motivos para insultar al verdugo como se insulta a los toreros malos que pinchan una y otra vez y no aciertan con el descabello. Eso desahoga mucho a sus súbditos, messire, que son temperamentales de natural debido al clima y a la congénita mala leche con la que nos amamanta la vida a los españoles. Nuestras artesanales ejecuciones con garrote, aunque reguladas por estrictos protocolos, a la hora de la verdad, cuando el ejecutor aprieta la tuerca son imprevisibles y siempre dan que hablar en las tertulias de los casinos, en las barberías, en las sacristías y en los mentideros de la Corte.
Por otra parte, messire, el garrote está lejos de ser ese frío instrumento cortante, desnucante o estragulante que se emplea en otros climas de Europa. El garrote hispano, messire, como el jamón bien curado, tiene alma, sentimientos, potencias. Sepa messire que el ajusticiado no muere hasta que se le cae o el verdugo le retira el crucifijo o la estampa que sostiene entre los dedos. Sepa también que la pieza llamada corbatín debe cambiarse después de trece ejecuciones porque adquiere el don del habla y ello asusta a las personas cercanas al lugar de su almacenamiento.
—¿Y qué dice? —se interesa el monarca,
—No se le entiende. Español no es. Una melopea gangosa que suena a lamento. [5]
Otra leyenda, probable invención de Ramón J. Sender, asegura que “el corbatín que ha hecho trece justicias se cierra y se abre sólo por la noche y hasta hay quien asegura que escapa del estuche y flota en el aire”.
El rey intruso (pero bienintencionado) comprende que la muerte instantánea que el garrote promete raramente se cumple. Pronto tendrá noticias de que casi todas las ejecuciones resultan accidentadas por fallo humano, mecánico o divino. ¡Oh là là mon cheri, otra barbarie española! Seguramente en su fuero interno decide sustituirlo por la guillotina en cuanto sea posible, pero aplaza la decisión hasta que sus indóciles súbditos se apacigüen, si es que alguna vez se apaciguan.
Como sabemos, el rey José jamás echó raíces en el reino que le había regalado su hermano tras el chalaneo con los Borbones, padre e hijo. Derrotados los franceses, el buen rey José tuvo que escapar por pies.
—Ahí os quedáis con vuestro garrote y con todas las demás costrosas señas de identidad, piojosos —pensaría al repasar los Pirineos.
Y aquí nos quedamos, en efecto, persiguiendo a los ilustrados bajo la acusación de afrancesados y sosteniéndola y no enmendándola con el garrote. Este fue el tributo que los reos de la justicia española rindieron al porfiado y patriótico mantenimiento de un anacrónico sistema de ejecución, obsoleto y muy superado cuando el resto de los países de Europa habían adoptado la humanitaria e impersonal máquina que nunca falla y que despacha a la distinguida clientela en un pis pás.
Cabe dentro de lo posible que el lector de estas líneas comparta la ignorancia del buen rey José sobre el funcionamiento del garrote y anhele ampliar su cultura con el conocimiento de los principios de física dinámica y anatomía estática en los que se basa el artilugio. [6] Intentemos informarlo y disipar sus dudas.
Lo primero que debemos saber es que existen dos modelos de garrote: el primitivo o “de alcachofa”, que permaneció inalterado durante tres siglos, y el moderno o “de corredera” que produjeron hacia 1880, quizá antes, los ingenieros de la Fábrica de Armas de Toledo. [7]
El “de alcachofa” recibe tan hortícola denominación porque su tornillo o husillo remata en una muela dentada (“la alcachofa”) con la que el mecanismo se afianza al poste. [8]
El “de corredera” no necesita “alcachofa”, puesto que la presión del husillo se realiza sobre el marco de hierro que abraza el poste.
En el garrote “de alcachofa” cualquier poste sirve, siempre que no exceda el ancho de las dos guías. [9] Por el contrario, el “de corredera” requiere un poste de la medida exacta de su marco. [10] Los mismos carpinteros que montaban el tablado suministraban el poste con la medida requerida.
Imaginemos una ejecución. Al reo lo sientan esposado de espaldas a un poste en el que previamente han instalado el garrote, que debe estar a la altura conveniente para que sus dos guías enmarquen el cuello del condenado, paralelo al suelo y perpendicular al poste, a fin de que los dientes de la alcachofa se fijen firmemente en la madera, evitando cualquier desviación del aparato al hacer fuerza.
Antes de proceder, el verdugo ata con correas los pies y el pecho de su cliente, para mitigar el efecto de los previsibles espasmos, y cierra la abrazadera abisagrada (el “collarín” o “corbatín”) que une las dos guías del garrote.
El aparato está dotado de una manivela que acciona un husillo o tornillo de dos entradas (tres en algunos modelos), lo que garantiza un veloz avance. Con solo una vuelta de manivela las guías metálicas se retraen y el collarín aplasta contra el poste el gaznate del condenado (en los de “corredera” lo aplasta contra el marco de hierro que lo sujeta al poste). [11]
El tornillo completa su recorrido con solo una vuelta de manivela, lo que garantizaría una ejecución rápida, pero la relación inversa que existe entre el avance del tornillo y la fuerza desarrollada le resta efectividad. [12] El mayor o menor aplastamiento del cuello depende de la fuerza física del verdugo y del espesor y musculatura del cuello del reo. [13] Al topar bruscamente con la obstinada resistencia del cuello del reo (ya comprimido, pero aún elástico) el tornillo tiende a desenroscarse, lo que obliga al verdugo a mantener la presión quizá durante más tiempo del que sus músculos y su resistencia permiten. [14] El verdugo debe mantener la presión en un verdadero pulso con el agonizante, para evitar que el tornillo ceda. Esto explica la cantidad de ejecuciones accidentadas que empañan la ejecutoria garrotil. [15]
El aturullamiento del verdugo que debía calcular a ojo la altura óptima del aparato o improvisaciones de última hora resultaban a menudo en ejecuciones imperfectas. Un verdugo enclenque o en mala forma física (como hubo tantos), un garrote desajustado o desgastado, o un fallo de cálculo en la altura del poste a la que debe colocarse la máquina son factores que redundarán en una ejecución imperfecta y prolongarán innecesariamente la agonía del ajusticiado. Excepto en raros casos de desnucamiento, la muerte sobrevenía al reo por estrangulamiento y lesiones laríngeas e hioideas. [16] El sufrimiento de la víctima se manifestaba en esos rostros desencajados que contemplamos, con repulsión, en los dibujos de agarrotados de Goya y Doré. [17]
Conclusión: el garrote era menos misericordioso de lo que en principio se presumía, especialmente cuando las ejecuciones fueron menos frecuentes y verdugos desentrenados y no tan profesionales como los antiguos, amén de borrachos, asumieron la administración de la última pena.
(Continuará)
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[1] He actualizado las aficiones aun incurriendo en anacronismos por favorecer la comprensión del lector, que no tiene por qué saber que casi todas las ancestrales tradiciones españolas, y no digamos las señas de identidad autonómicas, datan de antes de ayer. Por eso son inmemoriales, porque más vale no acordarse de su origen.
[2] A estas ejecuciones que el funcionario desprecia por mecánicas e impersonales cabe ahora sumar la silla eléctrica, en la que el verdugo solo tiene que accionar un conmutador o activar el resorte que libera las píldoras de cianuro en una cubeta dentro de la cámara de gas.
[3] Conocedores de este principio, los antiguos verdugos despistaban al reo haciéndole creer que antes de ejecutarlo lo acompañarían en el rezo del Credo. El truco residía en que, apenas comenzada la oración, cuando llegaban a la palabra “Hijo” accionaban el aparato con todas sus fuerzas sorprendiendo la musculatura del cuello relativamente relajada. El verdugo Sánchez Bascuñana lo explicaba así: “Hijo —les digo yo siempre—. Te voy a traspasar los umbrales de la eternidad… ¿Te arrepientes del mal que has hecho tú al prójimo, a tu hermano? ¡Dímelo de todo corazón! Ya no es el padre de las almas, soy ¡yo! el que tengo que traspasarte… y te envidio, hijo mío, te envidio porque tú… sabes que en esta hora traspasas los umbrales de la eternidad y dejas esta podredumbre materia… Y cuando él me dice que se arrepiente, le digo: «Pues vamos a rezar el Credo». Y nos ponemos a rezar el Credo los dos y así, rezando, rezando… ¡zas! le doy”.
[4] Para evitarlo los verdugos ataban al reo al poste y a la silla pasándole una correa o una soga por el pecho y otra por los pies. Las ataduras deben ser, en cualquier caso, muy fuertes para aguantar el espasmo muscular de una persona agarrotada, que es de una fuerza sorprendente. Gregorio Mayoral, el acreditado verdugo de Burgos, refería la accidentada ejecución de una mujer de frágil aspecto: “Cuando ya la tenía sentada, sujeta y tapada la cabeza, di vuelta a la palanca y ¡zas! se rompe la correa de los pies, por el estirón, y se salió del asiento como volando: pero como estaba apretada aquí, en el cuello, se dio con los pies en lo alto del poste; tiró al cura patas arriba y por poco se nos viene abajo todo, claro (…). Esos de la Audiencia armaron la marimorena y me retrasaron la paga. Ahora he añadido un cinturón, por si acaso, y la cosa parece que marcha bien”. El pintor Gutiérrez Solana expresó su deseo de plasmar en un lienzo el emocionante momento en que la ajusticiada emprendía el vuelo llevándose por delante al capellán, pero no parece que llegara a terminarlo.
[5] Por este motivo, dice Ramón J. Sender, “en España se reunían los verdugos en una fragua abandonada que conservaban para aquel fin y fundían al fuego los corbatines trece veces usados”, lo que, aunque sólo se trate de literatura, no deja de ser evocador.
[6] Me consta que algunos lectores habrán consultado la utilísima pero no siempre acertada Wikipedia y creen erróneamente que el garrote “consiste en un collar de hierro atravesado por un tornillo acabado en una bola que, al girarlo, causaba la rotura del cuello a la víctima”.
[7] Con este novedoso e infalible garrote se ejecutan en 1892, en la plaza del Mercado de Jerez, cuatro anarquistas campesinos a menudo presentados como los famosos agarrotados de la Mano Negra, ejecución que ocurrió años antes. La fotografía de los cadáveres puestos en los garrotes no admite lugar a dudas. Según el verdugo Casimiro Municio el aparato valía siete mil setecientas pesetas, y los ejemplares se confiaban al ejecutor pero eran propiedad del Estado, que los recuperaba a la muerte del titular. (Crónica, Madrid, 22-IV-1934).
[8] La existencia en el extremo del husillo de estas uñas relativamente aguzadas (para penetrar en la madera del poste) ha favorecido el bulo de la existencia de un “garrote catalán”, más sofisticado que el corriente o “español”. El catalán consistiría en un punzón metálico que apuntilla al reo al atravesarle el bulbo raquídeo. Se ha dicho que fue el verdugo de la audiencia de Barcelona Nicomedes Méndez el inventor de este ingenio apuntillador y que lo estrenó el 21-XI-1894 con Santiago Salvador, el anarquista que lanzó una bomba en el Liceo de Barcelona. Pura falsedad. Desde aquí ruego que lo consideren mera especulación sin fundamento y lo excluyan de la lista de señas de identidad de la nación catalana, por otra parte tan sobrada de ellas. Cuando lo vean en museos piensen que es falso (digamos de paso que casi todos los instrumentos, por no decir todos, que comúnmente vemos en los museos de la tortura son meras réplicas. A veces de objetos que jamás existieron).
[9] Veamos la crónica de otra ejecución problemática por la deficiente colocación del aparato en el poste, en la que el sacerdote tiene que guiar al aturullado verdugo: “La banqueta estaba baja y por lo tanto la argolla le quedaba al desdichado reo a la altura de la barba. El infortunado Roig ha tenido que estar en posición violentísima para que el verdugo le sujetara el cuello con la argolla. Y aquí la segunda parte de la tortura: el palo no estaba suficientemente rebajado y por lo tanto el verdugo, a pesar de sus grandes esfuerzos no podía cerrar la argolla (…) el sacerdote don Julián Ortells ha llamado la atención del verdugo sobre la necesidad de rebajar el palo, y el ejecutor, comprendiendo las razones del cura, ha pedido un hacha. El reo ha sido puesto en pie, entreteniéndole los sacerdotes con pláticas religiosas. Después de una pausa de ocho minutos le han proporcionado al verdugo un azuela, y con gran coraje ha quitado varias astillas al palo que saltaban al rostro del reo y de los sacerdotes (…). Sentado nuevamente el reo, puesta la argolla y cubierta la cara con el pañuelo, terminó su misión la justicia humana” (Las Provincias, Valencia, 13-II-1896)
[10] Este palo pudo ser cilíndrico en las versiones más antiguas, como vemos en el apunte del natural que Manuel Castellano tomó a unos agarrotados en 1867. Según Bernabé Sánchez, el verdugo de Sevilla, “debe tener unos once centímetros de diámetro, con los filos quitados”.
[11] La diferencia entre uno y otro modelo de garrote estriba en que en el “de alcachofa” el tornillo se apoya en el poste mientras que en el “de corredera” se apoya en una pieza fija de hierro y está dotado de un trinquete que impide que la presión máxima obtenida al girar el husillo se afloje. Otra diferencia es que el collarín de los garrotes de “alcachofa” suele ser circular y liso, mientras que el del modelo “de corredera” es recto (como el marco de hierro contra el que actúa) y presenta algunas protuberancias en la parte que presiona la garganta del reo.
[12] Este problema se subsanó en el complejo garrote de La Habana cuyo tornillo, a juzgar por las fotografías debe constar, al menos de seis entradas, lo que se compensa con su mayor grosor.
[13] Dieciocho minutos duró la agonía de Antonio Hernández Jiménez, ejecutado por Bernardo Sánchez en 1955. Y el verdugo se excusaba: “Es que tenía un cuello como un toro. Me costó trabajo hasta ponerle el corbatín”. Algo similar le ocurrió al verdugo de Madrid, Antonio López, en el mismo año, en Castellón: “El cuello del reo era tan grueso que no entraba en el garrote. El verdugo hubo de forzarlo, de lo que protestó con un grito llamándolo «canalla», y que podían matarlo de un hachazo o con una pistola y no hacerle sufrir”. El informe médico que siguió a la ejecución del famoso Jarabo (1958) observa: “No se produce la muerte instantánea del condenado, sino que ésta sobreviene con excesiva lentitud (…); el fallecimiento se produjo a los quince minutos, después de una verdadera tortura que no pudo ser buscada ni querida”. En realidad, Jarabo tardó en morir no menos de veinte minutos, pero se han dado casos aún más terribles, en los que el reo ha muerto después de hasta casi una hora de agonía y tras repetidos intentos del ejecutor, cuyas incompetencias se acrecientan con los nervios propios del que se ve observado y censurado por los espectadores.
[14] Juan Rojo, el verdugo de la novela de Pardo Bazán (1891) se queja: “El defecto es que en ocasiones retrocede el eje de hierro donde se empalma la cigüeña, y no logrando el torniquete destrozar con la rapidez necesaria las vértebras cervicales (…) puede la agonía de la víctima prolongarse”.
[15] En los de corredera no existía ese problema porque, además de ser más sólidos, estaban dotados de trinquete que impedía que el tornillo se desenroscara.
[16] De hecho el pueblo, que durante siglos asistió a las ejecuciones, denominó “garrotillo” a la difteria laríngea, enfermedad común en otro tiempo que causaba la muerte por sofocación.
[17] Para evitar a los testigos sensibles ese repelente espectáculo de esas horribles muecas de agonía que desmentían la supuesta humanidad del garrote se impuso la costumbre de cubrir la cabeza del reo con una capucha o con un pañuelo (“la verónica”, lo llamaron).
Concienzuda investigación ha hecho usted, don Juan, sobre este artilugio producto de la inventiva celtibérica del personal. Único en su serie, como casi todo lo que hacemos. Como siempre, excelente clase de historia y antropologia y, quizás, de psicología y etnicidad.
En la España del Antiguo Régimen se administraba la pena capital con el hacha, la soga, el arcabuz y la ballesta. El garrote vil era un instrumento más, no tenía nada de ‘racial’. Los condenados a muerte por la Inquisición no eran quemados vivos, como vulgarmente se cree, sino agarrotados y luego quemados los cadáveres. Las ordenanzas de la Santa Hermandad (la gendarmería de los Reyes Católicos) mandaban que las ejecuciones fueran lo más breves posible, a saetazos, «para pasar más seguramente», ya que la mentalidad de la época entendía que el reo arrepentido y absuelto de sus pecados pagaba con su vida sus crímenes y, por tanto, entraba en el Paraíso más limpio que un recién nacido.
Otrosí, a los españoles nos encanta fustigarnos (a nuestros antepesados, claro, no a nosotros), pero los ilustrados franceses no abolieron la pena de muerte hasta 1981 y ejecutaron al último reo en 1977, dos años después que el malvado Franco hiciera lo propio con unos cuantos hombres de paz etarras.
La Santa Inquisición quemó vivos a muchos de su condenados. Infórmese antes de opinar,
No me he informado, lo he estudiado. Además de haber tenido una asignatura semestral de 45 horas dedicada al Santo Oficio impartida por uno de sus grandes conocedores, he leído casi toda la historiografía al respecto. No se quemaba vivo a nadie. Otra cosa son los cuentos para aterrorizar a niños o cachetes mentales, o para sazonar prejuicios de gentes crédulas.