El general se estaba quitando su impecable y sobrio traje. Primero la chaqueta, luego la corbata, la camisa y los pantalones. Dios no me ha dotado de cualidades físicas primorosas, se dijo mientras contemplaba su cuerpo desnudo reflejado en el espejo de su despacho. Pero la mente era despierta y la inteligencia sutil, aquello valía más que los mejores músculos, la cara más bella, concluyó. Había dado órdenes de que esta noche no se le molestara para nada, absolutamente para nada. Trabajaría hasta bien entrada la madrugada. Los mandatos del general eran terminantes, más aún su ira. Podía estar tranquilo de que nadie descubriría el plan.
Lo había preparado todo, secretamente. La rica capa de terciopelo rojo, cuello blanco y algodonado, botonadura de oro, descansaba sobre una silla. Un jubón, también rojo, unas calzas… también rojas. La barba y el cabello, canos, parecían de verdad, pero sólo cobrarían vida cuando el general se los pusiera sobre la cara y el cráneo. Mejoraría mucho; la cabeza pelada —tantos quebraderos de cabeza…— recibiría con placer aquel pelo postizo. La corona, una corona de las de antes, de rey medieval, no podía faltar. Allí estaba, junto al disfraz, la barba y la peluca. Ser rey por un día no ocurre todos los días. Sonrió.
Era perfecto. La figura que le devolvía el espejo no era la suya, pero resultaba muy aparente, con una majestad que siempre estuvo lejos de poseer. Ahora la poseía; esto le contentaba mucho. No sería descubierto. Sí, se trataba de una travesura, y no correspondía con su edad tales juegos. Se consolaba: es más que una travesura; es la realización de un sueño, de dos sueños… Merece la pena.
Una última mirada al espejo. Listo. En los bolsillos, algo de dinero, no se sabe lo que puede pasar, ninguna documentación, no será necesario. Al general, que no se había equivocado nunca, eso creía, menos le iba a fallar esto.
Encima del disfraz de rey mago, el general se puso una gran capa negra, sobre la cabeza, un sombrero, igualmente negro, que le ocultaba el rostro, la corona y la mirada. La peluca y la barba estaban en los bolsillos interiores de la capa, hechos ex profeso para la ocasión. Se estaba divirtiendo como nunca.
La noche había caído ya sobre Madrid. Nadie vio cómo una silueta, sombrero y capa negros, se deslizaba por la ventana del despacho del general. No he perdido un ápice de mi famosa agilidad, pero soy viejo, y debo tenerlo en cuenta, dijo inconscientemente en voz alta. Había salvado la pequeña altura que separaba la ventana del suelo. Escurridizo y negro caminó hacia la puertecita que sólo él y algunos que ya habían muerto conocían. Ventajas de la vejez, reconoció. Esta puerta era el camino de la libertad, por una noche. La traspasó. Fue dejando atrás la fortaleza, los no demasiado altos muros de su casa, inexpugnables como él mismo. Un poco más allá, volvió a monologar, encontraré el taxi. Encargar un taxi desde un teléfono público para un rey mago. Definitivamente, aquello era divertido.
Divisó el coche. Abrió la portezuela —llamaba así a las puertas de los automóviles— y se introdujo en el vehículo. Con la voz más ronca que pudo conseguir, dio una dirección al chófer. Estamos en Navidad, no tiene nada de particular que un hombre embozado en una capa y un sombrero negros, te cite en las afueras para que le lleves al centro; hay gente extraña en el mundo, éste no lo es tanto, aún con sus aires de espía alemán.
El coche hizo el trayecto. Al principio fue rápido; a medida que se acercaba a Madrid, el ritmo se ralentizó, pero esto importaba poco a los dos ocupantes del taxi. Al conductor, porque el cobro sería más suculento, tarifas incluidas; al misterioso pasajero, porque estaba disfrutando de lo lindo. Podía oír gritos muy diferentes a los que estaba acostumbrado, tan monótonos. Madrid ardía en luz y alegría, al menos aparentemente. Las calles, abarrotadas por la gente y humedecidas por la lluvia, presentaban un aspecto casi desconocido para el general. No pudo evitar remontarse en el tiempo, dejar volar su imaginación anquilosada a otra época, un paisaje de pueblo en fiestas, lluvioso y gallego, la gente feliz paseando por una calle regia. A lo mejor, pensó el general, no todo está perdido. Sus ojos iban de una figura a otra taladrando el cristal de la ventanilla. Nada de saludos, muchedumbres enardecidas por el temor, gritos convenidos… Esto es Madrid, rico y pobre: Madrid, bien vales lo que di por ti.
Habían llegado. Cerca está la Puerta del Sol; la cabalgata empieza dentro de media hora, no se la pierda, este año se han volcado en su preparación, aconsejó el taxista. El general pagó al conductor. Le deseó felices fiestas, si bien a punto de concluir. Se sintió feliz: nunca había estado tan amable con nadie, casi nunca, con casi nadie, recapacitó.
No tuvo que andar mucho. Ya había elegido el centro de operaciones, la cafetería que haría las veces de vestuario real. Dejar el sombrero. Sólo ponerse la barba y la peluca, quitarse la capa negra, arreglarse la roja, y las calzas, estirárselas. Debajo de éstas últimas, el general llevaba un esquijama, él que nunca había esquiado, pero qué frío hacía, carajo, salió a relucir el gallego.
Efectivamente, faltaba por llegar un rey mago: Melchor. Los organizadores andaban nerviosos. ¿Quién contrató a Melchor? El temor se desvaneció cuando vieron llegar una figura blanca y roja, baja pero majestuosa. El general sonrió para sus adentros al ver las caras de satisfacción que su llegada provocaba. Todo salía a pedir de boca. Volvió a ahuecar la voz, más ronca y más afable que la suya, más verdadera. Su alegría, en breves instantes, quedó inundada por la tristeza. Pero pasó pronto. Aquel era su día y había que aprovecharlo. Saludó a los organizadores y a sus colegas, los que le acompañarían en el séquito real, a los pajes… No dio la mano como acostumbraba, apretón que llevaba implícito una reverencia. Quiso alzar el brazo, dar la mano de frente y con fuerza.
Ya estaba acomodado en su lugar. No existía palio semejante al que estaba disfrutando esta noche. Cómodo y barbado, el rey mago, Melchor, avanzaba con el resto de la cabalgata por las calles más céntricas de Madrid. Saludos con el brazo en alto, tan diferentes al acostumbrado. Una mano y después otra, levemente agitadas. Por primera y última vez el general se sintió rey, y no un rey cualquiera: un rey mago. Entre sonrisas a los niños que se agolpaban tras los agentes, caramelos al aire, el general comprobó que éste era su pueblo y que lo habían engañado. Lo amaba, siempre lo amó, pero el cariño que ahora sentía, ése que su sonrisa irradiaba para todos, no era comparable a ninguna otra sensación. Vio gente feliz, eufórica, aunque fueran pobres o ricos. Ante los reyes magos todos somos ricos y felices, incluyo, pensó el general-rey mago. Una lágrima antigua resbaló por su rostro. Veía muchos policías, más de los necesarios. Era verdad que los tiempos no eran los mejores, que la situación política era convulsa: se temía por la salud de un viejo que se estaba muriendo muy despacio, que parecía inagotable. Habían empezado los primeros, casi olvidados, atentados. Todas las precauciones eran pocas. Pero el día no paraba en estas cosas, ni la gente: era víspera del día de Reyes, cinco de enero, y la cabalgata de este año aparecía impresionante, un auténtico regalo para los madrileños.
La cabalgata pasó, no así el trabajo de los Magos, apenas comenzado. Los tres reyes, en sus tronos, hablaban ahora con los niños, susurros. Melchor se sintió niño también, y los escuchaba como si no lo hubiera sido antes. Pedían cosas sencillas, no muy caras, los padres les habían enseñado que aquélla no era época de despilfarros, que con poca cosa uno podía ser feliz. Los niños comprendían todo esto, mostrando una inteligencia que no distinguía entre listos y tontos, ricos y pobres. También Melchor. Pero el general-rey mago, contagiado de esta felicidad, nunca mejor dicho, reinante, no sólo escuchaba las peticiones de juguetes modestos, pelotas de fútbol, muñecas de madera, también oía, en ronroneo sordo, la voz de Madrid, del pueblo entero. Y la oída también salir de las bocas infantiles que reían delante de él, alborozadas, sin temor alguno, como ante un rey bueno se comportan sus súbditos. Oía en este una palabra, unos signos enlazados con vigor, una palabra nítida: libertad, libertad… Comprendió que quizá había perdido, hace años, su gran oportunidad. Comprendió que tal vez su pueblo no lo necesitaba ya. Que había quemado todas las etapas, todas las naves. El sueño de la cabalgata, el traje del rey mago, la corte de niños rodeándolo, este sueño construido al detalle por él mismo, lo había desbordado. El general, como más tarde diría alguien, entendió el mensaje. Sacó a la noche de Reyes todo el jugo que había en ella. Había hecho a su pueblo un enorme regalo, pero éste quedaba en nada comparado al de su pueblo.
El general volvió a casa a la hora planeada. Realizó a la inversa los mismos pasos de pocas horas antes. Se desvistió. Sacó la corona del gran sombrero que les había ocultado a ella y a él. Guardó todo en un oscuro rincón del armario de su despacho. Se volvió a contemplar en el espejo. Era mejor así, a cada uno lo suyo, pero… Qué bien lo he pasado. Aquella noche se había enfundado el único uniforme que nunca pudo llevar, había visto y gozado de su pueblo, infinitamente más rico de lo que le habían contado. Por una noche, el general fue rey, rey mago. Había recibido el mensaje, he recibido el mensaje…
El general salió de su despacho. En el camino que conducía a sus habitaciones, se topó con guardias y ayudas de cámara. A todos saludó y felicitó. Algo había en sus ojos que no pudieron ver. Entró en el dormitorio, besó a su mujer. Se desvistió de nuevo, dejó el fino y serio traje gris en este otro armario. Se puso el pijama. Arrodillado frente al crucifijo, rezó en silencio una oración de gracias. Se metió en la cama. El sueño no vino a él, la emoción lo tenía atrapado. ¿Será posible…? A mi edad, nervioso como un crío que espera ver a los reyes magos, o al menos lo que le han traído. Pero el general ya había visto aquella noche a los reyes magos, ya tenía su regalo. Se quedó dormido.
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