Era, probablemente, el cura más guapo que he visto en mi vida. Parecía un galán de Siguiendo mi camino o Las campanas de Santa María: delgado, alto, moreno, elegante. Y además, lo que ya era el colmo de la exquisitez canónica, a menudo vestía sotana. Hablo de mediados ya los años 90, así que háganse idea. Debía de rondar los cuarenta. A las feligresas de la parroquia –un lugar de la sierra de Madrid vagamente pijo en esa época–, y a algún que otro feligrés, recuerdo, las traía locas. Los domingos se ponía la iglesia de bote en bote, y las beatas de plantilla rivalizaban de pronto en celo místico. Como diríamos ahora, aquel sacerdote nuevo era un crack. Un figura.
Nunca fui hombre religioso –la vida de reportero me vacunó contra eso–, pero siempre me interesó la historia de la Iglesia como pilar de la cultura occidental. Conozco razonablemente la patrología y los textos evangélicos, me he calzado encíclicas papales y leo a teólogos díscolos como Hans Küng, del que hablé alguna vez aquí. Me gusta conversar con sacerdotes inteligentes que permiten conocer el otro lado de la colina, y aquél lo era. Algún día fui a verlo oficiar, y saltaba a la vista que no era un cura progre. Decía misa a la manera conservadora, e incluso se revestía con ornamentos en desuso como el amito y otras prendas sacras. Casi parecía a pique de decir ite, missa est, en vez de podéis ir en paz. Bastante carca, para entendernos. Pero eso sí: cuando salía de la iglesia con su sotana bien cortada o con su elegante clergyman negro de cuello romano, parecía un galán de cine.
Era muy educado y algo tímido. Más bien reservado. Conversamos varias veces –yo lo había hecho a menudo con su antecesor en la parroquia– y lo encontré amable y claro de ideas, aunque fueran las suyas. Cuando yo llevaba la charla a los extremos más reaccionarios de la Iglesia Católica, él se escabullía con mucha prudencia: celibato, aborto, teología de la liberación. Por ahí pasaba de puntillas. Casi nunca se pronunciaba de forma comprometida sobre esa clase de asuntos. Yo bromeaba provocándolo, y él sonreía discreto, miraba en torno y cambiaba de conversación. Fumaba mucho. Recuerdo que paseamos varias veces hasta un bar cercano, donde nunca lo vi probar una gota de alcohol, y en una ocasión sí hablamos más a fondo del celibato sacerdotal, del que se mostraba firme partidario.
Justo por aquella época yo había publicado La piel del tambor. Esa novela estaba protagonizada por un sacerdote, el padre Quart, agente secreto del Vaticano, que es enviado a Sevilla para esclarecer el misterio de una pequeña iglesia local amenazada por la especulación que, en apariencia, mata para defenderse –la trama suena poco original a estas alturas, pero diré en mi descargo que se publicó antes de El código Da Vinci y de cuanto con ese estilo vino a continuación–. El caso es que mi personaje era un sacerdote guapo y elegante, y que el párroco al que me refiero se parecía un poco. Alguna vez saqué el asunto a relucir, pero sin profundizar mucho pues él no había leído nada mío. No era de lecturas laicas, me dijo alguna vez.
Al final le regalé la novela. Ya me contará, páter, le dije –siempre llamo páter a los curas–. Y él la hojeó un poco mientras yo me preguntaba, en mis adentros y no sin malévola curiosidad, qué pasaría por su cabeza cuando el sacerdote de la novela viviera su tórrida historia de amor con la sevillana Macarena Bruner. Pero lo cierto es que me quedé sin saberlo. Pasaron dos o tres meses, nos vimos un par de veces, él no mencionó la novela y yo no le toqué el tema. Silencio administrativo. O no la ha leído, pensé, o no le gustó y calla por delicadeza.
Un día, tras un viaje largo, fui a la iglesia a ver qué tal le iba, y encontré a otro oficiando la misa: un simpático abuelete aficionado al vino tinto, con el que acabé haciendo buenas migas. Y en los días siguientes me contaron la historia del cura guapo, o su desenlace. Se había fugado con una atractiva feligresa, que en el arrebato pasional abandonó a su familia. Se largaron juntos a un feliz paradero desconocido. Entonces creí comprender por qué el cura guapo no había dicho ni una palabra de mi novela. Se vio un poco reflejado en ella, quiero suponer. Y a veces me pregunto, en mi elemental vanidad de novelista, si aquella lectura pudo influir algo en su decisión. Ustedes lo comprenden, ¿verdad?… Me gusta imaginar que ayudé a que la Iglesia perdiera un pastor de almas y el amor ahorcase una sotana.
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Publicado el 12 de agosto de 2018 en XL Semanal.
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