El poeta, novelista y ensayista Andrés Trapiello encontró en el Salón de pasos perdidos una obra con apariencia de diario, la manera de escribir su mejor novela. Acaba de salir Éramos otros, vigesimocuarto tomo de la serie. Cada tomo relata un año en la vida del escritor y vendría siendo como un capítulo de esta obra.
Se empieza a perfilar ante nosotros la figura de un narrador que, aún siendo el propio escritor, está construido con la suficiente distancia irónica para que su naturaleza ficcional supere a la persona de carne y hueso y representándose a sí mismo acabe contándonos un poco a todos.
El protagonista, AT, resulta ser un antimodelo. No es el prototipo de artista que la modernidad viene celebrando desde las vanguardias. Su vida es tan monótona y previsible como la nuestra. Lleva a los niños (R. y G.) al colegio, baja a comprar a la tienda de la esquina y aguarda ansioso a que su mujer (M.) regrese del trabajo. Donde esperaríamos encontrar hechos notorios aparecen personajes del barrio, como un viejo panadero o un pobre loco con el que aquel trata de hacer un poco de caridad o la parroquia de un anodino bar como el Estrella de Campos. Nos gana el narrador mientras fantasea con la idea de concluir una novela saltándose el esfuerzo de escribirla. Tiene un endiablado y finísimo sentido del humor. Como quien se prueba zapatos va ensayando y descartando argumentos. Y la novela ha comenzado a hacerse, aunque por otros medios.
Los esparcimientos del narrador no alcanzan más que una vuelta por el barrio y vive como una fiesta el Rastro de los domingos. Tampoco hay exotismo en sus viajes; alguna escapada a Portugal desde Las viñas, la casa de campo que la familia tiene en un lugar próximo a Trujillo, o algún destino corriente, en principio por Europa. Entregado a su tarea de escritor y feliz con su familia celebra la vida y va superando como mejor puede los momentos de desánimo. Se desespera cuando tiene que aparcar su tarea para dar una conferencia, ser jurado en un premio o cualquier otra forma de venderse a sí mismo. Esto no nos lo había contado nadie así: el sufrimiento del artista que se toma su tarea en serio pero que, para poder mantener a su familia y para que esas creaciones puedan llegar a sus destinatarios, ha de participar como un peón más en el espectáculo de la cultura (que ha absorbido totalmente al arte). Este conflicto o sinsentido dará sin embargo lugar a hermosas y divertidísimas páginas del El salón de pasos perdidos donde tendremos ocasión de acompañar al escritor por todas las plazas del país. De Ceuta a Andorra, de Santiago de Compostela a Sevilla, penando por Cajas de Ahorros e institutos. A medida que se van sumando nuevos tomos, el círculo se amplía y de su mano podemos viajar de Marruecos a Buenos Aires, de Cartagena de Indias a Bucarest. Nunca un escritor tan estable se había movido tanto, para regocijo del lector.
Por otro lado descubrimos a un pensador hondo y original con una aguda visión del arte en general y de la creación literaria en particular. Ha encontrado en el pintor y escritor Ramón Gaya a un amigo y maestro. De su mano empezamos a descubrir la banalidad de principios que habíamos tenido por valiosos y que empezamos a sospechar que no son más que lugares comunes de nuestro tiempo que nos están impidiendo crecer. Aborrece la deriva del arte contemporáneo extraviado tras las vanguardias de principios de siglo y combate, con tanto acierto como humor, el malditismo, la solemnidad, la beatería ideológica y el formalismo desquiciado que han echado a perder la mayor parte de la literatura de este tiempo. En vez de a Faulkner y Borges frecuenta a Stendhal y Vicente Risco. Y a Cervantes, Galdós, Unamuno, Azorín, Baroja, Juan Ramón… Pero no como aquellos respetables patriarcas cuyas palabras ya no tienen sentido para nosotros, sino como creadores geniales de los que no nos separaba más que una ligera capa de polvo que ahora ha espantado una mano de nieve.
Mientras el narrador se va contando a sí mismo vamos sintiendo que también allí se está recreando de alguna forma nuestra vida. El barrio de Justicia en Madrid, donde vive con su familia, empieza a ser un poco también nuestra propia ciudad.
Pero es sobre todo en Las Viñas donde mejor celebra la eterna novedad del mundo. Allí cuajan las páginas más hondas de la obra. Los paisajes, los amaneceres, el canto de los pájaros, las tormentas, la luna y las estrellas, y todo aquello que permanece desde los tiempos de Virgilio o de Fray Luis.
Nada se puede decir de Éramos otros que no pudiera decirse de todos y cada uno de los anteriores donde un Andrés Trapiello cada vez más firme, seguro y reconciliado nos ofrece generosamente su compañía y su intimidad.
El gato encerrado (o cualquiera de los primeros tomos) es un libro perfecto. No cabe pensar en escribir uno mejor. Pero tampoco Éramos otros (o cualquiera de los últimos) es peor, y en cambio sí es más completo. Todos los capítulos suman, completan y dan un sentido más profundo a aquel maravilloso pórtico. Y es en el conjunto donde aquel diario adquiere su verdadero significado de primer capítulo de una ambiciosa novela. Por haberle acompañado durante tantas jornadas sabemos que aquel aún joven narrador que afirmaba que “No hay diarios mal escritos, sino vidas mal hechas” ha podido publicar 32 años después el conciliador título de Éramos otros, porque El salón de pasos perdidos no era un proyecto literario, sino también vital, que podría contarse como un largo y exigente proceso de reconciliación.
El salón de pasos perdidos es una obra autobiográfica en dos sentidos, porque se cuentan unos hechos reales en primera persona y porque lo es también en el sentido que formula Unamuno: “Toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si este pone a un poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo”. Y el narrador, contando su peripecia, nos está contando a todos, y en este espejo, a medida que le vamos prestando atención, vamos viéndonos reflejados nosotros.
La obra se sustenta básicamente en la celebración de la vida y la primera condición para la celebración es la atención, la percepción consciente. El autor recoge lo que nosotros ensimismados y desatentos percibimos como bultos o sombras informes. De cualquier indicio, de una frase cazada al vuelo construye una historia, un personaje, una escena. El narrador es como una urraca que todo lo que encuentra lo lleva a nuestro nido, El salón de pasos perdidos. Y lo maravilloso es que a todo le va dando sentido y todo acaba encontrando su lugar. Esos materiales, que ha obtenido gratis porque a nadie se le ocurriría fijarse en ellos, acaban luciendo como tallados por encargo por el más experto ebanista. Arranca pedazos de realidad que, aún conservados en un libro, pueden echar raíces y brotar de nuevo si caen en el alma de un lector cómplice y atento.
El salón de pasos perdidos está escrito en una prosa que fluye como el agua fresca de un arroyo de montaña. Además del humor y de la ternura es lo que hace que podamos leer tantas páginas con gusto, sin impacientarnos. El escritor tiene un fino oído y domina como nadie el genio de la lengua. Esto le ha permitido detectar muy bien y descartar los vocablos más sonoros, retumbantes y circulados del momento para buscar decir cada cosa de la manera más justa, precisa, sencilla y expresiva posible.
El oído se afina también eligiendo como maestros a los que escucharon atentamente antes que él: de Cervantes a Unamuno, de Cunqueiro a Juan Ramón, de Galdós a Azorín. A los pechos de estos autores y de otros más pequeños pero también valiosos, se crio nuestro autor. Y con ese bagaje puede ser fiel a uno de los principios de la naturalidad del arte que sintetizó Juan Ramón en la idea de que “quien escribe como se habla llegará en lo porvenir mucho más lejos que quien escribe como se escribe”. Al lector actual no le importa ese porvenir, pero este principio, como un hurmiento, es el que hace la prosa de El salón de pasos perdidos (y del autor en general) raramente canse. El primer acierto de Andrés Trapiello fue tomar por maestros a los que habían seguido este principio de la naturalidad ( ya formulado por Juan de Valdés o Cervantes), pues su lengua está más cerca del habla de hoy en día que la prosa que circulan academias, periódicos y escuelas de letras.
Leyendo El salón de pasos perdidos el lector irá encontrando sus propios clásicos. Es decir aquellas obras y autores que le ayuden a descubrir lo mejor que lleve dentro de sí. No se prescribe a quién debemos o no leer (de vez en cuando vemos al propio Andrés Trapiello escocido por lecturas bien poco afortunadas).
Dice Félix Ovejero que para valorar el compromiso del artista habría que ver cuánto le ha costado mantenerlo. El mundo cultural nunca ha terminado de fiarse por completo de un autor que tuvo la gallardía de titular un libro Las Tradiciones (en un momento en que decir tradición era como decir caspa), que desmitificó la lucha estudiantil antifranquista en El buque fantasma, que como editor rescató a autores valiosos como Sánchez Mazas o Leopoldo Panero, entonces proscritos por fascistas, y que como ensayista se rebeló en Las armas y las letras contra el relato con el que los perdedores de la guerra civil querían compensar, en los manuales de literatura, lo que habían perdido en la guerra, y que no suponía más que la sustitución de un engaño por otro. Como todos estos temas son fundamentales también en El salón de pasos perdidos, la obra en la que en cierta medida confluye toda la creación del escritor, el mundo cultural ha redoblado hacia ella sus reservas. Por eso ha tenido que ir haciendo su camino por apacibles carreteras secundarias, porque se le vedaban las rutilantes autopistas. No podían haberle hecho un favor mayor a una obra en la que el espectáculo va por dentro, y que bajo potentes focos y amplificadores difícilmente podría seguir creciendo.
Hay también una memoria común de la España de los últimos 30 años. Decía Azaña, al hilo de una reflexión sobre la idea de lo actual, que mirar lo que está pasando impide ver lo que no pasa, es decir lo que nunca deja de pasar. Lo actual excluye lo perdurable. Y gracias a que Andrés Trapiello tuvo el buen gusto de ser tan poco vanguardista, moderno y actual es por lo que podemos leer aquellas cosas de hace 25 años como si les faltaran 50 aún para llegar. Podemos sin embargo recordar aquí nuestro ayer: la amenaza de la bota de Eta sobre nuestro cuello, entierros ilustres como el de La Pasionaria o Lola Flores, la conmoción tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco o los atentados islamistas, un Madrid engalanado para la boda de un príncipe o la inesperada victoria de la selección española en unos mundiales de fútbol.
Siento envidia de aquellos lectores que no se hayan asomado nunca a las páginas de El salón de pasos perdidos y tengan tan al alcance de la mano este mundo por descubrir. La salida de un nuevo volumen es una buena ocasión para acercarnos y ver Nápoles tan de cerca como si de verdad hubiésemos paseado por sus calles; divertirnos con el relato agridulce de esos bolos por plazas de segunda que le llevan de Bruselas a Monóvar; compartir la cálida visita a Las Viñas de la madre que trae consigo la memoria de la familia de León; asistir a un amigable taller de literatura en un hermoso lugar de Menorca; acompañar a R. en su encrucijada; troncharse con la parodia de una novela del momento; descubrir joyitas como aquel libro de W. H. Hudson. A quien no le satisfaga habrá arriesgado muy poco, y quien guste de él tendrá muchas páginas para disfrutar e ir haciéndose su propia antología. Porque El salón de pasos perdidos es también como botica, donde hay remedios diversos y es cada lector quien se ha de ir quedando las que más le conmuevan, diviertan, alivien o entretengan.
Como siempre, las mejores páginas de El salón de pasos perdidos están en el último tomo, hoy en este Éramos otros, porque será el testimonio del Andrés Trapiello más completo. Aunque haya dedicado tantas páginas a su padre, es en este último volumen, donde acerca el plano y vemos a un padre furioso e imperfecto. Este es el testimonio más logrado del amor: el de quien ha alcanzado a querer y perdonar tanto que ya puede recordarlo tal como era.
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Autor: Andrés Trapiello. Título: Éramos otros. Editorial: Ediciones del Arrabal. Venta: Todostuslibros
¡Increíble artículo! Leerlo ha sido todo un placer.