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El salto de la rana

En el breve prólogo —de apenas tres páginas— que va al frente de la obra, el propio autor, Manuel Vicent, nos desvela las entrañas del título: “Cada historia particular está compuesta por un millón de nudos a merced del azar. Por muy vulgar y anodina que sea esa historia, cada nudo constituye una encrucijada”.

Esta historia particular del escritor nacido en Vilavella, provincia de Castellón, no es, sin embargo, ni vulgar ni anodina, aunque se le pueda tachar, con justa razón, de algo desordenada, un tanto caótica y a salto de mata, con idas y venidas que, en ningún caso, confunden al lector, ni convierte en aburrido este texto hermoso y sugerente, escrito con una soltura y una elegancia supremas, con una gracia infinita, tirando de ese nervio y de esa agilidad propios de la columna periodística y, también, visitando esos otros recursos procedentes de la más alta literatura.

"No estamos, como se indicó, ante una cronología en toda regla, pero el lector se encuentra siempre en condiciones de adivinar a qué época se refiere Manuel Vicent"

Vicent, por su edad, que, por las razones que fuere, oculta en la bio-bibliografía que aparece en el volumen, está en condiciones de contar, con pelos y señales, lo que ha sucedido en España en el último medio siglo, si no más; ese último medio siglo que, como diría César González Ruano, se confiesa a medias, no por descuido, sino, principalmente, porque, con excelente criterio, Vicent lleva a cabo una selección de aquello que más le interesa y que ha sucedido en España asociado siempre a su propia existencia, a su crecimiento como escritor y como ser humano.

No estamos, como se indicó, ante una cronología en toda regla, pero el lector se encuentra siempre en condiciones de adivinar a qué época se refiere Manuel Vicent, quien pone en nuestras manos, generosamente, una pista, un mapa a nuestro alcance. Comienza, pues, con sus primeros libros, sus primeras canciones, los tebeos, la bicicleta y los cromos de futbolistas “que me parecían más importantes que los arcángeles”. Y, por ese mismo camino, continúa con los alimentos de la infancia, que se degustan tan tempranamente y, cuyos sabores, según sus propias palabras, permanecen para siempre y resulta imposible erradicarlos.

Con un humor entre cervantino y quevedesco, en ocasiones un poco triste, algo cínico y no poco surrealista —así sucede, por ejemplo, cuando relata la “hazaña” del régimen de Franco que llegó a decretar que, en adelante, cada kilo de pan pesaría setecientos gramos para mantener así inamovible el precio de este alimento—, Vicent se centra en temas tan diversos y complementarios como sus lecturas, sus años en Valencia, ciudad que olía a café torrefacto y a pozo ciego, sus primeros pasos en la literatura, determinados retratos de la época, personajes de aquellos años —como Álvaro de la Iglesia, al que tilda de “rey del mambo” durante una determinada época—, así como a otros asuntos, aparentemente más ligeros, como la gastronomía —“si  en este país hubo una revolución, fue la del paladar”—, los viajes —“el perfecto viajero es aquel que da la vuelta al mundo sin levantarse de la  cama—, la política y los perros. Sí, los perros. Porque a los cánidos dedica algunas de las páginas más emotivas y brillantes de toda la obra: en el fondo, llega a admitir, lo único que uno puede esperar de la vida es que un perro te sea fiel, te recoja la pelota y te sonría cuando lo acaricias o llore cuando te mueras.

"El libro se torna aún más cercano e íntimo, cuando el autor de estas páginas se refiere a personajes como Baroja"

Se aprecia que Manuel Vicent fue, en cualquier caso, un verdadero privilegiado. Un tipo con suerte. De crío, dispuso de un balón de cuero, del que era dueño y señor, lo que le proporcionó esa sensación de poder que le permitía elegir a los compañeros de equipo y, ya de paso, la demarcación en la que quería jugar. Contaba, asimismo, con un picú que lo consagró como dueño de la pista, y vivió donde quiso vivir y con quiso vivir, sin muchos aprietos ni ahogos económicos, y tuvo a su alcance un vehículo para trasladarse, a su antojo, hasta el sitio que le daba la gana a base de carretera y manta. ¿Qué más se puede pedir? Y, encima, aún tuvo tiempo de disfrutar, como sólo un hombre como él sabría hacerlo, de los pollos al ast, de las canciones de los Platters y de Paul Anka, de los goles de Di Stéfano y del salto de la rana de Manuel Benítez El Cordobés. Así pues, vivió, comió y folgó en los tiempos en los que “la libertad estaba iluminada por la llama de un mechero”, haciendo alusión a esos conciertos medio clandestinos a los que no dejó de asistir.

El libro se torna aún más cercano e íntimo, cuando el autor de estas páginas se refiere a personajes como Baroja, con el que coincidió en el tiempo y del que, como escritor, debió tomar muy buena nota en algunos aspectos. A don Pío, que falleció a mediados de los cincuenta, lo describe como a un verdadero personaje de novela, con su barbita blanca, su boina, su bufanda, el gabán, las botas gastadas… Y añade una anécdota que, al menos, un servidor, nunca había escuchado ni leído en ninguna parte. Se refiere a Cela, quien aseguraba que en el trayecto que iba desde Cibeles hasta la Plaza de España, ningún peatón volvió jamás la cabeza ni hizo ningún comentario al paso de Baroja, un hombre que había publicado más de un centenar de novelas.

"Una historia particular es una obra aparentemente ligera, que se lee con ganas y mucho gusto, de corrido, pero no por ello deja de existir en la misma una clara y evidente carga de profundidad"

Manuel Vicent aprovecha la ocasión que se le brinda para reflexionar sobre la propia literatura. De entrada, se adivina que es un hombre exigente consigo mismo, que se pregunta a la menor ocasión si habrán envejecido las páginas que ha llevado a cabo hasta ahora. Al tiempo que nos descubre sus principales lecturas. Los cambios que se han ido produciendo a lo largo del tiempo en cuanto a sus autores predilectos. Empezó, como todo progresista, con Sartre y Camus, y continuó con Hemingway, Conrad, Stevenson, Kerouac y Capote. Y consiguió la hazaña, tras unos cuantos intentos, gracias a una apuesta, de leer, de cabo a rabo, sin saltarse ni una sola página, el Ulises de James Joyce.

Una historia particular es una obra aparentemente ligera, que se lee con ganas y mucho gusto, de corrido, pero no por ello deja de existir en la misma una clara y evidente carga de profundidad, un mensaje implícito que nos mueve a la reflexión. Porque, en el fondo, como se señala en estas páginas, la literatura, y la vida misma, no es sino una lucha contra el tiempo, contra las hojas amarillas de los árboles que caen sobre la memoria. El libro, además, para incrementar aún más si cabe el interés del lector, anda sobrado de frases geniales, marca de la casa; de esas que Manuel Vicent desgrana, con tanta pericia y prosopopeya, en sus habituales columnas periodísticas: “Si en una partida, al cabo de dos horas, no sabes quién es el tonto, es porque el tonto eres tú”.

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Autor: Manuel Vicent. Título: Una historia particular. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros.

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