Otro 29 de marzo, el de 1973, hace hoy exactamente medio siglo, el sargento mayor Max Beilke, de la inteligencia del ejército estadounidense, vive ese minuto de gloria —que, según se dice, más tarde o más temprano, el destino nos reserva a todos— al subir a bordo del C-130 de la fuerza aérea que, desde el aeropuerto de Saigón, le llevará de vuelta a casa tras un año sirviendo en el Sudeste Asiático.
De modo que hoy, que el último combatiente estadounidense abandona el teatro de operaciones, las cámaras de televisión, los reporteros, no podían faltar para dar cuenta de la despedida del sargento. Beilke es un hombre con suerte. Si bien no tanta como pueda parecer ahora, al verle abandonar ileso Vietnam, dejando inexorablemente atrás a tantos compañeros. Cuando el 11 de septiembre de 2001 los nuevos enemigos de su país —por ende, de toda la civilización occidental— estrellen el vuelo 11 de American Airlines contra el Pentágono, Beilke, ocupado allí, en la hora fatal, en una reunión de veteranos, será una de las primeras víctimas del impacto.
De momento, en ese día como hoy de hace 50 años, aunque el ejército estadounidense se va, la guerra de Vietnam no ha acabado. El cese de todas las hostilidades no se producirá hasta el 30 de abril de 1975. Los americanos se marchan en base a los acuerdos de paz suscritos en París el pasado 27 de enero. La primera potencia militar del mundo, por primera vez, pierde una guerra, pero abandonar el Sudeste Asiático, para Washington, además es un ahorro de unos 8100 millones y un verdadero alivio de la presión social a la que está sometido. El miedo al comunismo —aquí representado por el Vietcong, que aún combate, ya en solitario, el ejército survietnamita— es un temor real, no un mero prejuicio político. Cuantos han asistido, estupefactos, a su implantación en la mitad del Viejo Continente, y su imparable avance por una buena parte del resto del mundo, saben que ese fantasma al que aludían Karl Marx y Friedrich Engels al comienzo de su Manifiesto comunista (1848), el “fantasma del comunismo” que recorría Europa, lleva ya más de cincuenta años tomando cuerpo.
Sin embargo, ni el miedo al “terror rojo” generalizado en las sociedades occidentales ha sido suficiente para que Washington haya logrado convencer a nadie de su desproporcionada intervención en Vietnam. Nunca se les ha creído. Menos aun cuando decían que empleaban el napalm por las singularidades del conflicto, que no han reñido en los tradicionales frentes, sino en operaciones de “búsqueda y destrucción” de los grupos guerrilleros del Vietcong. Esto les ha impedido desarrollar toda su capacidad de fuego en las clásicas batallas campales y se han visto obligados a recurrir al napalm. Nunca, nadie, les ha creído. Ni sus votantes ni sus aliados occidentales —España se ha limitado a enviar poco más que un destacamento médico— y, menos que nadie, la juventud estadounidense. Los llamados a filas para ir a morir a las junglas del Sudeste Asiático se han negado.
“Nuestros enemigos son aquellos que querrían despedazar a nuestro país y hacer caer a su gobierno, estén aquí o en el extranjero; estén destruyendo bibliotecas y aulas en los campus universitarios o disparando contra las tropas americanas desde un arrozal en el sudeste de Asia”, sostenía Spiro Agnew —vicepresidente bajo el mandato de Richard Nixon— hasta que los acuerdos de París resultaron inevitables. La referencia académica no era gratis. Toda la universidad estadounidense se ha levantado como tampoco se había visto nunca con anterioridad en ningún sitio.
“El Espíritu de Berkeley”, llamará la historia, una vez que se escriba, a las revueltas que enfrentaron a los estudiantes de todo el país contra Vietnam en la encrucijada del cambio de década. Berkeley, el campus californiano —el más levantisco de la escena universitaria estadounidense, ya se opuso a la Segunda Guerra Mundial—, pero esta vez ha ganado. Hace hoy medio siglo, no fue solamente el día de la gloria del sargento Beilke. Fue un momento estelar de la humanidad en su conjunto porque la sedición juvenil, que habría de cambiar irreversiblemente la sociedad occidental, consiguió su primera victoria. Una sedición que tuvo uno de sus heraldos en la Jane Fonda que viajaba a la retaguardia del enemigo, a confraternizar con los norvietnamitas, aunque en Washington la tachasen de ser comunista. Los comunistas no tienen nada que ver en esto. Es más, por ellos se hubiera seguido hasta la “lucha final”. “Hacer dos, tres… Vietnam,” sostenía el Che Guevara —el mayor de los santones comunistas de aquel tiempo— acerca de la conveniencia de extender la guerra contra el imperialismo allí donde fuese preciso.
Fue la sedición juvenil, que tuvo en el rock —aún prohibido por los comunistas— su canto de batalla —en las junglas morían y mataban escuchando a The Doors—, la que sacó de Vietnam a las tropas estadounidenses. Fue la sedición juvenil fraguada en torno al rock porque esa era la música que escuchaba la carne de cañón, los llamados a morir en aquel conflicto. Así se escribe la historia.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: