La vida dibujada
Josep Bartolí nació en Barcelona en 1910 y tuvo que cruzar la frontera en febrero de 1939. Aún no había cumplido los treinta años de edad y se vio abocado a un exilio que lo condujo por siete campos de concentración del sur de Francia, y seguramente habría muerto en Dachau, siguiendo los designios de la Gestapo, si no hubiera conseguido evadirse saltando de un tren en marcha. Consiguió afincarse en México, donde reanudó una actividad pictórica con la que ya había destacado en sus años jóvenes. Jugó un papel relevante en la sociedad de la época: trató de tú a tú a muchos nombres importantes de aquellos años, colaboró en la fundación de la galería Prisse y fue amante de Frida Kahlo. La siguiente etapa de su biografía lo condujo hasta Estados Unidos, donde se convirtió en dibujante principal de la revista Hollyday, realizó decorados para varias películas históricas de Hollywood y confraternizó con los apóstoles del expresionismo abstracto hasta el punto de integrarse en el grupo 10th Street junto a Jackson Pollock, Mark Rothko, Franz Kline o Willem de Kooning. Murió en Nueva York el 3 de diciembre de 1995. Más de una década después, en 2007, se publicó en España el libro Campos de concentración, que ya había visto la luz en México en 1943 y cuyas páginas recopilaban, con textos del periodista Narcís Molins i Fábrega, la serie de dibujos a plumilla en la que dejó constancia de su vida como prisionero en la Francia meridional. En esa peripecia se fijó recientemente el cineasta Aurelien Froment, y sobre ella pivota el argumento de Josep, una bellísima película de animación que, entre otros reconocimientos, ha merecido el premio César o el European Film Award. Más allá de sus virtudes narrativas y plásticas, que son muchas y encomiables, el largometraje es pertinente por dos razones: primera, porque nos permite recuperar a una figura cuya memoria se había ido diluyendo con el paso del tiempo, al menos fuera de Cataluña; segunda, porque nos obliga a recordar el trato que dio un país tan poco sospechoso de autoritarismo como Francia a los republicanos españoles, que fueron las primeras víctimas europeas del fascismo, cuando se vieron forzados a cruzar los Pirineos huyendo de una muerte más que probable y una represión absolutamente garantizada. Ahora que la frivolidad y la condescendencia se han convertido en norma cuando se trata de glosar los fraudes políticos y dialécticos en que incurren los herederos ideológicos de las viejas serpientes, los dibujos que Bartolí esbozó sobre la arena de las playas francesas nos sitúan ante el espejo de nuestra propia historia y advierten, a quien quiera escuchar, de los riesgos que acechan en el porvenir más inmediato si el subconsciente colectivo no termina de asumir la inviolabilidad de unos cuantos principios que, hoy por hoy, se están viendo arrastrados por el fango. Se suele decir que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Lo expresó con más gracia el poeta Ángel González en una de sus conocidas glosas a Heráclito: «Nada es lo mismo, nada / permanece. / Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten.»
Elogio de las vacas
Como de niño odiaba la leche, mi abuela Esther se inventó una vaca imaginaria que se llamaba Pastora y que, gracias a ese don que tienen todas las abuelas para hacer pasar por verosímiles las cosas más pintorescas, vivía tras el espigón del puerto de Lastres y era la encargada de suministrar toda la leche que consumía la familia. El ardid demuestra que mi abuela me conocía bien y sabía de mi afición por las historias enrevesadas y por esos animales que, domingo sí y domingo también, me llevaba a ver mi abuelo en los mercados de ganado y cuya presencia imponente apabulla y tranquiliza al tiempo. Cuando viví en la falda del Naranco, a veces emprendía el camino que sube a Santa María y me gustaba detenerme en una finca en la que había siempre un par de vacas enfrascadas en una perenne actitud contemplativa. Pasaba muchos minutos mirándolas mientras ellas fingían ignorar por completo mi presencia, y con el transcurrir de los días y de las visitas hasta les acabé poniendo nombre, quizá en un homenaje inconsciente a mi abuela y a aquella vaca ficticia que se inventó para tratar de mejorar mis hábitos alimenticios, pero también a la Cordera de Clarín —cuánta pena me da siempre su marcha al matadero, mucho más que la que me inspira el joven Pinín cuando se ve obligado a irse a la guerra— y a esa otra vaca anónima de la que se acordó un día Alejandro Casona mientras oficiaba de maestro en el Valle de Arán. Esta afición mía por contemplar a las vacas me viene de la infancia y se ve renovada siempre que, por decisión o por azar, se me cruza alguna en el camino. Me infunde mucha paz esa forma suya de estar en el mundo, observando con tranquilidad impasible cómo pasan los trenes y la vida, asimilando la realidad a través del filtro de su mirada acuosa, y me divierte preguntarme qué pensarán ellas de quienes nos paramos a escrutarlas, si llegarán a imaginar que algunos envidiamos en secreto esa serenidad milenaria que forja su carácter. En estos tiempos en los que todo el mundo siente un impulso irrefrenable de opinar —o de hacer algún chascarrillo presuntamente gracioso, que es peor— acerca de casi cualquier cosa, y en los que el reconocimiento de la ignorancia o la reivindicación del pasotismo están a punto de convertirse en actitudes revolucionarias, me gustaría tener la misma sabiduría que sin ostentación muestran las vacas cuando, desde la exacta posición que les ha tocado ocupar en el paisaje, observan sus alrededores con exquisita inalterabilidad, ajenas a cuanto no ataña a su estricta supervivencia, como si estuvieran en posesión de un secreto que los demás desconocemos, ése que lo explica todo.
El gran vacío del teatro español
Pocos misterios hay en la historia de la literatura española más sugestivos que el del gran vacío en torno al cual gravitan los orígenes del teatro. Sabemos o intuimos que el discurso escénico nació vinculado a las necesidades de la liturgia —la propia misa no deja de ser una representación más o menos detallada de la muerte y la resurrección de Cristo— y que fue en el interior de los templos donde tuvieron lugar las primeras funciones más o menos merecedoras de tal nombre, siempre vinculadas a episodios relacionados con la fe y evidentemente con pocas o ningunas licencias en lo que a la superación de la ortodoxia se refiere. La inclusión de elementos profanos o humorísticos en esos esquemas ideados con una finalidad eminentemente moralista o pedagógica terminó expulsándolos del interior de las iglesias: los recintos sagrados no eran muy propicios a los coqueteos con la subversión, y las calles o las plazas de las ciudades que comenzaban a configurarse como tales parecían recintos más proclives a acoger lo que las instituciones eclesiásticas comenzaban a interpretar como un mero divertimento para villanos. Todo esto, sin embargo, no deja de ser fruto de una especulación más o menos informada, porque el texto dramático más antiguo que ha llegado hasta nosotros es el Auto de los Reyes Magos, que fue escrito a finales del siglo XII en lengua romance y es posible que tuviera un origen franco, y a continuación no hay más noticias hasta que, ya en el siglo XV, aparece en escena Gómez Manrique, con su Representación del nacimiento de Nuestro Señor y sus Lamentaciones fechas para la Semana Santa, para iniciar un camino que ahora sí se desarrollaría de manera continuada y conocería gloriosas revoluciones, como las que acometieron Lope de Vega o Valle-Inclán. ¿Qué ocurrió en esos trescientos años de silencio? ¿No hubo absolutamente nadie que escribiera en España obras teatrales? ¿Se redujo el juego dramático a los diálogos juglarescos? Son preguntas tan irresolubles como sugestivas que acuden a mi cabeza, sin que vengan muy a cuento, mientras veo por enésima vez las imágenes de El viaje a ninguna parte, esa magnífica película en la que Fernando Fernán Gómez contó los avatares a los que se enfrenta una compañía de cómicos que deambula por una España en plena posguerra, atrapados entre la precariedad propia de su oficio y la amenaza de un cinematógrafo que se extiende y va ganando las preferencias del público. ¿Pudo ser que los cantares de gesta y los romances, tan trepidantes y tan líricos, resultasen para las gentes del Medievo mucho más atractivos que las escenificaciones religiosas que pretendían inculcar unas creencias que, por lo demás, eran casi obligatorias? Y, aun siendo cierta tal hipótesis, ¿por qué no se conserva ningún texto, aunque sea sólo un mal guión, datado en ese periodo que abarca más de dos siglos? Si damos por hecho que Gómez Manrique no pudo ser una rara avis, sino el continuador de una tradición que ya existía, ¿por qué no tenemos un solo nombre de sus antecesores, ni una sola muestra del trabajo que dejaron a sus espaldas? Dijo Arthur Miller que el teatro es el único arte en el que la humanidad se enfrenta a sí misma. Ojalá algún día sepamos cómo plantaron cara a sus demonios nuestros ancestros medievales, porque es probable que así lleguemos a conocer algo más sobre nosotros.
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