Imagina condensar toda la literatura, el arte y la cultura de los últimos 50 años en una sola vida. Esa es la de Juan Cruz, que en Primeras personas (Alfaguara) da voz a los recuerdos de esos creadores que protagonizaron el final del siglo XX y el comienzo del XXI. Pero el periodista, escritor y editor es mucho más que un testigo en esta narración: él también es juez y parte de este relato evocador y vibrante que discurre por las páginas del libro.
Juan Cruz no se limita a contar sus vivencias con Patti Smith, Sergio Pitol o José Saramago. En Primeras personas nos encontramos un testimonio cálido, brillante y cercano. Cruz se desnuda ante sus lectores para mostrarles su desmedida pasión por la vida, la escritura y la cultura.
«Yo era un niño viendo leer a su madre. ¿Y ya no hay más? ¿Ya no dice más ese papel? Entonces era cuando ella inventaba. Yo me hice escuchándola leer. Y releer e inventar.
Luego vinieron amores e hice poemas, pero siempre tuve miedo de los cristales rotos. Yo no sé recoger los cristales rotos sin hacerme sangre».
Cruz dedica los capítulos de este libro a algunos de los más destacados autores de la literatura mundial de las últimas décadas. Empieza con Günter Grass, sigue con Gabo y John Berger —entre otros muchos—, y termina con Caballero Bonald. Pero antes de embarcarnos en ese viaje nos regala 20 páginas impagables al principio del libro. Una reflexión aguda, crepuscular, palmaria, de qué es la vida.
«Y sobre Carlos Fuentes cayó el cristal, como cayó o caerá sobre todos los que ya nos precedieron para siempre. El silencio propio es un arrepentimiento. Y nos llegará. Nos llegará a todos. Para nada sirve la vanagloria de burlarse del tiempo henchido de los otros; nosotros también seremos sepultados en un cementerio de cristales rotos».
Escribimos mucho —libros que no leerá nunca nadie, artículos que están desactualizados antes de ponerles el punto y final, versos condenados al olvido—; quizás demasiado. Por eso es necesario leer Primeras personas, para tomar conciencia de qué ha sido y qué debería ser la literatura. En Juan Cruz no sobra un adjetivo, un objeto directo o un circunstancial. Cada coma está en su sitio, cada punto en su lugar. Todos los cristales rotos de su libro están unidos por la brillante argamasa de su prosa.
En el libro vas a descubrir a Peter Mayer cantando canciones de Chavela Vargas, a Günter Grass recogiendo los cristales que el mismo había roto cuando ya nadie esperaba que lo hiciera, a Doris Lessing con un ibuprofeno en la mano, preparada para aliviar a su entrevistador, al autor mesando el flequillo de un doliente Jorge Semprún acompañado de su luminoso trasunto —Federico Sánchez—. Personajes ilustres, desnudos como él, semblanzas insignes trazadas con una pluma rotunda.
«Escribir es haber escuchado muchos libros, meditar es oírlos hablar dentro de ti; la memoria ha hecho su trabajo, tú ves a Bovary y a Karamazov y los escuchas hablar».
Este es un libro de cristales rotos que en muchos casos ya no se podrán volver a unir por la muerte de sus protagonistas: Semprún, Grass, Benedetti… Adioses cincelados con admiración y amargura. Hay conversaciones, risas, lamentos, celebraciones, gritos y también silencios, como los de John Berger, que suenan atronadores.
Juan Cruz despide en el andén, uno a uno, a los escritores de su vida, a sus amigos, que por turnos van subiendo al tren que les llevará a ninguna parte. Y es que este libro, que es muchas cosas, sobre todo es epítome y testamento. Literario y humano. Una caja de cosas rotas que, como dijo Neruda, «nadie supo cómo se rompieron ni quién lo hizo». El escritor canario nos abre su cofre de vidas con tristeza por los amigos perdidos, pero con la alegría de quien ha compartido la suya con algunos de los más importantes escritores del último siglo.
Después de este libro me he dado cuenta de que yo tampoco sé recoger los cristales rotos sin hacerme sangre. Por eso huyo de ellos. Los evito. Corro despavorido cuando oigo el estruendo que forman al caer y hacerse afilados pedazos.
«Tengo miedo, pues, de los cristales rotos, sé que soy vulnerable a su virulencia azarosa, y además generan en mí superstición, mal augurio, un pavor que no sé decir. Un cristal roto es como un fracaso de la casa. Una lástima personal, una herida en potencia, una bala en el tiempo. Una errata en un libro en blanco. Un baúl vacío y ya inservible».
Cualquier plumilla, todo «juntaletras», la legión de letraheridos que se esconde detrás las estanterías de las librerías, vendería su alma a Mefistófeles por pisar, aunque solo fuese por unas horas, el sendero soleado de Juan Cruz.
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Autor: Juan Cruz. Título: Primeras personas. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon y Fnac
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