Markus Gabriel lanza una pregunta en este ensayo: ¿por qué los seres humanos no encajamos en la Naturaleza? La crisis climática y el abuso de las nuevas tecnologías han conseguido que la imagen que tenemos de nosotros mismos esté totalmente desvinculada del entorno del que venimos. Hace falta cambiar esto. Y con urgencia. El autor de este ensayo propone una nueva manera de concebir al ser humano y su relación con la naturaleza.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de El ser humano como animal (Pasado & Presente), de Markus Gabriel.
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INTRODUCCIÓN
El ser humano se encuentra en un escenario de crisis complejo. Es obvio que nuestro hábitat, el mundo que nos rodea, el «medio ambiente» amenaza con hundirse bajo la presión de nuestra forma de vida moderna. Gracias a las ciencias naturales y la técnica por un lado hemos mejorado con celeridad nuestras condiciones de supervivencia, pero por el otro también las hemos empeorado con una rapidez aún mayor. Este dilema se agudiza más con cada crisis moderna.
Resulta ilusorio querer solucionar la compleja crisis de nuestra Tardomodernidad mediante un «más de lo mismo». Lo que necesitamos es, por el contrario, reorientar nuestra concepción de la naturaleza y del ser humano. Sobre todo ello versa este libro.
El punto de partida será el planteamiento de que los seres humanos somos animales. La filósofa francesa Corine Pelluchon ha sacado punta a la idea con una serie de libros en la que reclama concretamente una Nueva Ilustración cuyo centro lo ocupe el ser humano como animal.
Esta Nueva Ilustración, en la que están comprometidas ya numerosas pioneras y pioneros del pensamiento en todos los continentes, no empieza por la naturaleza, sino por nuestra naturaleza. Se trata de volvernos a situar como seres vivos dotados de espíritu —es decir, el ser humano en su totalidad, pues en tanto que seres espirituales somos un híbrido de naturaleza y espíritu— en un centro del que hemos cometido el error de alejarnos debido a un concepto mecanicista del mundo como un sistema que en última instancia se consideraba controlable y predecible.
Esto a su vez vuelve a poner sobre la mesa una pregunta ya antigua que debemos plantearnos nuevamente: en realidad, ¿qué significa considerar al ser humano como un animal? Es una pregunta muy importante porque el concepto de nosotros mismos como animales puede resultar esencial para los mecanismos de gestión sociopolítica del presente y el futuro. Es algo que se comprende con claridad si uno piensa en pandemias y otras catástrofes naturales: las enfermedades y el cambio climático (de origen humano) se conciben como males evitables por principio, que cabe subsanar a corto plazo con soluciones técnicas. Sin embargo tal cosa no se ha conseguido ni en el caso del SARS-CoV-2 ni desde luego en el del cambio climático: hasta ahora han recibido un tratamiento casi exclusivamente reactivo, no proactivo.
Nuestros modelos predictivos y nuestras propuestas de solución se estrellan contra la dificultad de que estamos constituidos como animales que nunca podrán desvelar todos los secretos de su nicho ecológico, no digamos ya, controlar técnicamente ese nicho. En consecuencia debemos liberarnos de la ilusión de que, como directrices para esta era actual de crisis y catástrofes, nos bastará con combinar las ciencias naturales, la técnica y la política.
El progreso científico (en todas las disciplinas, incluidas las de las ciencias sociales y del espíritu) también nos permite ahondar en la cuestión de lo que desconocemos. El hecho de que las fronteras del conocimiento se amplíen diariamente no se traduce en que nos estemos acercando a la omnisciencia. Tal conocimiento absoluto no existe. Y tampoco va a dar frutos razonables administrar tecnocráticamente las condiciones de supervivencia del ser humano en sistemas complejos. La vida no se puede mantener bajo control y tampoco se la puede predecir, como ha puesto de manifiesto con toda claridad la pandemia vírica con sus múltiples variantes. Siempre conocemos tan solo fragmentos de nuestra propia forma de vida; el animal humano no podrá superarse mediante la técnica; el Homo Deus que, en el libro de tal título, el conocido historiador Noah Harari esbozó como supuesto ser humano del futuro nunca llegará.
Esto era algo que ya se sabía, desde Sócrates a Linneo, a quien le debemos que bautizara nuestra especie con el nombre de Homo sapiens: como no podemos llegar a una intelección total de nosotros mismos, los modelos que nos forjamos, y nos resultan imprescindibles para entendernos, son propensos al error. Linneo definió al ser humano por su capacidad de formarse una imagen de sí mismo. La entrada Homo —que su obra Sistema de la naturaleza adscribe a los primates, con lo que el ser humano queda evidentemente situado dentro del reino animal— se complementa con el rasgo de la sabiduría (sapientia), nuestra característica por excelencia (summum attributum). En consecuencia el ser humano se define por la exhortación a conocerse a sí mismo. Junto a la entrada Homo, Linneo añade un lapidario nosce te ipsum que se remonta a Sócrates: la divisa y la misión de la filosofía es y sigue siendo el antiguo «conócete a ti mismo» (gnôthi sauton) del oráculo de Delfos, que Sócrates había relacionado con la sabiduría (sophia) y que Linneo citó en su traducción latina. Como las filósofas y los filósofos se deben al amor a la sabiduría (según cabe traducir la palabra griega philosophia), se requiere su intervención donde quiera que se plantea la pregunta de quiénes somos los seres humanos.
La filosofía trata del autoconocimiento. Esto incluye ahondar también en nuestro tiempo de ocio. En tanto que seres vivos espirituales somos libres, de lo que se deriva el valor de la autonomía, de la acción responsable, que en la actualidad vive sometido a mucha presión, también en el corazón de Europa. Para situar en su relación más adecuada valores como la libertad, la igualdad y la solidaridad, y reconquistar con ello la confianza en la competencia de la democracia liberal como solucionadora de problemas, es imprescindible situar de nuevo al ser humano, como ser vivo espiritual y libre, en el centro de la sociedad. A este respecto la libertad siempre es también una libertad social porque somos seres prosociales, incapaces de hacer nada sin asociarnos con otros. Libertad y sociedad, individuo y colectivo no se contradicen. Una persona no es más libre por estar más sola, puesto que la mayoría de lo que como seres humanos nos interesa deja de resultar factible en ausencia de otros. La libertad es algo que logramos en común, no algo que nos enfrenta.
Usted y yo tenemos mucho en común. Compartimos como mínimo la característica de ser humanos; y esto supone muchas más cosas en común: tenemos deseos, esperanzas, miedos; nos hemos encarnado en un cuerpo como seres vivos finitos, perecederos. Formamos parte de la naturaleza. La física moderna enseña que existen leyes naturales y fuerzas que determinan todo lo material. En la medida en que somos materiales y nos hemos encarnado como animales, no somos ninguna excepción a este respecto. La biología y la medicina humana modernas nos han enseñado además que nuestros cuerpos son, en un plano elemental, cuerpos «animales», por lo que comparten muchas estructuras básicas con otros seres vivos.
Todos los seres vivos que conocemos constan de células (o son unicelulares, idénticos a una única célula); a su vez las células constan de elementos que cabe estudiar por medio de la bioquímica y la física. De ello se ocupan las que hoy se denominan como ciencias de la vida (medicina, bioquímica, biología molecular, bioinformática, genética, farmacología, zoología, trofología, neurociencias, etc.), cuyo objeto de investigación son los procesos y las estructuras de lo vivo.
En el transcurso de la Modernidad se han añadido a la física y las ciencias de la vida conocimientos sobre el comportamiento de los seres humanos y otros seres vivos, que hoy se estudian mediante las ciencias de la conducta, como pueden ser la psicología, la ciencia cognitiva, la economía del comportamiento y la sociobiología. De ello se deriva que, en tanto que seres humanos, se puede descifrar hasta cierto punto cómo somos en diversos planos de nuestra existencia (desde la célula hasta agrupaciones sociales como la familia, el núcleo de los amigos e incluso el conjunto de una sociedad) y por lo tanto también se nos puede dirigir, en cierta medida. Muchas de las incontables decisiones que tomamos cada día, de forma consciente o inconsciente (a qué hora desayunamos; con quién quedamos; cuánto rato nos lavamos las manos; por qué lado de la acera caminamos; si dormimos boca abajo o boca arriba, etc.), pueden explicarse científicamente al detectarse en ellas patrones más o menos generalizados.
Consiguientemente el ser humano es accesible desde lo que en filosofía se conoce como punto de vista de la tercera persona; es un objeto de estudio (uno entre otros) de las ciencias naturales y sociales. A esta dimensión de la existencia humana es a la que se refiere el título de este libro: El ser humano como animal.
La historia, no obstante, no concluye aquí; pues a pesar de todos estos conocimientos modernos de las ciencias de la naturaleza, de la vida y del comportamiento con respecto a la animalidad del ser humano, aun así sentimos que no acabamos de encajar plenamente en la naturaleza. El ser humano no es solamente un animal. De aquí el subtítulo del presente libro.
No somos solo fenómenos naturales; para empezar, porque nosotros explicamos los fenómenos de la naturaleza. Que seamos capaces de explicar fenómenos naturales y con ello también los aspectos de nuestra vida que son irracionales nos separa de la irracionalidad.
En ello ha incidido también recientemente el conocido científico cognitivo Steven Pinker, que nos recuerda que la lógica, la matemática y el pensamiento crítico ya fueron aplicados incluso por nuestros antecesores remotos, con el fin de cazar y alimentarse mejor, y se han utilizado durante miles de años para construir una relación estable con otros grupos humanos y el medio ambiente que compartimos. Como seres humanos hemos sido y seguimos siendo fundamentalmente racionales, lo que no significa que no podamos cometer errores, como han demostrado los descubrimientos de la moderna psicología, el estudio del comportamiento, etc. Derivar de esos errores la conclusión de que por desgracia no somos racionales —además de que, para empezar, no dejaría de ser una conclusión racional— sería un error.
En la Modernidad hemos descubierto que el «animal que hay en nosotros» actúa en respuesta a fuerzas, procesos, instintos e impulsos no racionales; pero no es algo que se pueda aplicar a la totalidad de nuestra existencia, pues de lo contrario valdría también para la propia explicación racional. Por un lado sabemos que en nuestras decisiones intervienen sesgos cognitivos (cognitive biases) y «ruido» (noise), esto es, fundamentos de la decisión que se deben a reglas irracionales. Pero por otro lado a este saber, este autoconocimiento, no le subyacen esos mismos sesgos cognitivos, pues de lo contrario no podríamos proporcionar una información racional sobre los límites de nuestra racionalidad. Antes bien se trata de un conocimiento objetivo, apoyado en la solidez de los métodos científicos: conocimiento desde el punto de vista de la tercera persona. En pocas palabras: existe un conocimiento objetivo sobre nosotros como objetos y como sujetos.
La teoría de la evolución, la psicología profunda, la sociología y el estudio conductual, en especial la economía del comportamiento, han mostrado de hecho hasta qué punto nuestro pensamiento y nuestra acción individual y colectiva responden a fuerzas y regularidades que no podemos controlar del todo. Como muy tarde desde la publicación de los superventas del psicólogo, y premio Nobel, Daniel Kahneman es de todos conocido que no somos tan racionales y sensatos como nos gusta creer. Nuestros impulsos, deseos y estados mentales interiores nunca dejan de formar parte de los fenómenos naturales y en consecuencia están marcados por principios que no están en nuestra mano. Una parte de nuestro yo, el ser animal, nuestra «animalidad», parece estar dirigida precisamente desde el exterior: por leyes naturales, la evolución, la sociedad, etc.
Así, por ejemplo, insistimos obstinadamente en ciertas convicciones aun cuando ya poseemos informaciones que las contradicen; es lo que se conoce como sesgo de confirmación (confirmation bias). La lista de las ilusiones y los sesgos de la cognición es larga, y todos sabemos que nuestra perspectiva sobre la realidad social y natural no es en ningún modo automáticamente correcta, sino que requiere de correcciones constantes. Sin embargo son limitaciones que, como digo, se pueden ir corrigiendo, ya sea en común o trabajando en nosotros mismos.
El hecho de que podamos corregir los sesgos cognitivos mediante la psicología, las ciencias sociales y la práctica cotidiana de los procesos decisorios demuestra que tales sesgos no son necesarios por naturaleza. Somos libres y no dejamos de serlo, por mucho que —debido a que solo podemos percibir y pensar de una manera selectiva— siempre cabe la posibilidad de equivocarse.
La pregunta de qué o quién es el ser humano no ha recibido todavía una respuesta definitiva. Pues hoy aún no sabemos en qué consisten con exactitud nuestra conciencia y nuestro espíritu, sin los cuales ni siquiera podríamos pensar en nosotros como fenómenos naturales. No existe tan solo el punto de vista de la tercera persona, la perspectiva exterior sobre nosotros mismos, sino que también existen más cosas: existimos nosotros (por ejemplo, Usted y yo). No compartimos únicamente estructuras bioquímicas como el genoma humano, sino también el hecho de ser sujetos, es decir: adoptamos cada uno nuestro propio punto de vista de la primera persona (subjetividad). A ello pertenecen la realidad de nuestros sentimientos y pensamientos, y también nuestra perspectiva sensorial y nuestra percepción de la realidad. El enigma del ser humano no puede resolverse de una forma exclusivamente objetiva, en el sentido del punto de vista de la tercera persona. No existe ninguna perspectiva exterior sobre la humanidad que podamos adoptar para evaluar desde ahí el sentido de la vida o reconocer por el contrario que nuestra vida carece de sentido.
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Autor: Markus Gabriel. Traductor: Gonzalo García. Título: El ser humano como animal. Editorial: Pasado & Presente. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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