No existe Navidad que no tenga celebraciones, despedidas y miseria. Reveses que encarnan la última bofetada del año. Y a medida que se acerca el final del mismo, más se dispone a funcionar el engranaje de la memoria haciéndonos recordar lo bueno y lo malo que nos llevamos. Lo que ya no podremos olvidar. Las piedras de la mochila que portamos a cuestas y que ya no es que nos pese, es que nos deja heridas y laceraciones en los hombros, en la espalda y en las caderas. Rozaduras que no han dejado de sangrar desde que se formaron, tiempo atrás, y, si no se les pone remedio, pueden agravar, todavía más, la situación o el estado en el que nos encontramos. Son también días de nuevos propósitos y de renacimiento. De querer ser algo o alguien que no hemos sido, y serlo a partir de ahora. De imponernos un objetivo que, seguramente, llegado el dos o el tres de enero, ya habremos postergado y sustituido por algo más frívolo, por un error ya cometido. Entonces, ¡vuelta la mula al trigo! Y aun así, el hastío que esto produce ni siquiera nos inquieta. No nos damos por enterados. Corremos un tupido velo, y seguimos a lo nuestro. Disimulando. Escurriendo el bulto como tantas veces, durante tantos años, hemos hecho. Sin embargo, ese revés mencionado unas líneas más arriba, ese contrapunto que sólo ofrece dos opciones, o izquierda o derecha, o blanco o negro, o das media vuelta o caes al vacío, pone tu mundo patas arriba. Te obliga a recapacitar, a gestionar esa nueva realidad en la que, inesperadamente, te encuentras. Y así pasa cuando, sin ir más lejos, esperas lo que llevas años deseando, un bebé pensado y querido, pero un aborto ectópico echa por tierra lo que habías planeado, la ropa que habías comprado, las fiestas que habías celebrado o esas otras que te habían organizado. El cuarto pintado y los juguetes comprados. Ya nada sirve. Ya, lejos de rezar a un Dios en el que apenas crees, el nihilismo se convierte en tu nueva religión y fe. Y esto sucede en vísperas de Navidad. En vísperas de Año Nuevo. En días señalados que son festivos para la mayoría, y en cambio para ti son días de abandono y soledad que querrías borrar. Hacer como si no existieran. Como si no hubiesen pasado. ¿Y qué haces con ese cuarto amueblado y pintado? La noticia recibida, fría, en boca del doctor. La soledad, la tuya, en una habitación que antes de que tú la ocuparas fue remanso de paz o de dolor para otra persona —familiar o enfermo—. Para otro desvalido que el destino quiso poner en tu lugar, o a ti en el suyo. ¿Quién sabe? ¿Quién puede saberlo? Y todo esto sucede en una habitación de hospital. Igual que todas las demás. Con su baño y sus paredes azules, si no blancas. Y tú, piensas, sólo eres igual que el resto. Todos representáis lo mismo: soldados que visten la bata blanca del ejército de los pacientes de hospital. Y piensas en cómo has llegado hasta ahí, en qué momento el futuro que te habían prometido —o te habías prometido— se convirtió en un presente que rechazas y no quieres, con un único consuelo, volver a intentarlo más adelante. Todavía tienes posibilidades, pero no es suficiente y te empeñas en preguntarte lo que aún no tiene respuesta. “Y si…”. Y te sigues cuestionando sin darte un respiro, sin saber que unas puertas más allá y un par de plantas más arriba, un hombre ha recibido a su primer hijo justo en la madrugada del día que para ti, lejos de ser señalado, es fatídico. El niño ha nacido fuerte, sano, perfecto. Y el padre sonríe, y llora y agradece no sabe a quién que este niño, pese a todo, ha nacido en las mejores manos y condiciones. El padre besa a la madre, que también llora, y besa después al niño que lleva su nombre porque así lo han querido, y así quiere él continuar con la tradición que empezó otro hombre, el anciano que está en la planta de cuidados intensivos. Y en ese instante que, se supone, es de felicidad, el médico del anciano llama a la puerta con la cara desencajada y el padre primerizo, que tiene a su recién nacido en brazos, sabe, o al menos intuye, lo que el doctor está a punto de comunicarle. La sonrisa se le borra de la cara. Y el niño que unos minutos antes lloraba, ahora calla. Prefiere guardar silencio, acompañar a su padre en el duelo. ¿Cómo recibes a un hijo el mismo día que despides a tu padre? Nadie lo sabe, salvo el que lo vive. El padre baja a la planta donde encuentra al anciano con el rostro más envejecido. La rosa ya está marchita. Y el vino, descorchado y consumido. Lo que se quiso ser, ya fue. Lo que se pudo hacer, ya se hizo. Este anciano, que fue profesor de literatura en el instituto y que al comienzo del nuevo año les recitaba a sus alumnos, y a su hijo, el poema Si de su escritor predilecto, Rudyard Kipling —nacido otro 30 de diciembre, pero de 1865—, poniendo énfasis en esa “condición o suposición en virtud de la cual un concepto depende de otro u otros”…
«Si guardas, en tu puesto, la cabeza tranquila,
cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
Si tienes en tu mismo una fe que te niegan
y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan.
Si esperas en tu puesto, sin fatiga en la espera;
si engañado, no engañas;
si no buscas más odio que el odio que te tengan…
Si eres bueno y no finges ser mejor de lo que eres;
si, al hablar, no exageras lo que sabes y quieres.Si sueñas, y los sueños no te hacen su esclavo;
si piensas y rechazas lo que piensas en vano,
si tropiezas con el Triunfo y el Desastre
y a los dos impostores tratas de igual manera;
si puedes admitir la verdad que has dicho
cuando es tergiversada por bribones
o mirar las cosas que en tu vida has puesto, rotas,
y agacharte y reconstruirlas con herramientas desgastadas.Si puedes arrinconar todas tus victorias
y arriesgarlas por un golpe de suerte,
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y nunca decir nada de lo que has perdido;
si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones
para jugar tu turno tiempo después de
que se hayan gastado,
y así resistir cuando no te quede nada
excepto la Voluntad que les dice: «Resistid».Si puedes hablar con multitudes y mantener tu virtud,
o pasear con reyes y no perder el sentido común,
si los enemigos y los amigos no pueden herirte,
si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
si puedes llenar el minuto inolvidable
con los sesenta segundos que lo recorren,
tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y —lo que es más—, serás Hombre, hijo mío».
Este anciano ha sido abuelo sin saberlo, sin conocer a su nieto y sin dar el pésame que —de haber podido— le hubiera dado a la antigua alumna que ha perdido a su hijo. Pero ¿por qué le gustaban estos versos? ¿Por qué este poema y no otro? Porque, como me dijo una vez alguien muy querido, “[este poema] llegó a marcarle la vida en el sentido de crear su existencia, y construir su yo, a partir de las fatalidades que le había tocado vivir”. Y con ello, defendía que el poema más célebre de Kipling, en lugar de haber nacido bajo un halo de condición o suposición, había nacido en realidad como una afirmación. Como una convicción. Era el Sí de Kipling, o la reconstrucción del yo, y su propósito de año nuevo.
Me he dejado llevar con placer en el tornado de su escritura, apreciada dama.
Hermoso escrito para un poema sublime.
Es de las mejores publicaciones que he leído.
Virtud gozosa.
Estimada señora, al igual que la persona que pudo sobrellevar sus tragedias tras aprender del poema aquel, le digo que a mis miserias me ajudan saber que soy hombre, más bien humana, a cada minuto inolvidable de mi vida.