John Ford es un Shakespeare del cine, aunque al mejor director de la historia le vilipendiaron durante muchos años, sostiene Javier Marías en este artículo de 1995 recogido en Donde todo ha sucedido.
Este año se está conmemorando el centenario del cine y el del nacimiento de John Ford, quien a los veintidós años de su muerte va quedando como el mejor director de la historia. Sus películas están más vivas que las de sus colegas, son sencillas y complejas a la vez, épicas y líricas, tienen humor y gravedad y emoción sin blandenguería, a veces son duras y crueles como Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos, a veces tristísimas como Escrito bajo el sol o El hombre que mató a Liberty Valance, melancólicas como Pasión de los fuertes o joviales como El hombre tranquilo. Tocó todos los registros y nada hay suyo desdeñable, ni siquiera sus películas más de encargo, más impersonales. En principio uno no ve mucha relación entre su cine y el de Orson Welles, otro genio con peor suerte, pero cuando le preguntaron a éste quiénes eran sus tres directores predilectos, contestó: «John Ford, John Ford y John Ford». Hoy en día cada vez se le ve más como una especie de Shakespeare de su arte, por la amplitud y variedad de su obra, por su aliento trágico mezclado con ironía y deliberada vulgaridad a veces, por la hondura de sus personajes y su inmenso talento visual sin alardes, por sus pasajes poéticos llenos de brío, por su capacidad para conmover con recursos de buena ley y sin que el espectador se sienta avergonzado de su nudo en la garganta, como si se dijera: «Con esto sí me puedo emocionar, porque tiene altura y juega limpio conmigo».
Y sin embargo a John Ford lo vilipendiaron durante muchos años los críticos europeos stalinistas —los españoles a la cabeza—, que lo acusaban de fascista y militarista, a él y a su cine. Hoy parece increíble y ridículo, pero durante largo tiempo hubo que defenderlo a capa y espada de esos ataques «políticos» que le negaban todo mérito cinematográfico. Bien es verdad que parte de culpa tuvo la época, los años sesenta y setenta, cuando en nuestro país todo se politizaba, precisamente porque no había política. La que tenemos hoy es más bien deplorable, pero se nos ha olvidado lo mucho más grave que resulta que no la haya y esté prohibida, entre otros motivos porque entonces, al no disponer de su cauce normal en el Parlamento y la prensa, acaba impregnando, invadiendo, contaminando todo. En aquellos años los toros y el fútbol eran de derechas, como el whisky, mientras que el vino (tinto) era de izquierdas. Nada escapaba a esas etiquetas cretinas, nada era inocente, ni la ropa ni la comida ni las aficiones ni por supuesto el arte. Se ejercía una vigilancia continua, y a la bien real y carcelaria del régimen franquista se unía la más teórica pero igualmente censora de la ortodoxa simpleza de izquierdas.
Ford era condenado sin ni siquiera mirar cómo eran en realidad sus películas, de qué hablaban o qué decían. Bastaba con que en ellas apareciera el ejército y hubiera indios muertos para que a partir de semejante superficialidad se lo tildara de «reaccionario». Cualquiera que hoy vea las dos películas duras y crueles antes mencionadas, o El gran combate, o Fort Apache, comprobará con facilidad cómo la visión de los indios está llena de respeto y aun de sentimiento de culpa, y cómo el tratamiento dado a los soldados es siempre ambiguo y en el fondo trágico. Cómo, sobre todo, hay un afán de comprenderlo todo, a unos y a otros, cómo la mirada de Ford no es nunca maniquea ni abarcadora, cómo se enfrenta a los conflictos más con un espíritu de reconciliación que de ninguna otra cosa.
Una de sus obras menos recordadas es el episodio «La Guerra Civil», de veinte minutos, que formaba parte de la superproducción La conquista del Oeste, dirigida en su mayor parte por otros. En ese breve metraje hay uno de los más convincentes y sobrios alegatos antibelicistas de la historia del cine. Tras la sangrienta batalla de Shiloh, dos soldados rasos, uno yanqui y otro confederado (George Peppard y Russ Tamblyn), coinciden junto al río que baja con un caudal granate. Hablan de desertar, de dejar la guerra para quienes la entienden. Como dice la voz en off, «al anochecer ya no había hombre al que importara vencer o ser vencido». Pero de manera impensada el yanqui se ve obligado a clavarle la bayoneta al sudista con quien estaba dispuesto a huir unos segundos antes. «¿Por qué me has obligado a hacer esto?», le grita cuando ya no puede oírle.
Mientras la figura de John Ford se agiganta, cabe recordar que también Shakespeare pasó su purgatorio en el siglo XVIII, durante el que se le apreció poco y se le tachó de bárbaro. No hay época que no conozca sus periodos de ceguera, incluso en el siglo del arte que en cien años nos ha enseñado a ver el mundo, su pasado y su futuro.
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Artículo publicado en los libros de Javier Marías Mano de sombra (Alfaguara, 1997) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014). Venta: Todostuslibros y Amazon
Qué tarde descubrí a Ford, y qué tarde a Javier Marías. Pero qué placer. Y, además, dada la contemporánea idolatría hacia otros autores y obras, dudo que alguien me haga «spoiler» de alguno de sus respectivos trabajos.