Pure Silence, de Larissa Uvarova.
Zenda publica El silencio contándolo todo, un cuento inédito de la escritora y abogada Cristina López Barrio, finalista del Premio Planeta en 2017 con su novela Niebla en Tánger.
Reconozco el silencio. El silencio posterior a que haya ocurrido todo, denso, se corta con cuchillo. Está a mi alrededor. Hay silencios físicos, como este, que son pura certeza de un crimen. He tratado de explicártelo, Nilo, no siempre trabajo rodeada de ruido, la comisaría es como estar entre las alas de un moscardón gigante, los teléfonos suenan, hombres y mujeres te traen sus desgracias en bandejas de lágrimas, sus quejas y vanas esperanzas. No siempre ruido significa vida, pero ahora sí. Ahora sí, Nilo. Es el propio cadáver el que expele una especie de luto por sí mismo, de respeto que otros han violentado y ya solo le queda este silencio que hace voz, palabra de muerto. Y me escucho. Su lenguaje ha dejado atrás toda fonética, toda semántica, toda etimología, Nilo, es lenguaje solo de presencias, de ausencias, un juego de vacío y eternidad que he de descifrar. Esta mancha de sangre en el pasillo, una salpicadura enfrente de la puerta de la cocina, una cocina varada en la furia de lo doméstico, una batidora de tres velocidades tirada en la encimera porque alguien la abandonó allí después de golpear con ella, cara, muy cara, gastarse mucho dinero en electrodomésticos es una excentricidad, decías Nilo, ¿que por qué compré aquella cafetera que dejaba una nubecita de leche en los cafés de la mañana?, eso era vida, despertarse con un pedazo de cielo entre los labios para irse a trabajar con la muerte, nada entendías salvo lo tuyo, Nilo, ahora tengo el valor de decírtelo, así que solo sé derrochar ¿lo dices de verdad? Con una batidora parecida a esta, la mejor de su época, hacía mi madre el gazpacho; nos veo sentadas a las dos en la cocina de casa, pelando tomates yo y ella batiendo mientras me hablaba de mi padre y me enseñaba el justo punto de sal. A veces no podía ni respirar cuando te tenía cerca, Nilo, como si también tuviera que ser ahorrativa con el propio oxígeno que me alimentaba; te quejabas de que llegaba tarde a casa y estabas solo, de que no te escuchaba, de que no te quería; y qué culpa tengo yo si no hay un horario estipulado para la violencia, Nilo, que bien me habría venido saber las horas en las que una se encontraba a salvo, hasta en las guerras ha habido treguas, estallidos de paz; te quejabas de que quería escuchar a Ella Fitzgerald después del trabajo, ¿no entendiste lo que te contaba sobre el silencio, Nilo?, que es la voz de la muerte, y yo me lo tenía que sacar de encima para que no anidara aún más entre nosotros, para no ver en tus ojos la mesa plata del forense. La salpicadura, la batidora, un golpe en la cara, no, en la cabeza, hay restos de cabello entre las hélices rojas y de una masa ligera donde quedó prendido algún pensamiento. Mis compañeros de la Científica aún tardarán en llegar. Quizá encuentren tráfico, quizá no lleguen nunca. ¿Te acuerdas, Nilo, cuando en los atascos nos besábamos en la boca hasta que el conductor del coche de atrás nos tocaba el claxon? ¿Cuándo la luna era miel en la ventana de nuestro dormitorio, y yo no tenía más culpa que la de no ganar el dinero suficiente para mantener nuestro hogar de clase media por el que tanto habías luchado? En tu trabajo nunca fallas, me decías, vuelvo a la mancha del pasillo, la salpicadura, también descubro gotas en el suelo, hay un reguero de sangre, un reguero de reproches, si tomaba la iniciativa y reservaba en un restaurante para cenar, no había pensado en ti al elegirlo, y si dejaba que lo eligieras tú, no me involucraba en nuestro ocio; vivía con un dedo tuyo señalándome la frente: no has hecho, no has dicho lo que me hace sentir bien, lo que una buena esposa debería saber, me decías, Nilo, un fallo podía significar un asesino suelto, ¿no lo comprendes?; y seguías: lo que yo te pido se te olvida, es falta de interés, no te importo, no me quieres. Las gotas son la historia de una carrera, de una huida, hay una marca de los cinco dedos de la mano en la pared blanca, la víctima quería escapar; lo que nos reíamos, Nilo, entrenando para una maratón que nunca hicimos, antes de que el amor se nos cocinara amargura, antes de que sintiera el depósito de cadáveres más cálido que nuestra cama, antes, cuando la playa venía a lamernos los pies y nos montábamos en una barca que nos mecía en nuestro amor sin pensar en que los naufragios existen, Nilo, en este dormitorio ha habido otro naufragio, una pelea por sobrevivir entre las sábanas y la colcha revueltas; el reloj de la mesilla reventado en el suelo, el marco nupcial con nuestra foto arrancada y, en una esquina, mi pistola que parece aún expeler el humo de un cigarrillo rubio. La cama es enorme, cabrían dos muertos, no hay ninguno. La primera noche que te fuiste a dormir a otra cama, Nilo, recé mis oraciones: está triste, duerme en otra cama, tiene que pensar. Pensar el qué, ¿en mi nuevo compañero?, un buen chico al que creías que me follaba en las esquinas de la comisaría, Nilo, ¿celos?, yo que he vivido solo para ti. Si mi compañero estuviera aquí con su buen ojo, se habría dado cuenta de que el silencio se intensifica conforme te acercas al cuarto de baño de nuestro dormitorio; cuando salga de la ducha hablamos de nosotros, me dijiste a la mañana siguiente de no dormir conmigo y te esperé sentada en esta cama como una niña buena, pero pasaste de largo y te fuiste a comprar tabaco; abriste la puerta del baño, ya viene, me dije: no te vas a alterar, vas a ser una mujer calmada y vas a escucharle, como si tuvieras antenas, escuchar y escuchar, pero te fuiste a comprar tabaco, Nilo, pasaste por delante de mí sin una sola mirada, y yo esperé, esperé y esperé mientras repasaba mentalmente los detalles del caso de asesinato que investigaba en la calle de Orense, donde un hombre se había llevado por delante a sus padres con una azada, desbrozando el amor que le sobraba. No te haces respetar, me decían mis amigas, solo sabes quererle y decir sí. La tristeza me partía el alma en dos mitades, una aún te quería, la otra no te soportaba. Duele desenamorarse, reconocerlo es como morirse de pronto en un sofá. Hasta el sofá junto al baño del dormitorio ha llegado la sangre y tu aliento, Nilo, acusándome de querer a otro. La tela del sofá, la Científica tendrá que tomar una muestra de sus fibras, la tela que elegimos, Nilo, aquella mañana de sol, y luego mirábamos en los escaparates de las tiendas la imagen de los dos juntos, tomados de la mano, la alegría del nuevo hogar, y de pronto las nubes, Nilo, que empezaron a comerse el cielo, y la lluvia fina sobre nuestras sonrisas, la lluvia que caía como el agua caliente de la ducha que acabas de abrir y te empapa por entero. ¿Quieres limpiarte de mí, Nilo? Agua y sangre, mi cuerpo yace en el sofá, fluidos de la vida y la muerte. Y el silencio, Nilo, contándolo todo.
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