Para los que anden un poco despistados, este tal Eugenio Fuentes (Cáceres, 1958) es el mismo que en su día, hace ya más de dos décadas, puso en pie a ese detective grandote y resultón llamado Ricardo Cupido, personaje al que le dedica, con todo merecimiento, el último de los ensayos recogidos en este formidable y bien digerible volumen.
Emprende así, con una mochila repleta de brillantes ideas, un largo y sustancioso camino, con casi una docena de originales trabajos, con los que se nos podría convalidar, sin pasar por las aulas, todo un máster en literatura y novela negra. Son ensayos escritos con una precisión increíble, con el empleo de ciertas imágenes que ayudan al lector a comprender mejor las intenciones del autor, que no elude la ocasión de echar mano a los tradicionales mecanismos pedagógicos para hacerse entender mejor si cabe.
La aportación al mercado, durante estos últimos años, de centenares de títulos de novela negra —el autor se pregunta, con no poca ironía, si no se estará suicidando el invento por inyectar chorros de títulos, “muchos de los cuales terminan siendo estibados en contenedores oceánicos destinados a las guillotinas”— ha propiciado que el género haya refinado su estilo hasta límites increíbles, y se haya adaptado así a los gustos del siglo XXI. Se trata, como asegura el propio autor, de que el discurso “no aplaste la estética”. Y, dentro de esa misma dirección, más adelante insiste en el hecho de que es preciso no tanto el comprometerse con el mundo, sino, antes bien, el encontrar un equilibrio entre los componentes narrativos y los estéticos, con un mayor esfuerzo lingüístico, puesto que “el lenguaje es algo más que una herramienta auxiliar al servicio de la historia que trata”.
Eugenio Fuentes saca a relucir una sólida y bien gestada erudición que, por suerte para todos nosotros, en nada entorpece la agradable lectura de estas páginas. Y no duda a la hora de remontarse a los orígenes de la novela negra para tratar de calibrar su evolución y su sentido. Asegura, empleando una imagen muy explícita, de norme didactismo, que, en aquellos primeros años, hasta entrado el siglo XXI —la época en la que, entre los nuestros, aparecen, entre otros, los nombres de Alicia Giménez Bartlett, Ignacio del Valle, Jerónimo Tristante, Domingo Villar, Lorenzo Silva, Rosa Ribas y el propio Fuentes—, la novela negra “fue a la literatura lo que las artes decorativas son a las grandes artes”. Es decir, esas artes funcionales, como la cerámica o la costura, que, en cualquier caso, “casi nunca alcanzan la contundente trascendencia de las artes clásicas”.
Estamos ante un conjunto de ensayos, todos relacionados entre sí, unidos por un sólido estilo y por la constante alusión a un determinado género como música de fondo, en el que Fuentes utiliza las herramientas de un bien cualificado y fino crítico, que sabe desmontar y volver montar sus mecanismos sin mancharse las manos de grasa, y, al mismo tiempo, las armas propias de un excelente autor de ficción, de ahí que, como sucede en cualquiera de sus novelas, el lector se sienta seducido desde la primera página.
Propugna una necesaria renovación del estilo de la novela negra del siglo XXI y, de igual modo, un obligado cambio de perfil del detective de nuestro tiempo, que se ve precisado a bajar a la tierra y acercarse más al lector, con el que comparte sus debilidades. Eugenio Fuentes habla desde su experiencia de escritor, lejos del teórico puro y duro, del consabido discurso profesoral. Por esa razón era preciso sacar a la luz, en el último de los ensayos aquí recogidos, algunas cuestiones relacionadas con su más conocido personaje, Ricardo Cupido: explicar por qué razón eligió un apellido tan llamativo —no hay cliente que le no pregunte si en realidad se trata de un apellido o de un nombre de guerra—. Un tipo que, además de alto y bien parecido, monta, como el maestro Delibes, en bicicleta, al tiempo que no utiliza los puños ni otras armas en sus enfrentamientos, apenas hace ruido durante sus pesquisas y comienza su investigación en el momento en el que la ley ha fracasado. Sin olvidar sus dotes de seductor ante las damas.
El libro de Fuentes nos reserva otras muchas y agradables y curiosas sorpresas. Así sucede cuando divide a los escritores entre aquellos dotados para advertir y cantar la claridad del día, su colorido, los pequeños detalles y el esplendor de la vida, como Azorín, Gabriel Miró, Gonzalo Berceo o Lope de Vega, y aquellos otros que se mueven entre las sombras de la noche, en la oscuridad del mundo, en las tinieblas del espíritu, como Poe, Dostoievski, Larra o Kafka.
Abundan, asimismo, en este volumen tan divertido, sugerente y evocador como sus propias novelas, definiciones como las de Literatura, que, según Fuentes, que parece tenerlo mucho más claro que la mayor parte de sus colegas, “es el arte de contar experiencias, no el de impartir catequesis ni el de insertar consignas como quien inserta mampuestos”. Y puntualiza: un medio de estimular emociones antes que creencias. Y, en cuanto al verdadero escritor, insiste en el hecho de que éste se hace “no en el griterío de las sedes de los partidos políticos”, algo habitual hoy en día, sino “en el silencio de las bibliotecas”, si bien reconoce la existencia de ciertos intelectuales de pata negra con un inequívoco “coraje moral”, como son los casos de Camus, George Orwell o Rafael Sánchez Ferlosio.
Y entre las más espléndidas definiciones que podemos hallar en toda la obra, está, cómo no, la del detective de novela negra. Un detective que es “como el espectador que llega a una sala de teatro cuando ya ha terminado el primer acto de la obra y, a partir del cadáver que contempla sobre las tablas del escenario, debe descubrir lo que ha sucedido anteriormente”.
Fuentes conoce a la perfección el terreno por donde pisa. Y se siente a gusto metiéndose en jardines y en berenjenales de los que sale airoso, sin un solo arañazo, al tiempo que habla, con desparpajo, con una sorprendente lucidez, de la “buena literatura”, que es “como una burbuja que nos acoge dentro de ella y nos eleva por los aires mientras dura la lectura”; y, también, con igual rigor, de otras artes, como la pintura —resulta sublime el capítulo titulado “Siguiendo los pasos”—, en donde observa, con buenos y muy oportunos ejemplos, que hay cuadros que están en silencio, cuadros que gritan y cuadros que susurran, cuadros amenazadores que nos rechazan y nos piden que no nos acerquemos.
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Autor: Eugenio Fuentes. Título: Los bajos fondos del corazón. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.
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