Las tormentas solares son uno de los fenómenos naturales que pueden producir consecuencias terribles para la humanidad, y que aún no sabemos predecir.
Existen fenómenos naturales que pueden producir consecuencias terribles para la humanidad, fenómenos que sabemos que pueden ocurrir pero que no sabemos predecir, al menos con la precisión suficiente como para tomar medidas que reduzcan los daños. La actual pandemia constituye un ejemplo: sabíamos que era posible que alguno de los virus que habitan en otras especies sin que éstas sufran gran perjuicio podían “saltar” a la raza humana, con consecuencias incluso letales, al estar ésta desprovista de las defensas que han generado aquéllas a lo largo del tiempo. Y no lo sabíamos de forma, digamos, “teórica” sino que contábamos con ejemplos del pasado, algunos no demasiado lejanos —el virus de inmunodeficiencia adquirida (VIH), por ejemplo— aunque no llegaran a tener la expansión que está teniendo el coronavirus SARS-CoV-2.
Otro fenómeno natural que pertenece a la misma categoría de imprevisibilidad y peligro son los terremotos. Se conocen posibles indicios de que se produzcan, y qué zonas son especialmente sensibles (aquellas en las que chocan placas tectónicas diferentes), pero cuándo va a tener lugar uno de ellos es algo fuera del alcance de la sismología actual. Se avanza, pero no lo suficiente. Hace algunos días un grupo de científicos italianos ha encontrado que los terremotos que se han producido en la cadena montañosa italiana de los Apeninos, incluido el que destruyó en 2009 L’Aquila, han coincidido con picos en las emisiones de dióxido de carbono natural. La Tierra emite de forma natural CO2 —el gas principal responsable del efecto invernadero— cuando las fuerzas tectónicas derriten rocas carbonatadas. El dióxido de carbono liberado se almacena en “recovecos” de la corteza terrestre, y una parte se filtra al agua subterránea que alimenta los manantiales, pero cuando la presión del gas aumenta mucho, otra vía de escape es a través de las zonas fronterizas entre capas geológicas, produciendo un terremoto. Pero ni es seguro que el CO2 natural sea responsable de, o pueda predecir, los terremotos, ni en cualquier caso sería la única causa posible de ellos. Se sigue, en definitiva, sin poder predecir con certidumbre y alguna exactitud cuándo se producirá un terremoto. La única medida de precaución es construir edificios con medidas antisísmicas; eso o no vivir en zonas sísmicas. Los entornos de la falla de San Andrés en California, por ejemplo, no son el mejor lugar para vivir tranquilo: desde hace tiempo se teme un terremoto de gran intensidad, que afectaría a megaurbes como Los Ángeles (en la memoria histórica está el seísmo de 7,9 grados que sacudió el 18 de abril de 1906 San Francisco y la zona de su bahía, produciendo miles de muertos y originando incendios aún más destructivos).
El último fenómeno natural potencialmente peligroso al que me quiero referir reside fuera de nuestro planeta, pero en un cuerpo celeste con el que tenemos una relación íntima, el Sol, del que depende toda la vida terrestre. Me refiero a las repentinas erupciones (o fulguraciones) de radiación electromagnética, de todas las longitudes de onda pero con diferentes intensidades, que emite el Sol, y que al interaccionar con el campo magnético terrestre producen en la ionosfera las denominadas “tormentas solares” (o “geomagnéticas”). Duran poco tiempo, unos minutos, pero al alcanzar la atmósfera terrestre, los rayos X y la radiación ultravioleta que contienen incrementan la ionización de su nivel más alto, la ionosfera, por lo que, además de afectar a la meteorología y a la trayectoria de los satélites puede interferir con algunos de los tipos de comunicaciones terrestres. En mayo de este año se detectó la mayor fulguración desde octubre de 2017, lo que a juicio de científicos de la NASA podría indicar que el Sol “está despertándose”, comenzando un nuevo ciclo de erupciones. “Podría indicar” porque aunque estos ciclos de emisiones solares suelen durar once años, no se conoce con exactitud su ritmo.
Hace poco he visto la serie Cobra, que gira en torno a las consecuencias, políticas y sociales, que sufre el sistema eléctrico del Reino Unido por una gran tormenta solar. No ha sucedido hasta ahora, al menos no desde que la humanidad pasó a depender en medida extrema de la electricidad, pero podría perfectamente suceder. Aterroriza solo pensarlo.
El Sol todavía esconde algunos secretos importantes. Dos misiones espaciales solares y un telescopio en la Tierra abrirán pronto una nueva etapa en la astronomía solar: la sonda Parker de la NASA, lanzada en 2018 hacia el Sol, al que se acercará más que cualquier otro vehículo espacial del pasado en 2025; el Orbitador Solar, una misión conjunta de la Agencia Espacial Europea y NASA, que despegó el 10 de febrero de este año y que se centrará en el estudio de los polos del Sol; y el telescopio Daniel K. Inouye, de la Fundación Nacional para la Ciencia de Estados Unidos, que realizará las observaciones más detalladas del Sol jamás efectuadas desde nuestro planeta (debería haber comenzado a operar este verano, pero la actual pandemia ha pospuesto ese inicio a la primavera de 2021).
Para todos estos fenómenos, como otros posibles —que incluyen también la amenaza de un meteorito de gran tamaño que choque contra la Tierra—, la esperanza es disponer de medios para luchar contra semejantes “ataques” externos, lo que no es factible sin disponer de los conocimientos científicos que permitan predecir con un margen suficiente cuándo se producirán o cómo combatirlos. Nos creemos poderosos, pero vivimos en el filo de una navaja muy afilada.
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Artículo publicado en El Cultural.
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