Alguna vez mi abuela, de vacaciones en Puerto Vallarta, salió rumbo a la playa con un sombrero ajeno que no recordaba haberse puesto. Una vez que llevóse la mano a la cabeza, la inocente mujer descubrió con horror que se trataba de una cucaracha gigante y pegó la carrera calle abajo. Conozco de memoria aquel suceso porque me lo contó, a lo largo de mi infancia, tantas veces como se lo pedí, y nada le gustaba más que hacerme reír.
—¡Mírala! —se horripila de golpe mi correclusa, tras ver al animal en la pared y dar un alarido lovecraftiano que me trae de regreso la imagen de mi abuela y su sombrero. —¡Tiene alas!
—Dime la verdad… ¿Te da miedo o envidia? —sé aguantarme la risa, tal como corresponde a un caballero, pero hay chistes que no consigo reprimir.
—Pues, ahora que lo dices… —me sigue la corriente, por pura gentileza, y al instante recobra el sobresalto: —¡Mátala, por favor!
Diría que mi correclusa tiene un problema con las cucarachas, pero su fobia es tal que en realidad son ellas las más amenazadas. Jalisciense de origen, como fue el caso del sombrero con patas de la querida madre de mi madre, creció entre cucarachas talla jumbo, aunque tal vez ninguna lo bastante para eventualmente protegerle de los rayos del sol, sin duda más feroces y dañinos. Circunloquios aparte, Cuarentenario amigo, te aclaro que no tengo preferencia especial por estas creaturas del Señor, y tampoco me inspiran especial piedad, pero encuentro demasiado engorroso lidiar con un cadáver de talla superior a los cuatro centímetros.
—¿Y si la bautizamos? —trato de enfriar los ánimos, por no asumir el papel de verdugo que recién me ha asignado la bella espeluznada. —Podríamos ponerle Gregorio, por ejemplo.
—Esto no es un ratón…—–arruga la nariz mi correclusa, en recuerdo del bueno de Miguel, aquel roedor que fuera nuestro huésped por unos pocos días, y señala otra vez a la pared, a un palmo de distancia de su buró, donde el nuevo aspirante a correcluso, francamente pequeño en comparación con los jaliscienses, menea coquetamente las antenitas. —Y no pienso dormir con una cucaracha en la recámara.
—Claro que no, de seguro son varias —le comento, mientras tomo una almohada y la abanico cerca del insecto, que de inmediato se hace perdidizo. —¿Dónde se habrá metido?
En la experiencia de mi correclusa, cuando una cucaracha voladora escapa a sus chanclazos termina hallando asilo entre sus pesadillas, donde crece hasta ridiculizar, por insignificantes, a sus congéneres de Puerto Vallarta. No es, por supuesto, un miedo racional, de ahí sus dimensiones inconmensurables. Aún así, me esfuerzo por hacerla regresar a la cama. Menos mal, se me ocurre, que la naturaleza dio alas a las cucarachas y no a las ladillas, pero guardo silencio, otra vez en el nombre de la caballerosidad.
—¿Sabías que Franz Kafka se carcajeaba con su amigo Max Brod de aquel “monstruoso insecto” de su novela? —intento distraerla, mientras Gregorio acaba de esconderse.
—Hasta mañana —gruñe a medias serena mi correclusa y estrecha fuerte a Wilson, el elefante de peluche con el que cada noche asciende al feliz limbo de la inconsciencia.
—¡Hasta mañana, Greg! —me dejo avasallar por la compasión. A saber qué monstruosas pesadillas irá a tener el pobre animalito.
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