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El soñador en la colina

El soñador en la colina

Arthur Machen —como Dunsany, como Hope Hodgson— proviene de esa corriente del fantástico anglosajón, sólida, coherente y de largo alcance, que nunca dio la espalda a su deuda con un remoto pasado pagano, y que tuvo en Yeats, por una vía alternativa, a otra de sus figuras esenciales. Para el lector en lengua española Borges lo descubrió en 1938, en las páginas de la revista El hogar, pero aún tardaría un cuarto de siglo en asomar por España, o cuando menos en recibir una atención adecuada, gracias a la antología de Rafael Llopis. Su visión de lo fantástico está repleta de maravillas: las suyas son las del folklore celta, mezclado con una mitología de lo latino, más que una mitología romana, extraída de la huella que Roma dejó en Britania. La mejor novela de Machen, muy por encima de Los tres impostores —que es una grandísima novela—, es también una de las mayores novelas universales acerca de una vida de escritor (muy superior, a su vez, a Retrato del artista adolescente), y una de las más encantadoras novelas pictóricas que yo haya leído jamás. Todo parece contado como en un sueño, o más bien como a través de una brumosa galería de paisajes y retratos soñados, en la que acusamos la sospecha de que la realidad no es una sucesión de incertidumbres sino un atisbo de algo más, una sombra de lo verdaderamente real. Su título es La colina de los sueños, y Valdemar, en «El club Diógenes», y Siruela, en la descatalogada colección «El ojo sin párpado», la publicaron en la traducción clásica de Francisco Torres Oliver. Sólo con esta obra Machen ya tiene ganado un lugar en la historia de la literatura universal por más que su nombre nunca aparezca en el, por lo demás, ridículo catálogo de listas con los mejores autores y las mejores novelas de (aquí el lector puede poner el siglo, el año, o el género que quiera) según el periódico (y aquí la hoja parroquial de turno).

"Como Blackwood, como Dunsany, Machen pasó rápidamente de la fama al olvido. Lovecraft y Borges, repitiendo elogios hacia su maestría, ayudaron a localizarlo"

El gran dios Pan es la última recopilación de cuentos que Valdemar ha dedicado a este autor, desde luego, verdaderamente prodigioso, y no sólo tiene el interés consabido de cualquier obra suya: cuenta, además, con el que es considerado el mejor relato de Machen y uno de los mejores relatos sobrenaturales de la literatura, ‘El pueblo blanco’, cuyas criaturas provienen directamente de los documentos (reales si uno se atiene a su palabra, y no hay motivos para dudar de ella) de Robert Kirk. También aparece en esta antología uno de sus relatos más célebres, ‘Los arqueros’, que inventó una leyenda creída todavía hoy, como dijo Borges, por gentes que nunca conocieron el nombre de Machen. Al propio Arthur le asombró tanto el éxito de su relato, y las repercusiones que su historia tuvo en miles de creyentes, que no pudo evitar mencionarlo en otros dos cuentos que intentaron crear la ilusión de una realidad similar: ‘Los niños felices’ y ‘De las profundidades de la tierra’. Ambos, pero particularmente el segundo, parecen resonar de un modo misterioso en Running Wild (traducido aquí como Furia Feroz), la novela corta de Ballard, y en otra, muy conocida, de Juan José Plans. Hay tres relatos en esta antología que pertenecen a una obra mayor, cuyas páginas Borges remontaba hasta un libro titulado De tribus impostoribus (improbable) escrito con anterioridad al siglo XI por un desconocido autor (inexistente). Pueden leerse separadamente de la novela que los recoge, Los tres impostores, pero también pueden suponer una invitación a entrar en los misterios de esta obra encantadora. En ‘El gran dios Pan’ y ‘La luz interior’ vemos perfilarse el retrato de dos mujeres poseídas por el demonio —en el sentido griego del término— de una fuerza ancestral. Ese retrato va adquiriendo, a partir de una forma voluntariamente neblinosa, el aspecto de lo que sería imposible mirar a la cara, y que Rilke reprodujo en unos versos que seguirán resonando en el infinito cuando ya no exista la especie que logró desvelarlos: “Lo bello no es nada más / que el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos, / y si lo admiramos tanto es porque, sereno, desdeña / destrozarnos”. La lamia de Keats surgió de la misma oscuridad. Pero Machen nos rodea de una familiaridad típicamente inglesa (algo de ponche, alfombras, chimeneas, la noche al otro lado de un mullido sillón) y la traslada a un mundo y a una oscuridad a la que todavía pertenecemos. Su capacidad para revestir de misteriosa maravilla los lugares conocidos nos asalta en todas y cada una de sus páginas. Esta descripción de una ciudad, Londres, tan gastada por el manoseo de varias generaciones de escritores, es uno de esos momentos gloriosos de visión y estilo con los que sueña cualquier autor, sea mediocre o genial:

A veces me siento todavía absolutamente abrumado cuando pienso en la inmensidad y complejidad de Londres. París puede llegar a entenderse a fondo mediante una razonable dosis de estudio; pero Londres es siempre un misterio. En París se puede decir: “Aquí viven las actrices, aquí los bohemios y los ratés”; pero en Londres es diferente. Se puede señalar con bastante exactitud una calle como morada de las lavanderas; pero en el segundo piso puede haber un hombre estudiando los orígenes de los caldeos, y en el desván, un artista olvidado agoniza lentamente.

Como Blackwood, como Dunsany, Machen pasó rápidamente de la fama al olvido. Lovecraft y Borges, repitiendo elogios hacia su maestría, ayudaron a localizarlo. Después, muchos agradecidos lectores lo alejaron para siempre de ese melancólico desván.

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Autor: Arthur Machen. Traducción, prólogo y notas: Juan Antonio Molina Foix. Título: El gran dios Pan. Editorial: Valdemar. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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