Este libro de Javier Memba traza un recorrido desde los orígenes del género (Apartado de correos 1001 o Brigada criminal) hasta la época más reciente (No habrá paz para los malvados o Que Dios nos perdone). También pasa por la contribución del injustamente denostado Antonio Isasi Isasmendi y el cine quinqui de los ochenta. El cine negro español propiamente dicho arranca la década de los ochenta y surge de la misma mitomanía que puso en marcha esa nostalgia de la novela y el cine negro para retratar la corrupción.
Zenda reproduce un fragmento de El cine negro español: Del Spanish noir al policiaco actual.
La omnipresencia de la comedia en la historia del cine español puede llevarnos a creer que la primera ejecución por garrote vil que asomó a nuestra pantalla fue la mostrada en El verdugo (Luis Gª Berlanga, 1963). Así lo ha escrito, en efecto, algún comentarista. Sin embargo, y sin querer menoscabar por recordarlo a la indiscutible e indiscutida obra maestra de Berlanga, referencia fundamental del proverbial humor negro de nuestra cultura, hay que recordar que un año antes del estreno de El verdugo, en 1962, en Los atracadores, de Francisco Rovira Beleta, se había mostrado una ejecución por garrote vil y sin humor alguno.
El dramatismo con que Carmelo Barrachina (Julián Mateos), uno de los atracadores de Rovira pregunta a uno de sus verdugos si le harán sufrir, cuando el médico militar le administra la pastilla que le irá preparando para su último trance[1], está a la altura del de Barbara Graham (Susan Hayward) al ir a la cámara de gas en ¡Quiero vivir! (1958), el conmovedor alegato contra la pena de muerte de Robert Wise. Pero, incluso entre los cinéfilos españoles, se tiende a recordar antes a los ajusticiados en la pantalla estadounidense que en la autóctona.
Esta paradoja, más allá del sempiterno buen humor que impera en nuestra pantalla y del tradicional desdén que inspira a los españoles a su propio cine, es debida a que el noir patrio nunca fue tenido en consideración por los espectadores, que iban al cine a divertirse con Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1958), antes que a sumergirse en las tribulaciones de los atracadores que esperan al compinche que ha de llevarles el botín en Distrito quinto (Julio Coll, 1957). Sin embargo, éste último es uno de los títulos canónicos de esa primera edad de oro del spanish noir, que —como venimos diciendo— se prolongó entre Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950) y Atraco a las 3 (1962), la parodia con la que José María Forqué fue a poner punto y final a ese primer esplendor del género mediante el mismo procedimiento que Abott y Costello contra los fantasmas (Charles Barton, 1948) finiquitó ese impagable cine de terror que la Universal venía produciendo desde los años 30.
El spanish noir nunca fue valorado por sus destinatarios, por sus contemporáneos, como se debía. Aquel rechazo fue muy semejante al que el público italiano en general dispensó al neorrealismo: a nadie le gusta que le muestren sus miserias al desnudo. La comparación entre la escuela italiana y la barcelonesa —la Ciudad Condal fue el principal escenario de aquel primer cine policiaco español y el domicilio de las productoras que lo pusieron en marcha— no es tan gratuita como pueda parecer. Ese tono documental, ese aire de veracidad descarnada, esa reproducción brutal de la realidad a través de una gama de grises, que constituyeron uno de los pilares del spanish noir, son una clara impronta neorrealista.
En cualquier caso, la altura de las influencias de los primeros relatos criminales de nuestra pantalla dejaba indiferentes a sus espectadores. Iban a verlo al tuntún, como podían asistir a cualquier otra proyección. “Lo que echen”, contestaban con contundente elocuencia cuando alguien les preguntaba qué programa les llevaba al cine esa tarde.
Aquellos filmes, cuya sola textura, sesenta años después, nos seduce, fueron ninguneados en su tiempo. De entrada, por estar fotografiados en blanco y negro. A diferencia de nuestro siglo XXI, en que se hacen espléndidas fotografías en color con el teléfono y después se suprime el colorido para dar a la imagen un pretendido aire artístico[2], aquellos eran los días en que el común de los espectadores procuraba el cine en color porque lo normal era en blanco y negro. Ese tono documentalista, que desde nuestros tiempos de la ultra alta definición da la ausencia de colorido a la práctica totalidad del spanish noir, era lo primero que desagradaba a sus espectadores naturales.
Y después estaba la premisa mayor de todos sus argumentos, aquello de que el crimen siempre paga. Eso es algo que cualquiera con los ojos medianamente abiertos sabe. Pero a nadie le gusta que se recuerde y menos con la crudeza que se hace en Los atracadores, dando garrote a un paria —a eso y nada más queda reducido sin su pistola Carmelo Barrachina— muerto de miedo. De modo que el común de los espectadores, gente que iba al cine a distraerse —que no por la necesidad imperante de ver películas que impulsa al cinéfilo—, prefería admirar la belleza de Katia Loritz en Las chicas de la Cruz Roja o El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959), antes que verla envuelta en un drama criminal como Las manos sucias (José Antonio de la Loma y Marcello Baldi, 1957), primera cinta española de esta cosmopolita intérprete.
Ahora, que tanto admiramos esa reproducción brutal de la realidad a través de una gama de grises del spanish noir, no deja de sorprendernos el desdén que le dedicaban incluso los realizadores que lo rodaban. Hay constancia de que a José Luis Borau no le agradaba Crimen de doble filo (1965), su aportación al spanish noir. Sin embargo, los amantes de este primer cine policiaco español la tienen en mucha más estima que Hay que matar a B. (1974), el thriller político de Borau con el que el propio cineasta situaba el arranque de su filmografía asumida. A nuestro juicio, Hay que matar a B. —al igual que El perro (Antonio Isasi-Isasmendi 1977), con la que guarda tantas concomitancias—, es una obra fallida por la desmesura de sus pretensiones: denunciar el caudillismo latinoamericano, ni más ni menos. Y, además, haciéndolo extensible al consabido clamor contra el franquismo. Lo que, por repetido, llegó a convertirse en algo así como un crimen colateral de la dictadura.
Frente a tanta grandilocuencia baldía, el spanish noir es grande en su simpleza y su humildad. El cine negro español posterior, el nacido en los años 80 a imitación del modelo clásico estadounidense, a menudo es fallido por su pretenciosidad, por querer imitar el ritmo y la puesta en escena de las producciones de Hollywood. El spanish noir, siempre rodado en exteriores naturales, con una puesta en escena mínima, y sin más pretensión que la de incidir en el destino que les aguarda a quienes pretenden huir de la miseria mediante el crimen, alcanza su grandeza desde lo mínimo. Por así decirlo, se trata de un mecanismo análogo a ese, mediante el cual, una hoja reverdecida sintetiza el esplendor de toda la primavera.
Concebido casi siempre como el filme de relleno en los programas dobles de la sesión continua, el spanish noir alcanza su maestría desde la precariedad. Digamos que esa falta de recursos, además de agudizar el ingenio de los guionistas, va bien para el retrato de los parias metidos a ladrones y asesinos. Las condiciones en las que suelen darse sus rodajes favorecen el retrato de esa miseria de la que quieren huir sus protagonistas.
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Autor: Javier Memba. Título: El cine negro español: Del Spanish noir al policiaco actual. Editorial: Ediciones JC. Venta: Amazon
[1] Con la legislación franquista, los delitos de sangre o cometidos a mano armada eran juzgados por tribunales militares y en las ejecuciones, solía ser un médico del ejército el encargado de certificar la muerte del condenado.
[2] Que, por supuesto, a cuantos admiraron el blanco y negro analógico les parece una impostura.
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